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El buen gobierno de las estrellas


Aunque la contemplación del firmamento estrellado despertó la curiosidad e imaginación del hombre desde los tiempos remotos, la exploración sistemática de los cielos, la elaboración de una precisa cartografía celeste habría de esperar a la llegada de las primeras civilizaciones que permitieron superar las limitaciones técnicas y sobre todo culturales de la aldea neolítica. No fue hasta el advenimiento de la cultura urbana, con su división del trabajo, la aparición de las primeras castas políticas y sacerdotales, una agricultura con excedentes y la invención de instrumentos decisivos en la transmisión del saber, como la escritura o la aritmética, que la exploración de los cielos no cristalizó en un saber coherente y sistematizado; es decir, en una astronomía.

Estela de Malishipak- Louvre
El desarrollo de esta primera astronomía estuvo impulsado por su dimensión pragmática, pues podía dar cuenta de la medida del tiempo y fijar así un calendario esencial para el buen curso de las tareas agrícolas. Los astrónomos de Babilonia fueron capaces de desarrollar un calendario lunisolar fiable aunque un poco confuso debido a la falta de concordancia entre la rotación lunar respecto de la Tierra (29,53 días) y ésta respecto del Sol (365,25 días). Este hecho obligaba a adoptar algunos años de doce meses y otros de trece, a fin de volver a ajustar el calendario anual con el lunar. En cualquier caso cada año comenzaba con la primera luna llena de la primavera. 

Los astrónomos mesopotamios también fueron capaces de reconocer algunos de los principales asterismos y agruparlos de una manera sistematizada en los esquemas de las constelaciones. Algunas de ellas, como Leo, Tauro, Escorpión, Sagitario, Acuario y Capricornio, han mantenido su traducción icónica hasta la actualidad. Gracias a sus observaciones sistemáticas aprendieron a diferenciar el singular movimiento de los planetas respecto de las estrellas fijas, y a establecer las salidas helíacas de las estrellas en relación a cada uno de los meses del año, fijándolas en astrolabios, y que servían a los agricultores de complemento al cambiante calendario oficial.
Planisferio babilónico donde se indican las principales constelaciones .

 Pero como tantas veces sucede en las civilizaciones prefilosóficas, a esta dimensión práctica se le superpuso una dimensión simbólica y sobrenatural. El propio marco religioso reforzaba esta creencia pues buena parte de los dioses mesopotamios eran asociados con los cuerpos celestes que poblaban el firmamento: así, su dios supremo Anu, era el dios del Cielo, Enlil su hijo gobernaba sobre las tempestades, Shamash (Utu en sumerio) era el Sol, y Sin la Luna. Venus encarnaba a la gran diosa de la fertilidad y de la guerra, Inanna y Marduk, y Júpiter hacía lo propio con Marduk, el principal dios Babilónico. De hecho las principales constelaciones y asterismos eran asociadas a todo tipo de divinidades.

Llegados a este punto no debe extrañarnos que las estrellas pasaran de señalar los ritmos estacionales a gobernarlos, de orientar las etapas de crecimiento de los cultivos a predecirlas. Fue así como la guía de las estrellas fue confundida desde su origen con un oráculo divino, y el astrónomo pasó a ocupar el papel de adivino, un especialista en leer los mensajes cifrados que procedían de las estrellas. 

El pensamiento arcaico se muestra a menudo incapaz de discernir el ámbito natural de lo cultural, las causalidad de los acontecimientos naturales eran del mismo orden de los acontecimientos humanos, pues al fin y al cabo ¿no estaban ambos gobernados por los dioses?¿no seguían ambos las pautas de un plan maestro de origen divino?. A nadie debe extrañar entonces que aquellos presagios procedentes de las estrellas sobrepasaran el estrecho marco de la predicción agrícola para ocuparse de los más complejos asuntos humanos. La astronomía mesopotámica, como sucedería también con la china y la precolombina, fue indiscernible de su doble oracular, la astrología.

La ciencia de la adivinación gozó de un enorme prestigio en las distintas culturas que habitaron la antigua Mesopotamia, y contó con distintas ramas o técnicas cada una con su especialista cualificado: la hepatoscopia (el análisis de los hígados) la extispicia (análisis de los órganos internos) el estudio de los partos monstruosos, la interpretación de los sueños y, por supuesto, la astrología. Más allá de la particularidad del objeto de estudio lo cierto es que todas ellas compartían una estructura narrativa y funcional idéntica. Observando ciertos fenómenos singulares y los acontecimientos que les venían aparejados, los adivinos anotaban minuciosamente las correlaciones entre ambas. Aunque no siempre la lógica que uniera a estos dos hechos fuera demasiado evidente. 

La cultura mesópotamica, tan dada a hacer inventarios, elaboró extensos listados en los que se recogían por lado la descripción del efecto observado (prótasis) y la consecuencia o predicción (apódosis). En algunos casos la relación entre la prótasis y la apódosis guardaba una relación obvia y directa, pero en muchos casos la relación entre signo y predicción distaba mucho de ser lógica. Estas listas fueron compiladas en largos catálogos, que se copiaron y transmitieron de generación en generación, ganando para sí el prestigio de la tradición que parecía eximirlas de la revisión y comprobación de sus preceptos. De tal suerte que, con el paso del tiempo, se llegó al punto en que los adivinos tan sólo tenían que consultar, de una forma un tanto mecánica, estas listas para formular sus predicciones. Se conservan colecciones de tablillas de estas listas de presagios en relación a las malformaciones animales, los sueños, la posición de las ciudades, las conductas de los animales domésticos y, por supuesto, los posiciones de los cuerpos celestes.

kudurru: En la franja superior  están represetados Venus, la Luna y el Sol
En la franja inferior son visibles los signos de las constelaciones de Leo y Escorpio.
Éstas últimas nos interesan especialmente pues en ellas se contienen las primeras evidencias escritas de observaciones celestes continuadas. Así por ejemplo, la colección de 70 tablillas encontradas en la biblioteca de Asurbanipal y llamada Enuma Anu Enlil (Cuando Anu y Enlil, las colecciones se titulan según el texto por el que comienzan) compilada de forma canónica durante el período casita, (segundo milenio a.C. ) se puede considerar como la serie de datos astronómicos más antiguos conocidos. En ella se podían leer más de 7000 observaciones celestes entre salidas helíacas de estrellas, los movimientos de Venus, conjunciones planetarias, eclipses de sol y luna, fenómenos meteorológicos (que en aquellos tiempos no se distinguían en absoluto). De este período datan también las primeras representaciones gráficas de las constelaciones en unos mojones conocidos como kudurrus empleados para marcar lindes en el territorio. 


tablilla del Mul Apin
Hasta el Siglo VII a.C en pleno dominio asirio se compiló la serie Mul Apin que resume y perfecciona todo el saber astronómico recogido hasta entonces: en sus dos tablillas encontramos desde un preciso catálogo de estrellas fijas, hasta las ortos helíacales (primeras apariciones al amanecer) de estrellas, a razón de tres por mes, los ocasos de otras, así como los movimientos del sol a través de los caminos señalados por las constelaciones. Eran los llamados caminos de An, Ea y Enlil, determinados por el corte del plano de la eclíptica con el ecuador celeste. El camino de Anu coincidía con el ecuador celeste y los de Ea y Enlil con los trópicos de Cáncer y Capricornio. De esta forma cuando el Sol subiendo desde la zona de Ea penetraba en la zona de Anu se iniciaba la primavera, y cuando entraba en la zona de Enlil comenzaba el verano. 


Pero sería a partir del camino de la Luna que quedarían establecidas las famosas constelaciones del zodíaco, cuyo número y denominación fueron cambiantes con el paso de los siglos. Comenzaron siendo dieciocho, fueron reducidas a quince y ya finalmente en el siglo V a.C. quedaron en las doce canónicas que serían posteriormente transmitadas al mundo egipcio y grecorromano. En este sentido, el zodíaco no fue más que uno de los muchos calendarios astronómicos elaborados en Mesopotamia pero que a diferencia de otros, alcanzó un éxito inusitado que le ha permitido sobrevivir con una salud notable hasta nuestros días.

Pero, y esto es lo importante, las apódosis de los signos celestes, tan sólo referían a asuntos de interés comunitario, bien fuera de tipo económico o político; informaban de las previsiones sobre las cosechas, los cambios dinásticos o las guerras por venir. Se podría decir que se trataba de una astrología de estado que en ningún caso trataba sobre los asuntos que atañían a los individuos. Los emperadores hacían depender sus principales decisiones políticas de la aquiescencia de las estrellas, interpretadas por la influyente cohorte de consejeros astrólogos, hasta el punto que no sería exagerado decir que aquellos lejanos imperios llegaron a ser gobernados por las estrellas. Y En vista del modo en que se dirigen actualmente las naciones,  el sistema comienza a no parecer tan descabellado. En cualquier caso no será hasta la caída de Babilonia en manos del Imperio Persa hacia el siglo V a.C cuando aparezcan los primeros horóscopos basados en las fechas de nacimiento y que se ocupaban de los nimios asuntos individuales. 

En resumen, en aquella incipiente ciencia del cosmos fue pacientemente compilada y reunida a través de los siglos, desde los oscuros tiempos de los sumerios en el III milenio a.C hasta alcanzar su máximo esplendor en el siglo VII a.C, en el período de la brillante Babilonia caldea, aquella cloaca de vicio y perdición que fuera condenada por los profetas Daniel y Ezequiel, la Gran Ramera según el Apocalipsis de San Juan. Pese a todo, la fama de aquellos astrónomos caldeos que la habitaron fue tan grande que su saber fue ampliamente admirado y difundido: los grandes padres de la ciencia griega como Tales de Mileto y Pitágoras, bebieron de sus fuentes como también lo hicieron los egipcios, y a través de ambos los romanos. Sin embargo, su prestigio científico nunca estuvo desvinculado de su carácter mágico y esotérico, hasta el punto que con el tiempo el término caldeo era empleado tanto como topónimo como sinónimo de astrólogo o de mago. Con estos datos en la mano, no es difícil deducir la procedencia de tres famosos magos orientales que siguiendo el seguro oráculo de una estrella fugaz acabarían aportando un toque de distinción pagana al alumbramiento del Redentor cristiano. No deja de tener algo de poética ironía que el virtuoso mensaje de la Buena Nueva fuera leído a través de las lentes de un saber prostibulario.
Adoración de los magos- Giotto


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Viaje a la Luna (con los pies en la Tierra)


Cuando el 21 de julio de 1969, el comandante Neil Armstrong, acompañado del piloto Buzz Aldrin,  desciende del módulo lunar para dejar su huella imperecedera sobre la superficie lunar debió, sin duda, sentirse arrebatado por ese sentimiento de trascendencia que jalona toda acción pionera y que urge culminarla con una frase para la posteridad. Y vaya si la dijo. 

Seguramente, en aquel instante Armstrong, demasiado apegado a la realidad tangible, no reparara en que su acto poco tenía de excepcional, pues esa misma Luna ya había sido hoyada en incontables ocasiones por la imaginación de filósofos y poetas, astrónomos y magos, cínicos y sátiros, aventureros imaginarios, adorables embaucadores y enamorados de todo pelaje. Fantasía y razón humanas, habían recorrido y explorado sus exóticos parajes, la habían poblado con la fauna y flora más variopinta, habían conocido sus gentes, sus civilizaciones y sus ciudades, y habían surcado sus mares y océanos de evocadores nombres: el Oceanus Procellarum (océano de las tempestades), la Sinus Iridum (la bahía de los arco iris) el Palus Somni (la marisma del sueño), el Lacus Timores (el lago del temor) o el mismo Mare Tranquilitatis en el que se posó el modulo lunar americano. Ante los abigarrados paisajes de la imaginación, a Armstrong tan solo le quedó el consuelo de solazarse con, palabras propias, "la vista de una magnífica desolación".

Pero para que el hombre pudiera concebir viajar hasta la luna, siquiera como una fantasía remota, primero debía profanarla, en el sentido literal de la palabra: hacerla profana. Pues mientras la luna era una poderosa divinidad que nos gobernaba desde sus celestes alturas, llamárase Sin, Selene o Artemisa, la idea de violar su espacio era simplemente inconcebible. Tampoco es que hiciera mucha falta, pues cuando Luna era diosa, tan bella como enamoradiza, descendía por su propio pie a seducir a jóvenes hermosos que acababan pagando las consecuencias de una aventura tan desigual. Tal fue la suerte del bello Endimión, cuyo amor le valdría ganar la eternidad a costa de pasársela durmiendo. De todo ello se debiéramos deducir que si no es aconsejable para el ser humano amar a una Luna divina, menos aún es pretender explorarla.

Por eso, no es de extrañar que los primeros en abrir la veda en las imaginarias expediciones lunares fueran gente descreída y escéptica, es decir, sátiros y filósofos, mentes dadas a poner en tela de juicio bien desde el humor o de la razón, las creencias y prejuicios más arraigados, lo que comúnmente llamamos, la ley de los dioses. Inaugura esta tradición viajera, el grecosirio Luciano de Samósata, ilustre satírico del siglo II d.C y lo hace por partida doble. Sus "Relatos Verídicos" pretendían ser una burla a las exageraciones y falta de verosimilitud de los cronistas de viajes de la época, desde el reputado Heródoto a viajeros menos creíbles como Yambulo; los viajes de aquellos palidecían frente a la epopeya lunar descrita por Juliano de Samósata, pero al menos el propio autor ya advertía en el prólogo que tan sólo en una sola cosa pretendía ser veraz, "en decir que miento".

A cuenta del viaje lunar los dardos de Juliano apuntan en el "Icaromenipo" en otra dirección: Viajar a la Luna permite poner en perspectiva los anhelos, las cuitas, las glorias y miserias mundanas. Todo por cuanto porfiamos resulta ridículo y mezquino cuando contemplamos nuestro mundo desde las distancias siderales. Desde la atalaya lunar Menipo observa la Tierra y sus habitantes, sus miserias cotidianas, esas que en nuestro mundo tomamos por importantes: "los que más me hacían reír eran los que discutían por los lindes de su territorio [...]Siendo el tamaño de Grecia vista desde arriba de cuatro dedos, el Ática en proporción era una cosa insignificante. Eso me hacía pensar qué poco bastaba a esos ricos para presumir: el que más metros tenía parecía cultivar un átomo de Epicuro".

Si desde la Luna puede observarse tan bien como el hombre pierde el rumbo, descuida sus promesas y trunca sus proyectos, tal vez sea porque es allí donde esas prendas perdidas del alma van a parar. Así lo afirma Ludovico Ariosto, en su Orlando Furioso, y así lo descubre Astolfo cuando viaja hasta la luna en el carro del profeta Elías, pues en ella descubre en un valle rodeado por dos colinas, un lugar singular donde se acumulan "las cosas que perdemos por nuestra culpa, por las injurias del tiempo o por el efecto de la casualidad. No se trata de los imperios ni de las cosas que prodiga la fortuna, sino de las cosas que ésta no puede dar ni quitar [...] allí se hallan las oraciones y los ruegos que los desdichados lanzan al cielo, las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo perdido en el juego y en la ociosidad, los proyectos inútiles que no han llegado a realizarse, los deseos frívolos cuyo número llena cuasi el valle. En fin allí se ve todo lo que se ha perdido en la tierra"

Johannes Kepler, padre junto a Copérnico de la astronomía moderna, publica en 1621 "el Sueño o astronomía de la Luna" pequeño y curioso opúsculo a medio camino entre el riguroso tratado de astronomía y la fantasía cósmica. A Kepler no le animaba ninguna pretensión moralizante, sino un pícaro sentido de la divulgación científica en un tiempo en que las verdades de la ciencia podían resultar comprometedoras. La descripción del universo desde la perspectiva de un espectador lunar, permitía demostrar la falacia de las teorías geocéntricas frente a las modernas pero todavía polémicas teorías copernicanas. Duracoto, el protagonista de la ensoñación de Kepler, comprueba que desde la luna es la tierra la que parece moverse, la que tiene fases de sombra, la que se eclipsa. El cambio de punto de vista revelaba al sol como verdadero centro de nuestro sistema, y a nuestro planeta como uno más de los que orbitan en torno al astro. Todas estas ideas relativizaban la idea del hombre como centro de la Creación, y suponían un desafío intelectual lo suficientemente peligroso como para que Kepler se cubriera las espaldas camuflándo un inteligente tratado astronómico bajo el aspecto de una inocente ensoñación fantástica.

Ya en el siglo XVII, otro heterodoxo, Cyrano de Bergerac, el genial libertino en el que se inspiró Edmond de Rostand para su popular obra teatral, escribió una sagaz y divertida epopeya lunar que no alcanzó a ver publicada en vida. En su "Historia cómica o viaje a la luna" Cyrano aprovecha el espacio de excepción que le brinda la sátira fantástica para polemizar con la mayor libertad y descaro sobre los más espinosos asuntos humanos. De la mano de la sátira, la luna vuelve a confirmarse como un espacio moral, y en ella las peripecias de Cyrano no son más que una astucia argumental para ajustar las cuentas de sus deudas terrenales. A lo largo de su periplo lunar Cyrano es apresado por los habitantes de la luna y, tomado por un animal de feria, vive enjaulado haciendo monadas al vulgo local. Cyrano se las ve y se las desea para tratar de demostrar desde la lógica terrícola su humanidad frente a unos extraterrestres que parecen bastante más civilizados que nosotros. Y en esa desesperada defensa de nuestra identidad humana toda nuestra escala de valores es subvertida, nuestras creencias más firmes relativizadas, nuestra sólida imagen de lo humano y de la razón se tambalea al ser enfrentado al universo parejo y antagónico de los habitantes de la luna. Los selenitas se convierten en una contraimagen necesaria para interrogarnos a nosotros mismos y descubrir la inanidad de algunas de nuestras verdades incuestionables.
originales métodos para alcanzar la luna: Mediante un cinturón con botellas llenas de rocío (Cyrano)  transportado por una bandada de gansos salvajes (Domingo Gonsales) a cañonazo limpio (Impey Barbicane)

A lo largo de los siglos siguientes proliferan en literatura los relatos de viajes lunares, aunque se advierten progresivos cambios en el enfoque con el que se aborda el tema: pues en la misma medida que los relatos van perdiendo su dimensión moral van ganando en verosimilitud. El viaje a la luna ya no es la quintaesencia de lo imposible para contemplarse tan solo como una posibilidad remota, nos encontramos en la antesala de la ciencia ficción. A partir de entonces, conquistar la luna no es más que la nueva expresión de la humana pulsión por la exploración y la aventura, por el viaje exótico en grado superlativo, y que encuentra su inspiración en viajeros ilustres y superlativos, en Herodoto, Marco Polo y el capitan Cook; pero que encontrándose ya una tierra demasiado explorada, necesita abrir nuevas fronteras: bien hacia el centro de la tierra bien hacia la luna. La superficie del satélite es la nueva tierra ignota, el territorio virgen que se ofrece a la insaciable curiosidad humana y su sed de maravillas.

Sin embargo y de forma inesperada, en pleno siglo XIX, cuando la fe expedicionaria y científica parece encontrarse en su punto álgido, resulta refrescante descubrir una recuperación de la dimensión paródica y autocrítica de las epopeyas lunares. Edgar Allan Poe en "las incomparables aventuras de Hans Pfaall" describe con precisión científica el periplo hasta la luna de un arruinado vendedor de fuelles a bordo de un globo de confección propia. La ambición y grandeza de su aventura contrasta con la mezquindad de sus motivaciones: huir del acoso de sus acreedores. 

Pero resulta todavía más sorprendente encontrar esta vena satírica en el padre de la novela geográfica, Julio Verne. En "De la Tierra a la Luna" descubrimos una ácida crítica a la idea de progreso entendido no como medio sino como fin en sí mismo y a los burdos móviles que animan las más deslumbrantes empresas. La sociedad promotora de la aventura lunar es el estrafalario Gun-Club de Baltimore, formado por tronados ingenieros militares, un lobby armamentísitico venido a menos por el fatídico final de la guerra de Secesión y la preocupante previsión de una paz duradera. La idea disparar un proyectil tripulado hasta la Luna se antoja entonces como la única empresa con la que apaciguar su creciente ociosidad.  Verne describirá el desarrollo del proyecto de una forma tan minuciosa como maliciosa., pues el día señalado, los inefables artilleros yerran el tiro, dejando a los astronautas orbitando con su nave alrededor de la luna. Toda una lección de mala uva que el propio Verne se encargó de desbravar escribiendo una segunda parte que seguía el esquema convencional de la novela de aventuras. Poco después el entrañable Méliès se inspiraría en Verne para filmar la primera aventura espacial del cine, acercando como nunca la Luna aun a costa de dejárnosla tuerta.



En esta brevísima antología de los viajes lunares dejamos a muchos autores en el tintero, de Dante Alghieri a H.G. Wells, de Eric Rudolph Raspe a Hergé, pero creo que en estas pocas líneas queda al menos esbozado el papel que el viaje a la Luna ha jugado en el imaginario humano y su evolución. Quien alcanza la superficie de nuestro satélite se encuentra con un gigantesco espejo de feriante, que le devuelve una imagen deformada de sí mismo, pues sus estrafalarios habitantes, sus mágicas ciudades, sus paisajes de ensueño o de pesadilla no son más que el reflejo de nuestros miedos y ambiciones, de aquella naturaleza a la que aspiramos o de la que pretendemos huir. El hombre en la Luna es también el espectador excepcional de un espectáculo insólito: contemplar la Tierra, nuestra Tierra, lejana y diminuta como un satélite, pero también misteriosa, bella, inalcanzable, en una palabra, divina. Comprende entonces que la distancia, sea ésta metafórica o sideral, es la materia de la que están hechas las diosas.


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La luz que nos guía


Al caer la noche Hero enciende una antorcha desde lo alto de la torre para guiar a su amado Leandro, quien desafiando olas y mareas, cruza a nado en medio de la oscuridad el brazo de mar del Estrecho del Helesponto para gozarla por unas horas antes de regresar con los primeros rayos del sol a su patria. Hero es una bella sacerdotisa del templo de Afrodita en Sestos y, extraña paradoja, ha consagrado su virginidad para atender los sagrados servicios de la diosa del amor. Leandro es un joven no menos agraciado que habita en la orilla opuesta, en Abidos. Las fiestas de Venus, dan la ocasión para el encuentro entre los dos jóvenes que desencadena el amor, un amor que ha de ser clandestino, y obliga al esforzado Leandro a toda una gesta atlético-amorosa, retando al mar con la fuerza de sus brazos y el único aliento de la luz sostenida por Hero.

Pero la afrenta al orden divino no tardará en ser pagada, la llegada del invierno encrespa cada noche el mar y también la paciencia de los jóvenes amantes obligados a una penosa separación. Ignorando la amenaza cierta del mar embravecido Hero enciende la tea y Leandro no duda en arrojarse de nuevo al piélago. Pero el viento y la lluvia apagan la luz de Hero, privado de la luz Leandro pierde el rumbo y la vida en el tumultuoso mar. Las olas arrastran su cadáver hasta la falda de la torre y Hero desesperada se arroja desde lo alto poniendo el consabido colofón a otra leyenda de amores imposibles.
Hero y Leandro,según Paul Rubens, 1605 y William Turner, 1837

Aunque el mito de Hero y Leandro nos ha llegado a través de elegantes versiones latinas de Ovidio y de Museo el Escolástico, y de las muchas revisiones modernas pictóricas y literarias, la historia tiene todos los indicios de un claro origen marinero. Y es que ya desde muy antiguo, los navegantes más experimentados, como los griegos y los fenicios, echaron mano de toda clase de guías luminosas, fueran naturales o artificiales para prosperar en sus expediciones marítimas. La primera orientación llegó de las estrellas y permitió la navegación en alta mar y de noche, pues lo común hasta entonces era no perder la costa de vista y fondear los barcos al caer el sol. Pero ya desde mediados del s.VIII a.C se tiene noticia del uso de señales luminosas para señalar la posición de los puertos. 

Pero será en el Egipto de los Ptolomeos en el siglo III a.C cuando se levantaría en la pequeña isla de Faros una construcción formidable que habría de causar admiración entre los antiguos al punto de ser considerado como una de las siete maravillas del mundo antiguo relatadas por Antípatro de Sidón: el célebre faro de Alejandría. La misión de este gran faro de más de 130m de altura era ser una referencia inconfundible en la monótona y llana costa Egipcia. Otra de las siete maravillas, el famoso y  también desaparecido coloso de Rodas, una estatua en bronce que representaba al dios Helios de 30m fue también un faro que señalaba la entrada al puerto de la ciudad. 

Los romanos extendieron los faros a medida que se fue expandiendo su imperio: Desde el Mar Negro hasta Dover en la costa Sur Inglaterra, se erigieron numerosos y formidables faros como el de Ostia, o la Torre de Hércules, en la Coruña, el más antiguo del mundo en funcionamiento. Pero con el colapso del Imperio, los faros fueron abandonados, el comercio de ultramar desapareció y los mares volvieron a caer en la más absoluta oscuridad hasta mediados del siglo XII. Apenas algunos monasterios costeros se prestaban a encender luces en sus torreones para servir de guía a los barcos en la noche. Recurso también imitado por piratas y bandoleros, que con frecuencia encendían falsas señales de fuego para que los barcos embarrancaran y así poderlos asaltar.

Sin embargo, no hacían falta ardides y trampas humanas para temer al mar pues la naturaleza ya proveía las travesías de peligros suficientes como para temer navegar de noche. Una de las amenazas de naufragio más probable, la colisión con arrecifes próximos a la costa motivó la construcción ya en el siglo XVII de uno de los grandes hitos en la historia de la navegación: la construcción de faros en los salientes rocosos situados en alta mar. 


El primero de ellos fue Eddystone, en 1689, a catorce millas de la costa de Plymouth, construido sobre un peñasco que era engullido por el mar al subir la marea y se transformaba en una trampa invisible para los numerosos barcos mercantes. El faro fue obra de Henry Winstanley, un armador de barcos que se jugaba mucho en esa empresa. Resulta difícil exagerar la magnitud del desafío: la tecnología de la época distaba mucho de poder culminar con garantías una obra en esas condiciones, nadie tenía experiencia en construcción bajo el agua, el transporte de los materiales en grandes barcazas era sumamente penoso, las olas y mareas suponían un peligro constante y la construcción en un espacio tan limitado complicaba enormemente la obra. Con todo el faro fue finalmente levantado tras tres años de duros trabajos y el 14 de diciembre de 1689 se encendieron por vez primera las lámparas de sebo. Al año siguiente el faro fue ampliado en su base y elevado otros siete metros. El experimento fue un éxito y durante varios años cesaron los naufragios, pero el faro temblaba y crujía durante las tormentas y Winstanley decidió mudarse allí durante algunas noches para estudiar detenidamente el problema. Lo cierto es que experimentó en carne propia las limitaciones de su estructura pues en la noche del 25 al 26 de noviembre de 1703 una tremenda tormenta borró de la faz del mar al faro y al farero. Un día más tarde, un barco volvía a naufragar de nuevo en Eddystone. 
Construcción de Bell Rock hacia 1824
Dada su contrastada utilidad, el faro sería rehecho y reformado en varias ocasiones y sirvió de ejemplo para la erección en mitad del mar de otros tantos faros llevados a cabo por hombres tan ingeniosos como intrépidos: Bell Rock en Escocia, Needles Point en la isla de Wight, Fasnet Rock en Irlanda, Bishop Rock en las islas Sorlingas; Cordouan en Francia... formaron una red de atalayas luminosas que alejaban a los marineros de un más que probable naufragio a la vez que anunciaban la llegada a tierra firme. 
Bell Rock, Needles Point (Inglaterra) Fastnet Rock (Irlanda) Cordouan  (Francia)

Aunque lo cierto es que en los comienzos, el brillo de sus luces dejaba mucho que desear: la mayor parte de los faros eran iluminados por medio candelabros con velas de sebo, o lámparas de aceite.  Ambos sistemas producían mucho humo, suponían una amenaza constante de incendio e iluminaban poco, sólo en óptimas condiciones podía verse su débil destello a 7 millas de distancia. El empleo de espejos curvos para dirigir la luz y la lámpara de Argand permitieron amplificar su potencia hasta la llegada en el siglo XIX de la lámpara de gas y la célebre lente de Agustín Jean Fresnel, que por medio de círculos concéntricos permitía focalizar la luz de difusa de la combustión en un haz dirigido. 

Pero a los desafíos de la ingeniería para levantar e idear los faros le sucedía otro aún mayor: mantenerlos en funcionamiento. En estos diminutos peñascos sometidos a todas las inclemencias marinas el oficio de farero se ejercía con no pocas dosis de heroísmo. Las tareas, aunque pocas, eran siempre pesadas, pues las condiciones de confinación y aislamiento las hacían aún más arduas: el farero debía encender, mantener y apagar las luces, ejercer de vigía y ser el primer socorrista en caso de naufragio, pero sobre todo debía sobrevivir en un miserable peñasco, conseguir víveres y combustible en continuos viajes a tierra firme y resistir al pavoroso aislamiento al que podían someterlo las tormentas que podían prolongarse durante días fiando su vida a la resistencia de la construcción frente al embate furioso de las olas, todo para cumplir con el trascendental cometido de mantener viva una guía de luz en mitad de la noche.

Tal vez por eso siento especial predilección por el modo en que los ingleses nombran a estas solitarias y airosas construcciones, lighthouses (casas de luz) pues su etimología parece reforzar una imagen ya de por sí trasparente: frente a un mar nocturno y brutal que representa la irresistible atracción de la muerte, los faros, sean éstos reales o metafóricos, simbolizan la promesa luminosa una tierra firme, de la seguridad, del hogar, del amor y, en definitiva, de la vida. También nosotros, cuando la noche juega a extraviarnos, nos aferramos con anhelo a la guía incierta de las luces en el horizonte. No de otra forma sabemos que mientras Hero sostenga la lámpara encendida sigue viva la esperanza de escapar a nuestro propio naufragio.