A la luz de las velas (una historia laica)


Para ser una antigualla hay que decir que, a diferencia de otros muchos utensilios periclitados, la vela ha encontrado una jubilación dorada en nuestro hipertecnificado mundo, ya sea como atrezzo romántico, como accesorio para la expresión de una espiritualidad más o menos sincera o como imprescindible elemento decorativo.

Seguramente, en su amable retiro contemporáneo tenga mucho que ver el enorme prestigio con el que contó en el pasado. Al fin y al cabo, su antigua importancia resulta difícil de exagerar. Fue, durante siglos, la principal fuente de luz en las noches oscuras, privilegio sólo disputado por las lámparas de aceite. Fue la única que, aún leve y vacilante, permitía guiar los pasos en el interior de las viviendas, fue también un amuleto mágico al que se le suponían las más variadas potencias e incluso un alimento de emergencia, pues en no pocas ocasiones las originales velas de sebo llegaron a alimentar a tropas asediadas por el enemigo y en otras a inoportunos roedores.

El mecanismo de una vela, no por sencillo, resulta menos ingenioso. Se trata alimentar mediante un combustible sólido una mecha interna, o pabilo, por medio de un aglomerado de grasa animal o cera que le otorga forma y rigidez a la vez que alimenta de forma constante a la llama. Se conoce de la existencia de las velas desde el antiguo Egipto, aunque por entonces se trataba de velas realizadas mediante juncos que se empapaban en sebo fundido. Los romanos mejoraron la técnica y introdujeron la mecha de papiro, o pabilo, que ralentizaba el consumo y fueron los primeros en emplear la cera de abejas. Pero esta técnica resultaba cara por lo que normalmente empleaban la grasa animal, principalmente de oveja o de vaca.

Estas primeras velas realizadas con sebo animal, producían un humo negro y maloliente, y una luz inestable, pues necesitaban una atención constante. Si no se recortaba cada media hora tiempo la mecha carbonizada, la llama comenzaba a tintinear y a consumir sebo muy rápidamente, por lo que siempre debían tener a alguien atento para "despabilarlas". La figura del despabilador era común en los teatros del S.XVII, se trataba de un muchacho que recorría cada cierto tiempo el escenario despabilando las velas, una operación sin duda delicada que podía dar al traste una escena de especial intensidad dramática. Aunque su función debía realizarse de forma discreta, su presencia no era del todo ignorada, pues cuando completaba a la primera el capado de todas las mechas recibía también su ración de aplausos. Más codiciado todavía era el oficio palaciego de cerero mayor; encargado de fabricar, disponer y encender las velas allí donde requiriera el señor, un oficio que tenía más trabajo del que pudiera parecer, pues no era infrecuente que el cerero mayor tuviera un par de asistentes a su cargo.
Velas en el Vaticano y en el Covent Garden - tijera para despabilar
Mientras, las codiciadas velas de cera estaban prácticamente reservadas a la iglesia y los ricos. Y aún estos últimos las empleaban con mucha mesura, destinándolas exclusivamente para las estancias principales o para las grandes ocasiones y las visitas distinguidas. Esta frugalidad se extendía a cualquier uso injustificado de las velas, y encenderlas durante el día no podía ser considerado más que un gesto de extravagancia y disipación. Las velas, aun siendo de sebo, eran un producto caro, y especialmente gravado con impuestos, y se prohibía su producción casera. Tan sólo las frágiles velas de junco estaban exentas de imposiciones, y era la única salida de las familias más pobres para escapar a la terrible oscuridad. Niños, mujeres y ancianos las realizaban en casa con cualquier grasa a mano, disolviéndola en la olla y mojando los carrizos hasta aglutinar una cantidad suficiente de sebo.

A partir del siglo XVIII, nuevas materias primas se añadieron en la fabricación de velas. Con el auge de la industria ballenera comenzaron a fabricarse un  producto de confusa etimología, el spermaceti, de "sperma" semén y "ceti" ballena. Pero en realidad no era tal, se trataba de una grasa vascularizada que se extraía de la cabeza de los cachalotes (y que en inglés se las conoce como sperm whales) y que forma su característico abultamiento craneal. Las velas de spermaceti eran muy valoradas pues no producían mal olor ni se reblandecían con el calor.

extracción del spermaceti de un cachalote
El siglo XIX aportaría las velas de estearina, un gliceril éster de ácido esteárico, derivado de la grasa animal y cuyo origen estuvo vinculado a uno de los primeros grandes escándalos de salud pública. En 1810, Michel Chevreul logró separar de la grasa animal la parte sólida de la líquida. La parte sólida, la estearina, fundía a temperaturas más elevadas que el sebo crudo lo que la hacía muy apreciada para la producción de velas, pero era más frágil y menos brillante que las de cera. Los manufactureros franceses lograron corregir el problema mediante un producto que se mantuvo celosamente en secreto hasta que en 1834 las autoridades tiraron de la manta y descubrieron que se trataba del letal arsénico, pasando a prohibirlas de inmediato. Esta mala praxis siguió vigente en Inglaterra por lo menos un par de años más hasta que estalló su correspondiente escándalo. La prensa inglesa tan propensa a sacar buen partido de una noticia jugosa las bautizó con el sonoro nombre de corpse candles (velas cadáver).

Desgraciadamente el descubrimiento en 1850 de la parafina, un derivado del petróleo, tal vez el material definitivo para la elaboración barata de velas de calidad, llegó cuando su gran época comenzaba a declinar. Con la llegada de las nuevas fuentes de luz de gas y posteriormente de electricidad, el gran reinado de las velas como fuente de luz nocturna tocó su fin.

La prolija historia de la relación del hombre y las velas fue recogida por el arte y la literatura de todas las épocas, normalmente a modo pequeñas escenas o de discretas anécdotas que desde los márgenes de los cuadros nos ofrecen un fresco retrato de aquella antigua vinculación o bien actúan como un símbolo hermético de algún mensaje "velado". Pero en otras ocasiones su luz evanescente pasaba a ocupar el centro de la escena contaminando toda la pintura de un intenso efecto dramático. Todo gravita en torno a una íntima comunión con la breve esfera de claridad que ofrecen las velas; la vida se arracima en torno a ellas, y más allá, la pintura, y la misma existencia se desvanecen sin remedio.

Jan van Eyck - Paul Rubens - Judith Leyster
Así, aquella luz divina de Caravaggio que se arrojaba milagrosamente sobre santos y mártires se hace, en sus sucesores, mundana y laica gracias a la intercesión de las velas. Aunque no por ello debemos entenderla como una luz menos espiritual. Así, al menos, lo comprendió George de la Tour, el heredero amable del tenebrismo. El pintor francés supo trasladar los recursos de composición lumínica de Caravaggio a escenas bíblicas de una delicada intimidad. En la Tour el candor de las velas se confunde con el de sus propias criaturas: humildes, frágiles, dignas, silenciosas y espirituales. 
"San José carpintero"(1642) "El pensamiento de San José" (1640) George de la Tour
Viendo los cuadros de la Tour uno tiende a olvidar que aquellas velas iluminaban mal y olían aún peor, que ennegrecían las paredes y los pulmones, que provocaban pavorosos incendios cuyas víctimas podrían contarse por miles. Olvidamos incluso que antaño también nosotros fuimos polillas sedientas de luz, que vivíamos encadenados a sus ínfimas burbujas de claridad para no sucumbir a la inacción y a los terrores de la noche. Olvidamos que el arte también existe para inventar un recuerdo amable de nuestra antigua sumisión a la luz cicatera e insuficiente de las candelas y que éramos rehenes de su frugal resplandor. Y pese a todo han pervivido a una merecida obsolescencia, quién sabe si indultadas por nuestra desmemoria o seducidos por su belleza, lo cierto es que, aún hoy,  permitimos que su culpable llama continúe encandilándonos desde el centro de una mesa preparada para el romance.

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