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El Apetito de las Polillas




Existe algo íntimamente perturbador en el furioso espectáculo de la polilla revoloteando confusa alrededor de una fuente de luz. Más allá de la fascinación o repulsa que la escena provoca, subyace un sentimiento compasivo hacia esa fatal hipnosis que cautiva a la criatura hasta el punto de hacerle anhelar la trampa de una fatal incandescencia. 


A poco que pensemos parece  contradictorio que un animal nocturno sienta un apetito semejante hacia la luz artificial en lugar de huir de ella como hacen otros especímenes noctívagos. La explicación más extendida entre la comunidad científica es que las polillas orientan su vuelo en relación a la luna, haciendo que ésta siempre quede a un lado de su cuerpo. La distancia enorme de la luna impide cualquier tipo de aproximación por lo que el vuelo permanece rectilíneo. Pero cuando este insecto topa con una bombilla esta distancia absoluta desaparece y su sistema de orientación queda completamente confundido De esta forma la polilla revolotea alrededor de la fuente de luz tratando que esa falsa luna quede siempre alineada a uno de sus costados.

El engaño producido por esta luz falaz, inspiró en 1983 al ensayista Guy Debord, un ingenioso título en forma de palíndromo en latín para un documental que denunciaba los males de la sociedad de consumo: “In girum imus nocte et consumimur igni” (Damos vueltas en la noche y nos consumimos en el fuego”). La metáfora era evidente. Nosotros, los humanos, también actuamos como polillas, revoloteando hipnotizados frente a los falsos esplendores de la sociedad del consumo, para finalizar, como ellas, consumidos en su fuego. 
Pero el efecto hipnótico del resplandor nocturno, ha cautivado a hombres y mujeres mucho antes del advenimiento de la moderna sociedad de consumo. Sucedía ya en el París de finales del s.XVIII, en los albores de la revolución industrial, cuando al caer la noche sus habitantes emergían como insectos voraces de luz en busca de teatros, bailes y cafés donde aplacar su apetito nocturno. 

Efectivamente, los sucesivas mejoras en el alumbrado urbano democratizaron un viejo privilegio aristocrático: el ocio nocturno. Hasta mediados del siglo XVIII la posibilidad de realizar fiestas durante la noche exigía un dispendio tan enorme en iluminación artificial que tan solo las élites cortesanas, y entre ellas solo las más pudientes, podían permitírselo. De tal suerte que estas fiestas resultaban una excelente oportunidad para la ostentación de la riqueza personal. 

Aquellos que se aventuraban a la escasa y poco reputada oferta de ocio nocturno, se adentraban en un mundo descarnado donde a menudo se cruzaba la frontera del delito: tabernas poco recomendables, salas de juego clandestinas, billares y precarios prostíbulos, conformaban el espectro de los placeres y divertimentos de la noche. 

Pero la extensión del alumbrado público fue modificando de manera imparable el paisaje del ocio y las pautas de comportamiento de los habitantes de las ciudades, que progresivamente demandaban nuevas formas de satisfacer sus apetitos nocturnos.

Baile en el Moulin de la Galette. Auguste Renoir, 1876
A finales del siglo XVIII estas hipnóticas burbujas de luz que anunciaban el ocio y el placer se situaban en el exterior de las ciudades, pues hasta entonces pesaba sobre los teatros una antigua prohibición de instalarse dentro del recinto amurallado de las mismas. Por si fuera poco, junto a ellos, se situaban otras atracciones: cafés y merenderos, como las guinguettes a la orilla de los ríos o en los molinos (como el posteriormente célebre Moulin de la Galette) que se situaban en Montmartre, por aquel entonces un arrabal a las afueras de París. También era posible encontrar salas de baile, circos, echadores de cartas y exposiciones de curiosidades, en una burbuja de luz que cobijaba por igual a aristócratas y clases populares.

Las sucesivas transformaciones urbanas marcarán el regreso del ocio, las luces y sus enjambres de noctámbulos al corazón de las ciudades. Por una parte la ciudad crece y engulle aquellas zonas suburbiales donde se instalaba el ocio de tal suerte que este quedaba integrado en su mismo núcleo. Por otra parte, todo se acelera con la introducción del alumbrado de gas a partir de 1820, abrigando a las ciudades bajo un gran manto de luz. Finalmente la transformación urbanística de París del barón Haussmann entre 1852 y 1870, cambiará de forma radical aquella fisonomía precaria del ocio nocturno de lo tenderetes efímeros y de los casetones de feria. En el recién estrenado escenario de los boulevares, generosamente iluminados por las farolas de gas se situará una renacida arquitectura del espectáculo en todo su esplendor: salas de teatro, cafés concierto, music halls, y a la cabeza de todas ellas, la fastuosa Ópera de Garnier.

En los nuevos boulevares, al caer la noche y bajo la luz de las recién instauradas farolas de gas, también revoloteaba otro enjambre de hambrientas polillas, aquel que formaban la legión de prostitutas de toda edad y condición, que recorrían las calles a la caza de clientes. 

Prostitución en el Palais Royal
 Las autoridades se esforzaban por controlar, o cuanto menos reglamentar su proliferación, tratando de diferenciar entre la prostitución tolerada y la clandestina. Las primeras estaban inscritas en la Prefectura y eran conocidas como las “filles soumises”, y debían cumplir con algunas limitaciones en la oferta de sus servicios: un horario que restringía su exhibición apartándolas de la castidad del día, pero también de lo más profundo de la  noche. También observaban restricciones en sus lugares de captación de clientes como los jardines públicos, los pasajes o los alrededores de las iglesias. 

Sin embargo, allí donde no alcanzaba la prostitución tolerada de las filles soumises llegaba la clandestina de las filles insoumises: más audaz y libre, pero también más precaria y vulnerable. En ocasiones se trataba de una prostitución informal y oportunista, una fórmula eventual para escapar de la miseria, o como complemento salarial. Las más habituales se exponían a la represión policial y por eso identificarlas no siempre era tarea sencilla: a menudo vestían ropas de bailes escotadas y cuellos engarzados de abalorios, ofreciéndose a formas de seducción ostentosas y a un ambiguo comercio de la carne. A principios de siglo era frecuente encontrarlas en las calles o en las trastiendas de los mercaderes de vino. A finales del siglo XIX juegan a confundirse con las bailarinas profesionales en las populares salas de baile de Montmartre, auténticas trampas de luz en la noche del París de la Belle Époque

Es en las fiestas nocturnas de los salones de ocio como L’Elysée Montmartre, La Boule Noire, Le Bal de la Reine, el popular Moulin de la Galette o el exclusivo Moulin Rouge, donde al sonido de grandes orquestas se arremolinan los insaciables bailarines. Suenan nuevos y frenéticos ritmos, como la polka y se innovan las formas de baile: a la antigua contradanza del siglo XVIII le suceden la quadrille y el chahut, en las cuales comenzarán aparecer figuras acrobáticas como el “tulipán tormentoso” (tulipe orageuse) en el que las chicas levantaban las faldas girando sobre sí mismas. Bailes, en definitiva, que anticipaban la gran explosión popular del cancán francés. Todas estas desinhibidos bailes no estuvieron exentas de sus contrapesos y controles por parte de las autoridades. Y así, un inspector especial apodado, por los clientes el Padre Pudor velaba porque las bailarinas llevaran bien puestas sus enaguas en el momento de levantar sus piernas de manera espectacular. 

Con el cancán algunos de sus bailarines alcanzaron una fama sin precedentes tan solo a la altura de sus excesivos sobrenombres: Grille d'Égout (Reja de Alcantarilla), Nini Pattes-en-l’air, (Nini Patas al Aire) la Sauterelle (el  Saltamontes), y reinando sobre todos ellos, Jane Avril (de nombre real Jeanne Louise Beaudon)   Valentin le Désossé (Valentín el Deshuesado) y Louise Weber más conocida como “la Goulou”, (La Glotona)  así apodada por su costumbre de subirse a las mesas y beberse las consumiciones de los clientes. Ambos bailarines quedaron inmortalizados en los carteles diseñados por la mano de otro animal nocturno: Henri de Toulouse-Lautrec. 

La Goulou y Valentin le Dessossé por Toulouse Lautrec. 

Nacido en el seno de una familia de la alta aristocracia francesa, Lautrec tomó el partido de la vida bohemia y encabezó el grupo de jóvenes artistas que se sumergió con avidez en el trasiego de la vida moderna y el ocio noctámbulo del París finisecular. Nadie como él habitó la fiebre nocturna de los cabarets y los prostíbulos. Nadie sucumbió como él al infierno de los placeres desmedidos, del alcohol y de las putas. Pero tampoco nadie retrató con una sensibilidad tan falta de prejuicios morales, aquellas vidas a caballo entre el oropel del espectáculo y la marginalidad lumpen.
En el Salon de la rue des Moulins, Toulouse Lautrec, 1894

El final de aquellas frenéticas criaturas hipnotizadas por la luz que poblaron el imaginario artístico y nocturno del París fin-de-siecle fue, con demasiada frecuencia, cruel: muchos de ellos quedaron devastados por la sífilis como el propio Toulouse-Lautrec, pero también Paul Gauguin, Guy de Maupassant, George Seurat, Jules Gouncourt o Charles Baudelaire.

El destino tampoco fue amable con muchas de aquellas mujeres que se entregaron al sacerdocio de los efímeros placeres de la noche. El declive de sus nombres corrió paralelo al de su juventud. En el mejor de los casos, cayeron en un progresivo olvido, pero no todas corrieron esa forma de expiación silenciosa.  Jane Avril acabó casandose con un pintor alemán que dilapidó sus bienes dejándola moir en la pobreza más absoluta.

En cuanto a Louise Weber, su suerte cambió el día que decidió abandonar el Moulin Rouge. Ignoraba, quizá, que era Montmartre y su noche quien había construido su alma, y no ella quien la había dado al lugar. A partir de entonces, se suceden en su vida amores y negocios en declive: intentó producir sus propios espectáculos, abrir salas de baile, incluso probó suerte con la danza del vientre. Pero la fortuna le había abandonado y el alcohol ya tomaba las riendas de su vida.

En, 1929 ya en el lecho de muerte, tras años de penoso trasiego por la vida, la más febril de las polillas aún encontró las fuerzas para inquirir al sacerdote que le estaba administrando la extremaunción: "Padre, ¿usted cree que Dios podrá perdonarme? yo soy la Goulue"


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Esa vida que soñé



En el año 1999 los hermanos Wachowsky estrenaban Matrix, una película que estaba llamada a convertirse en un clásico inmediato de la ciencia ficción. En ella, el héroe protagonista descubría con asombro que aquella vida rutinaria y banal en el que había pasado buena parte de su existencia no era más que un inmenso sueño digital compartido por toda una humanidad adormecida y controlada por las máquinas que gobernaban el mundo al otro lado de nuestra conciencia. 

El éxito de la película fue arrollador y en su momento conoció entre sus innumerables fieles no pocos brotes de paranoia  e ingenuos acercamientos a la vieja y árida rama filosófica de la ontología. 

Porque pese a su estética vanguardista e innovadora, lo cierto es que Matrix hundía sus raíces en una idea que de forma recurrente había sobrevolado el pensamiento filosófico y espiritual a lo largo de la historia: ¿Está hecha nuestra existencia de la misma materia de los sueños?

Dicho de otra forma, dado que mientras soñamos, la viveza e intensidad de nuestras ensoñaciones nos impide cuestionar la veracidad de lo soñado, por absurda que sea. ¿Cómo estamos seguros de que cuanto vivimos despiertos no es sino otra forma más sofisticada de ensueño del que tal vez algún día lleguemos a despertar?

Al fin y al cabo nuestro cerebro, ese centro a partir del cual se construye nuestra imagen del mundo, es una caja cerrada sin contacto directo con la realidad exterior. Todo aquello que percibimos no es más que una reconstrucción de nuestro sistema nervioso que reinterpreta las señales eléctricas que le llegan a través de los sentidos. Pero ¿con qué fidedignidad? y sobre todo ¿quién garantiza que las ventanas de nuestros sentidos están realmente abiertas cuando estamos despiertos? ¿acaso no creemos en la existencia del mundo que soñamos mientras dormimos? 

 La neurología nos aporta una explicación a esa asombrosa credulidad en las horas del sueño. Efectivamente, cuando dormimos nuestra actividad cerebral varía sustancialmente respecto a nuestra vigilia y, como resultado, nuestra conciencia muestra un comportamiento alterado. El análisis de la actividad neuronal durante el sueño mediante electroencefalograma (EEG) muestra una intensa actividad en el sistema límbico subcortical (área encargada de nuestra gestión emocional) y por el contrario una baja actividad en el córtex frontal (ámbito donde residen buena parte de nuestras capacidades para el pensamiento abstracto y la autoconciencia) La forma de los sueños, nuestro comportamiento en ellos, es una consecuencia directa de estas pautas de activación cerebral. Durante los sueños nos dejamos arrastrar irreflexivamente por las desatadas pasiones que nos atropellan. Y lo que es más importante: habitamos los sueños sin cuestionar su sustancia ni su realidad por ilógica que ésta nos resulte. Somos incapaces de caer en cuenta de su condición ilusoria hasta que despertamos. La pregunta consecuente no se hace esperar ¿podría suceder lo mismo cuando estamos despiertos?

Esta pregunta subyacía en el radical método con el que René Descartes (1596-1650) trató de alcanzar una verdad, por mínima que fuera, que pudiera considerarse indubitable. Tal vez inspirado por la falsa conciencia del mundo que nos ofrecen los sueños Descartes puso en cuestión la realidad tal y como se ofrecía a sus sentidos, pero también la lógica con la que lo pensamos. Al final de este largo proceso de descrédito de lo real, Descartes creyó llegar a sostener una máxima de mínimos, el único principio fiable a una conciencia incrédula: Cogito ergo sum. Más allá, de esa idea primordial, todo podía ser considerado ilusión, falsedad, fantasmagoría, en definitiva: sueño. 

A esa misma idea, aunque alcanzada por métodos menos analíticos, acababa también llegando el príncipe cautivo de “La Vida es Sueño”, la célebre obra teatral de Pedro Calderón de la Barca. Prisionero hasta donde alcanza su memoria, Segismundo es engañado y cree que la breve libertad de la que ha disfrutado por un día no ha sido más que un sueño. Como resultado, el protagonista termina dudando de la entera realidad de la existencia humana:
¿Qué es la vida? un frenesí
¿Qué es la vida? una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños sueños son.
Descartes y Calderón, esto es, la filosofía y el drama barrocos, ponían en duda la sustancia de la realidad pero no alcanzaron a cuestionar al sujeto pensante, dueño al fin y al cabo de una existencia soñada. Y sin embargo, casi dos milenios antes, en China, los sabios taoístas, con su sentido circular del cosmos y su concepción fluida del ser, ya nos habían legado una brevísima y delicada parábola, que desde su absoluta sencillez destruye toda oposición entre soñador y soñado, y hace temblar los cimientos de cuanto creemos que somos: 

“Érase una vez, Zhuang Zhou soñó que era una mariposa, una mariposa revoloteando felizmente. No sabía que él era Zhou. De repente, despertó y era palpablemente Zhou. No supo entonces si era Zhou, quien había soñado que era una mariposa, o una mariposa soñando que era Zhou“



“La Parábola del Sueño de la Mariposa” del Zhuangzi (“el libro del maestro Zhuang”, s. IV a.C.) nos sumerge en una dialéctica circular de la que no podemos estar seguros de nuestro estatus ontológico. ¿Qué entidad tiene cuanto soñamos? ¿ y nosotros? ¿acaso somos también  el mero producto de un sueño?. Por extraña que parezca esta idea a los ojos de Occidente a los ojos de los primeros habitantes Australia, la respuesta era clara: sí.

En efecto, en las cosmogonías de los aborígenes australianos (un variado abanico de credos y panteones regionales) el mundo que conocemos, éste que pisamos y tocamos con nuestras manos, fue fundado en una era primordial, conocida como el “Tiempo del Sueño”, un espacio-tiempo mágico habitados por entidades divinas cuyos actos fundacionales dieron origen las reglas que conformaron nuestro mundo. En abierto contraste con la ciencia ficción de Matrix, y de forma aún más sorprendente, en el sistema totémico australiano es el mundo onírico el que gobierna y controla nuestros destinos: nombra y da forma a las cosas, establece las leyes naturales y las conductas consuetudinarios, en definitiva, nos da la vida y el Ser.  


Pero sin duda es en la cosmogonía hinduista donde encontramos el refinamiento último de esta compleja dialéctica entre lo real y lo soñado. El prolijo panteón hindú está presidido por el Trimurti (la tres formas):  Brahma, la divinidad creadora, Vishnu que preserva el universo y Shiva, la potencia destructora. Sin embargo, como sucede en buena parte de las religiones politeístas, la identidad y función de estas divinidades es flexible y cuenta con diversas versiones, que a menudo se resuelven a través de las diferentes personificaciones o avatares con las que los dioses son representados. 

Maha Vishnu es el avatar que encarna el aspecto más grandioso de Vishnu y su verdadero potencial creador. Bajo esta apariencia, el dios se nos muestra acostado y de su sueño yóguico (yoga-nidra) emerge los distintos universos,  mientras sueña todas las actividades de los seres que en ellos habitan. 
 Escultura representando el yoga-nidra de Vishnu. 
Existe, sin embargo, otra versión del mito sostenida por las corrientes vishnuístas que da una vuelta más de tuerca en esta poliédrica jerarquía entre lo real y lo onírico. Según este relato, es Vishnu quien sueña a Brahma, la divinidad creadora, 
quien a su vez crea el cosmos a partir de una emanación de su pensamiento. Para los vishnuístas el universo que habitamos no es siquiera sueño, sino el pensamiento de un ser que a su vez, ha sido soñado.  

A aquella etnia, cultura o individuo que alcanza a vislumbrar dudas semejantes sobre la sustancia real de su existencia, deben antojársele vana y estéril toda ambición y todo orgullo humano. Pues, tomado desde esta perspectiva, cuanto creemos odiar o amar, cuanto poseemos o anhelamos, todo cuanto, en definitiva, somos, no es más que sueño; o peor aún: un sueño dentro de otro sueño. ¿Cabría imaginar desesperanza mayor? 
Esta desazón profunda por un mundo inasible del que nada podemos retener encontró también un espíritu que la soñara.  En 1849, Edgar Allan Poe publicó “A Dream within a Dream”,  el conmovedor lamento ante una existencia evanescente a la que no sabemos cómo aferrarnos: 

¡Toma este beso sobre tu frente!
Y, me despido de ti ahora,
No queda nada por confesar.
No se equivoca quien estima
Que mis días han sido un sueño;
Aún si la esperanza ha volado
En una noche, o en un día,
En una visión, o en ninguna,
¿Es por ello menor la partida?
Todo lo que vemos o imaginamos
Es sólo un sueño dentro de un sueño.

Me paro entre el bramido
De una costa atormentada por las olas,
Y sostengo en mi mano
Granos de la dorada arena.
¡Qué pocos! Sin embargo como se arrastran
Entre mis dedos hacia lo profundo,
Mientras lloro, ¡Mientras lloro!
¡Oh, Dios! ¿No puedo aferrarlos
Con más fuerza?
¡Oh, Dios! ¿No puedo salvar
Uno de la implacable marea?
¿Es todo lo que vemos o imaginamos
Un sueño dentro de un sueño?

"Un sueño dentro de un sueño" 
Edgar Allan Poe, 1849.

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De cenotafios y colmenas

Los apologetas del genio individual se enfrentan a un simpático dilema cuando descubren la cautivadora obra de Monsu Desiderio, quien produjo buena parte de su trabajo en el Nápoles de principios del s. XVII. Lo que resulta desconcertante en este singular autor es que tras su originalísimo estilo, y peculiar sobrenombre no se oculta un artista, sino dos. Dos pintores franceses nacidos en Metz que, tras un largo periplo, acabaron desarrollando su singular talento en el Sur de Italia: François de Nomé y Didier Barra.

La obra de Monsu Desiderio, partía de aquella vieja fascinación por el paisaje urbano del Quatrocento italiano pero se distancia de su imaginario idealizado y luminoso al imprimirle un oscuro y personalísimo sello. Mientras que en las escenas del primer Renacimiento encontramos un espacio guiado, de un modo tan directo como ingenuo, por las estrictas leyes de la perspectiva, en las composiciones de Desiderio hallamos un amontonamiento de arquitecturas que conforman un espacio urbano caprichoso y ensoñado, una suerte de anticipación barroca de los espacios alucinados y límpidos que Giorgio de Chirico idearía a principios del siglo XX.

La imagen onírica viene reforzada por la atmósfera nocturna que envuelve estas escenas. La noche en Desiderio no es la noche plácida que invita al reposo, ni la estrellada que conduce a la inspiración, sino aquella inquietante y tenebrosa que anticipa el apocalipsis. En efecto, buena parte de sus cuadros retratan diferentes escenas de hecatombes legendarias: la caída de la Atlántida, la torre de Babel, Sodoma y Gomorra.  Incluso allí donde el tema no lo precisara la escena parece engullida por telón de fondo que se alza oscuro y amenazante.


Lo fascinante en Desiderio es como traslada el peso narrativo de la escena de la figura humana a la arquitectura. Frente a unos personajes jibarizados que actúan de manera testimonial, el drama se traslada a los muros y columnas de palacios tan magníficos como lúgubres. Desiderio es un maestro en la elocuencia de lo inerte. En este sentido las arquitecturas de sus cuadros parecen doblemente petrificadas, se yerguen ante nosotros como herméticos jeroglíficos, carentes de interior, como si jamás hubieran albergado a los vivos. ¿Acaso a los muertos? tal vez ni eso. De la severidad de las fachadas que anuncia la inminencia de su ruina colegimos el carácter simbólico del cenotafio: un monumento a los difuntos, pero sin difuntos.

 Aunque tal vez nuestra interpretación de la obra Desiderio esté empañada de un sesgo excesivamente romántico. Al fin y al cabo, esos paisajes lúgubres, jalonados de arquitecturas herméticas y fantasmales que se erguían en mitad de una oscuridad opresiva, debieron ser una estampa frecuente, por no decir omnipresente, en el Nápoles de principios del siglo XVII. A la nula iluminación pública, se sumaba una paupérrima iluminación privada, las familias apenas contaban con unas pocas horas de la tenue luz de un hogar, una vela o una lámpara de aceite. El aventurado paseante nocturno no podía contar en absoluto, con que un poco de esa luz hogareña se desparramará más allá de los confines de la casa para orientarle en mitad de la noche. Y no tan sólo por lo exiguo de la luz, sino también porque en aquel entonces pocas ventanas, apenas las de las casas más nobles, y a veces ni eso, contaban con vidrios en sus ventanas. El resto de las viviendas se contentaban con cerrar los vanos con hules, lienzos e incluso papeles impermeabilizados, de tal suerte que al alcanzar la noche, cada edificio se convertía en un recinto hermético e inexpugnable: el efímero panteón de los durmientes.

El vidrio apenas era empleado durante la Edad Media en las grandes vidrieras de las catedrales y en los castillos de los nobles. Como la técnica no permitía la fabricación de grandes paños, los vanos en los muros acostumbraban a ser pequeños y las carpinterías muy tupidas. El material no comenzó a extenderse por Europa, y de forma muy desigual hasta el siglo XVI. Fue en los Países Bajos de este período donde los constructores locales adoptaron de forma extensa grandes ventanales vidriados, conformados por pequeños cuarterones, que acabarían dotando a las casas holandesas de su singular personalidad.

Pieter Janessen Elinga
Durante el día los hogares gozaban de una luminosidad incomparable, que fue  celebrada por los grandes pintores neerlandeses.  Las casas establecieron una nueva relación con el exterior, abriendo vistas al paisaje urbano. 

Pero esta permeabilidad de la mirada se invertía al caer la noche. Tal y como podemos comprobar empíricamente, la transparencia del vidrio sólo se produce desde el lado más oscuro hacia el más iluminado, mientras que en la dirección contraria la transparencia se convierte en reflexión. Por tanto, si los nuevos ventanales vidriados eran capaces de ofrecer una cierta protección de la privacidad a lo largo del día, durante las horas nocturnas invertían el sentido de su transparencia revelando impúdicamente la intimidad de los hogares, transformados en pequeñas escenografías de lo doméstico.

Fue de esta forma como, gracias a la mejora constante de la iluminación doméstica, y la apertura de mayores y más generosos ventanales, aquel perfil lóbrego de la ciudad nocturna, fue paulatinamente perforado por pequeñas celdas de luz que aquí y allá se iban abriendo en mitad de las oscuras masas de piedra. Aquellos volúmenes densos y compactos de la  arquitectura en la noche comenzaron a transformarse en luminosas colmenas:  formas  huecas y permeables, capaces de albergar a los vivos. Y a su vez, aquellos cenotafios mudos e insondables en teatros imprevistos de la intimidad doméstica. En aquellos imprevistos escenarios se perfilaban las siluetas y la vida que palpitaba en el interior de aquellas arquitecturas otrora opacas y silenciosas.

Resulta siempre llamativo, como en ocasiones el goteo leve pero tenaz de gestos inadvertidos y modestos puede a la postre alcanzar la fuerza torrencial que asociamos a los cambios sociales y estéticos más relevantes. Aquella inversión de la mirada nocturna producto de la iluminación y la transparencia introdujo una nueva conciencia de la intimidad en los hogares. Expuestos ahora a la vista de noctámbulos y mirones, los sistemas de protección frente a la mirada intrusa no tardarían en aparecer: cortinajes visillos, contraventanas.

Con todo, esta nueva estampa de la escena doméstica encuadrada e iluminada en mitad de la noche, como una pequeña escenografía de la vida íntima, quedó grabada en el imaginario colectivo como una tentación asequible, una invitación irrenunciable a la curiosidad fisgona, ávida de conocer los inconfesables secretos que se esconden tras la santidad de los hogares que se cerraban sobre sí mismos al caer la noche. Esta querencia chismosa acabaría convirtiéndose en un cliché irrenunciable de los relatos policiales, en el que el juego de pantomimas y sombras chinescas recortadas en la luz se ofrecía como un jugoso recurso para el equívoco y un reto para la mente deductiva, al punto que Hitchcock lo convertiría en el tema central de su célebre película “La Ventana Indiscreta” de 1954.


Cayendo en la misma pulsión fisgona pero con intenciones estéticas y narrativas bien distintas el fotógrafo alemán Michael Wolf abordó su serie fotográfica “Window watching”, en la que el objetivo de su cámara se colaba furtivamente en las celdas luminosas de las tupidas e infinitas colmenas de la densa Hong Kong. Las imágenes de Wolf muestran retazos del alma viva que se esconde tras la jungla de cemento y que tan sólo puede ser revelada observando cada una de las celdas de la inmensa colmena que se iluminan en mitad de la noche. Pero es ese mismo carácter de celda el que imprime a las imágenes ese aroma de aislamiento y hastío que asola a la muda comunidad de los insomnes.




En la serie “Transparent City” realizada en Chicago años más tarde, Wolf aproxima y aleja el objetivo alternativamente para revelar la magnitud de la colmena humana. Frente al imponente escenario de los rascacielos atravesados por millares puntos de luz, uno parece escuchar el verdadero zumbido de la gran urbe americana. Pero este ruido gregario está a su vez formado por precarios episodios individuales que sólo son visibles cuando la colmena se ilumina en mitad de la noche haciendo evidente su consistencia porosa y su alma viva.

Transparent City” también alude a aquel viejo ideal de los padres de la arquitectura moderna que fijaron para las generaciones futuras de arquitectos la imagen de construcciones completamente diáfanas y cristalina, cuya honestidad y transparencia constructiva debía correr en paralelo a la honestidad y transparencia moral de sus moradores, pues su vida privada ya no contenía barrera alguna al ojo público. Fue tal vez Mies van der Rohe, quien de manera más radical dio forma a esa ética y estética de lo transparente. Ya en fecha tan temprana como 1919, idea un rascacielos para la Friedirichstrasse de Berlín, un imponente edificio de líneas expresionistas, semejante a un gélido acantilado cuyas fachadas en vidrio y metal permitían la penetración total de la luz y la visión.




Aquella poderosa imagen, más premonitoria que utópica, se haría realidad cuando Mies van der Rohe inicia su etapa americana, y aquellas arquitecturas transparentes y ensoñadas cobraron la consistencia de lo real.  Una realidad que, sin embargo, Mies se encargó de desmaterializar hasta sus últimas consecuencias: en su célebre casa Farmsworth, la idea de la construcción es reducida a su mínima expresión, apenas tres planos horizontales para definir suelos y techos, y los elementos indispensables para sostenerlos, todo lo demás pura transparencia y pura luz. La colmena se desvanece de puro etérea.

Mies van der Rohe sentó un canon que sería ampliamente replicada por los arquitectos modernos y cuya influencia aún perdura en nuestros días, hasta el punto que esta estética de la arquitectura desmaterializada se asimila indefectiblemente al genuino espíritu moderno. Tal vez por ello la obra de Hugh Ferriss nos resulta tan atractiva como desconcertante. Ferriss, arquitecto de formación, pero dibujante por vocación desarrolló una original obra como delineante y grafista, realizando perspectivas de los grandes rascacielos que se construyeron en Nueva York a principios de siglo, o desplegando poderosas imágenes de utopías arquitectónicas y colosales obras de ingeniería fantástica, en dibujos llenos de dramatismo y sentido escenográfico. Sin construir nada de relevancia los dibujos de Ferriss influyeron enormemente en la forma de concebir la arquitectura de toda una generación de arquitectos. Pero si comparamos sus imágenes con las del rascacielos de Mies para la Friedrichstrasse, percibimos que le anima un espíritu completamente opuesto. Frente a la evanescencia de la colmena miesiana, Ferriss nos devuelve a la grave solidez de los cenotafios de Desiderio, trasladados esta vez a un contexto plenamente moderno.

En efecto, en mitad de una atmósfera dramática y nocturna los rascacielos de Ferriss se yerguen como antaño lo hicieron los palacios de Desiderio, opacos y densos, solemnes y misteriosos.  Las formas, por supuesto, han variado, el paisaje se ha tecnificado, el espacio parece más limpio y ordenado y, sin embargo, sospechamos que el enigma que encierran continúa siendo el mismo. Más allá de su altiva presencia, la noche les delata: también son construcciones vacías, puro signo, en definitiva, cenotafios. O tal vez algo peor: la oscura premonición de una catástrofe que aún está por alcanzarnos.




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Oscuro Objeto de Deseo

Cada arte se define por la suma de sus virtudes y sus conflictos. Ellos son las fuentes de las que emergen tanto su voz expresiva como sus elocuentes silencios. Cada arte nos habla de una faceta de la realidad a la vez que calla sobre otra. Por eso, si interesante es dejarse guiar por la forma particular en que cada arte nos descubre lo real no menos apasionante es conocer la cara que ha quedado oculta a su mirada.
Así, la pintura, se expresa iluminando el instante, pues es el arte que apela a nuestra visión fijando en la tela un presente eterno y luminoso. Cada trazo congela en el lienzo una realidad fugaz, cada pincelada es un bocado de luz que revelará finalmente la escena representada. Por el contrario, tiempo y oscuridad resultan a la pintura cuerpos extraños pues conducen inevitablemente hacia lo  inaprensible y lo inefable
La representación pictórica del mito de Eros y Psique nos ilustra perfectamente este  principio acerca de las cualidades y los límites de la pintura, pues nos plantea una singular paradoja acerca de la visión. De la mano de Apuleyo conocemos la historia de Psique, princesa bellísima que fue raptada por el viento y llevada al palacio encantado de Eros, donde el mismo dios pretendía desposarla. Por la mañana un séquito de presencias invisibles la agasaja con toda clase de obsequios humanos y divinos que han de prepararla para la noche de bodas: sus etéreas criadas le preparan el baño y como transportados por una ligera brisa, llegan a su mesa los platos más exquisitos mientras de los rincones de palacio resuena una dulce melodía de cítara acompañada de un melodioso coro de voces incorpóreas.
Solo al caer el velo de la noche llega a palacio Eros, y como una ciega brisa de dulzura y pasión penetra en el lecho y en la carne de Psique consumando en la más absoluta de las oscuridades el matrimonio entre lo humano y lo divino. Pero antes de que los primeros rayos del sol alumbren su unión el huidizo esposo abandona la estancia.  Es entonces cuando Psique conoce la condición y el precio por disfrutar de tan divinos placeres: es forzoso que sus ojos nunca contemplen el aspecto de su olímpico esposo.

François-Eduard Picot, "Eros y Psique" 1817

Es bien sabido que de la ley nace el drama, pues a cada norma le corresponde su trasgresión y a cada trasgresión su conflicto.
 A fuerza de repetirse, este ritual de ciega pasión se instala en la rutina y en el corazón de Psique hasta embriagarla de amor. Pero este estado de felicidad se verá roto cuando las hermanas de Psique la visitan en su  palacio y asisten entre asombradas y envidiosas el esplendor que por doquier se ofrece. El inquisitivo interrogatorio sobre la identidad de su amante no se hace esperar. Psique resiste pero a la postre se ve forzada a confesar que desconoce el aspecto de su marido. A las envidiosas hermanas no les cuesta sembrar el veneno de la duda en la cabeza de la princesa. ¿Cómo puede saber ella si quien se oculta tras la oscuridad no es el divino amante sino un monstruo infernal?
Hundido el aguijón de la sospecha los días sucesivos se convierten en Psique en un torbellino de emociones, la muchacha aguarda la llegada de la noche consumiéndose en mil y una dudas, batiéndose entre el horror y el deseo, aguardando con anhelo pero también con terror la llegada de su esposo. Hasta que, siguiendo el consejo funesto de sus hermanas, decide resolver el misterio, y pertrechada de una daga y una lámpara de aceite, aguarda a que su amante se haya dormido tras haberla colmado nuevamente de placeres.
Es en este punto donde el pintor decide congelar la imagen que debe rendir cuenta de toda la historia: cuando Psique, daga en mano levanta la lámpara sobre el cuerpo dormido de Eros descubriendo aliviada la angelical estampa de su esposo. Un instante más tarde una gota de aceite hirviendo caerá sobre Eros, quien al despertar sobresaltado descubrirá la traición de Psique. La tragedia se ha desencadenado.
"Eros y Psique" Joshua Reynolds,1789
El instante tradicionalmente escogido por la representación pictórica de este célebre relato parece sin duda pertinente desde la vocación natural la pintura: iluminar un instante congelado. Dicha escena nos conduce a interpretar el mito como un relato moral sobre los peligros y límites de la curiosidad humana.
Pero leída fuera de los límites de la expresión pictórica, interpretándola al abrigo de la oscuridad, el cénit de la historia se desplaza hacia otro instante: aquel que precede a la revelación luminosa, cuando la noche cerrada es el oscuro telón de una espera que oscila entre el miedo y el deseo.
Mientras la noche perdura, la imagen del ángel y de la bestia se solapan y confunden en la imaginación de Psique; la espera agranda su impaciencia, la oscuridad su incertidumbre. Con la razón turbada por una imaginación que corre desbocada, para cuando el dios accede al lecho, Psique es ya puro instinto a merced del dios: mientras su sexo es penetrado al unísono por el terror y el deseo la joven accede a las corrientes más profundas del inconsciente, allí donde el nuestras emociones se confunden y muestran insospechados lazos de sangre.
Pues al contrario de lo que cabría esperarse de su naturaleza polar, miedo y deseo son dos instintos que lejos de anularse, se amplifican mutuamente subrayando así la esencia paradójica del alma humana: el hombre desea tanto el temor como teme al deseo.
El miedo es el rumor de fondo del deseo.  El goce nunca es completo si tras él no resuena el murmullo del peligro. El desafío transgresor del libertino descansa sobre la amenaza del castigo, pues solo el riesgo a la caída eleva el valor del placer que se consuma.
De igual forma el miedo posee un singular e innegable atractivo que nos conmueve profundamente. Nos hostiga como un seductor al que no queremos, sin embargo, perder de vista. Tal vez por eso, llegamos a añorar en su ausencia y nos sorprendemos en ocasiones regresando como niños curiosos hasta la comisura del peligro, tan sólo para sentir de nuevo el sensual estremecimiento del temor.
La sintonía de sendas pulsiones es la consecuencia inevitable de su común parentesco: ambas tienen su origen en la incertidumbre, ambas se alimentan de la sombra y encuentran su refugio en la noche. Son dos corrientes que rigen desde la oscuridad el curso del alma humana y que nada pueden esperar de las certezas que nos ofrece la claridad del día.
La pasión amorosa iluminada por una luz mundana deviene rutina doméstica o satisfacción pornográfica. Eros, en cambio, gusta de lo oculto y lo misterioso, es un apetito que se alimenta de nuestras expectativas en la misma medida que  mengua con nuestras certezas. Nos gobierna valiéndose de medias verdades que se completan con las ávidas imágenes que pueblan nuestra fantasía.
Frente al anhelo erótico, la angustia fóbica se ofrece como su reflejo negativo. Todo terror se alimenta de nuestras incertidumbres de la misma forma que cede ante la evidencia luminosa: bien se desvanece, bien se transforma en un peligro real. El miedo obedece a una tensión todavía irresuelta: una anticipación del mal, un espectro que acecha, un presagio fatídico, que nos atenaza y nos consume.
 Por eso, la revelación luminosa hace posible la pintura al precio de destruir el conflicto. La tensión dramática que descansaba en la alternancia y superposición del deseo y el terror se desvanece con el avance de la luz.
 Ante la mirada de Psique, que es la del pintor, Eros deviene ángel, bellísimo, sí, pero despojado de secretos, tal vez un objeto de su amor pero ya no de su deseo. Bajo la lámpara de Psique, Eros deja de ser erótico.
"Eros y Psique" Rubens - Jacopo Zucchi

De esta forma,  el mito narrado por el poeta “el Asno de Oro” en el siglo II, a pesar de ser frecuentemente representado por numerosos pintores y escultores permanecería como un desafío insuperable en el espacio de las artes visuales: ¿cómo comunicar una emoción que solo nos es posible conocer a ciegas? ¿Cómo mostrar a Eros sin arruinar su misterio?

No sería hasta el siglo XX, cuando, gracias a los nuevos horizontes abiertos en el campo de la representación y la concepción plástica que ofrecían las vanguardias, el célebre artista alemán Max Ernst resolvería, acaso sin proponérselo, la aporía planteada por Apuleyo casi dos milenios antes. 


 La solución al problema vendría  de la mano de una serie de collages surrealistas que Ernst produjo para la realización de varias novelas en imágenes entre las que destaca "Una semana de Bondad" de 1934. En estas obras Ernst lleva a cabo una interesante evolución en la técnica del collage que había definido su anterior etapa dadá. Si sus collages dadaístas se caracterizaron por la reunión dy confrontación de fragmentos dispersos en un espacio pictórico compartido, en sus collages surrealistas nos encontramos con leves alteraciones de imágenes de antemano completas, en su mayoría grabados extraídos de revistas de folletín decimonónicas, donde se recogían triviales historias de romances desenfrenados, honras perdidas y ajustes de cuentas. 
Estos folletines ofrecían en sus ilustraciones un amplio catálogo de las conductas humanas más irrefenables siendo material propicio para producir imágenes turbadoras, pues bastaba con alterar las reglas del universo lógico en que estas estaban insertas. Y en eso Max Ernst resultó ser todo un maestro.
Fue así como la mirada onírica que el surrealismo proponía sobre la vida resolvió las contradicciones que anidaban en el arte, pues solo desde esta óptica alucinada podemos contemplar lo misterioso sin disolverlo o habitar en la paradoja sin tener que resolverla. En el universo ensoñado de Ernst los contrarios se funden sin resistencia ni extrañeza. 
Es entonces cuando comprendemos que solo en el tenue espacio que media entre el sueño y la pesadilla Psique puede contemplar a su amante sin romper la íntima alianza entre el terror y el deseo. Bajo la perturbadora luz surrealista Eros es ángel sin dejar de ser monstruo.

Max Ernst "Una Semana de Bondad" (1934)

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Una Verdad Oscura

A poco que nos sacudamos la bruma de indiferencia que la rutina deposita en nuestros ojos, no podemos sino admirarnos de la epifanía renovada del mundo que el amanecer nos brinda. Cada mañana el sol se adueña de nuestros cielos, cubre con sus rayos cuanto nos rodea e iluminándonos revela el milagro de lo mundano a nuestra mirada desterrando de su guarida oscura cuanto permanecía oculto, invisible e ignoto.

     Por eso, no debe extrañarnos que sean incontables las figuras metafóricas que asocian el imperio de la luz con la esfera de la verdad. Cuanto hay de verdadero en el mundo, es luminoso, claro, pues solo en la medida en que participa de la luz se hace evidente a nuestros ojos y, por extensión, a nuestro intelecto. La luz, por tanto, simboliza un momento de éxtasis cognitivo, pues conocer equivale a irradiar luz sobre todas aquellas cosas que resultaban hasta entonces oscuras y desconocidas. En numerosas tradiciones místicas el iluminado o el esclarecido designa a aquel que alcanza la máxima expresión del saber, el que llega a entrar en contacto con la Verdad. Platón, en su famoso mito de la caverna, hizo célebre el simbolismo que asimilaba la Verdad a una luz deslumbrante que no podía ser contemplada directamente a riesgo de ser cegado por su fulgor.
Alegoría de la Caverna de Platón

     Pero, bien mirado, esta epistemología diurna es cósmicamente provinciana; el hombre a menudo olvida su minúscula condición en la inmensidad  del universo, por lo que tiende a juzgar el mundo según desde la medida de su escasa estatura. Apenas un ligero cambio de perspectiva nos permite adivinar nuestra habitual cortedad de miras. Deslumbrados como estamos por los rayos solares, no somos capaces de despegar la mirada de la tierra y de sus mundanos asuntos; mientras ese cielo luminoso se muestra como un telón radiante e impenetrable que impide adivinar una realidad más profunda: que en la inmensidad del universo lo iluminado es la excepción y lo oscuro, la regla. Por el contrario, allí donde la Tierra da la espalda al Sol, allí donde es de noche, el hombre se enfrenta a una realidad más cierta y también más terrible: que el cosmos es infinito y no hecho a nuestra medida, que somos realidades insignificantes al capricho de fuerzas cósmicas que nos exceden y que apenas alcanzamos a comprender

     La traslación de esta imagen epistemológica al ámbito de lo moral concita paralelismos sorprendentes. La claridad del día expone a todo y a todos al  escrutinio y veredicto de la mirada. Bajo el imperio de la luz no solo se desvela nuestra dimensión física sino también nuestra dimensión moral, pues nada hay más palmario que los actos cometidos a plena luz del día. Nuestra conducta diurna se rige por los parámetros de una conciencia vigilante y vigilada, que nos induce a ofrecer nuestra cara más amable, a ojos de los demás, desterrando al ámbito oscuro, al de la noche, cuanto de vergonzante e inmoral se halla en nuestra conducta. 

En el Evangelio de San Juan encontramos resumida a la perfección los principios de esta dualidad en la conducta moral:
"Todo, el que obra mal detesta la luz y la rehuye por miedo a que su conducta quede al descubierto. Sin embargo aquel que actúa conforme a la verdad se acerca a la luz para que se vea que todo lo que él hace está inspirado por Dios"
Juan (3:20-21)
Sin embargo, en este breve pasaje evangélico encontramos el clásico enredo conceptual entre verdad y moral, que constituye la regla de oro de ese principio tan moderno de lo políticamente correcto y de ese otro tan antiguo como es la hipocresía: Sólo lo actos moralmente rectos se muestran desnudos a la luz del día. Esta equívoca idea tan solo puede conducir a una equívoca conclusión: tan sólo aquello que se muestra debe ser considerado como verdadero. ¿Pero acaso es menos verdadera aquella naturaleza que prefiere ocultarse entre las sombras? y en ese caso ¿Qué clase de Verdad quedaría reservada a la noche?

Si el día es un espacio de vigilancia moral colectiva, donde prima la coherción social y la conciencia sometida a la causa gregaria; la noche, con su despoblamiento oscuro, libera un espacio para la expansión individual y la relajación de las costumbres.  Las horas nocturnas dan cobijo para todas aquellas expresiones subjetivas que no pueden ser mostradas a la luz del día: los deseos inconfesables, la violencia atávica, el libertinaje y el hedonismo festivo, la sexualidad excéntrica y la promiscua. Una panoplia de verdades íntimas que solo encuentran  asilo en el anonimato que ofrece la noche.

Así, precisamente por anónimos y nocturnos, los bailes de máscaras se convirtieron en las grandes fiestas libertinas de la vida cortesana y elegante entre los siglos XVI y XVIII. Aparecieron por vez primera en las festividades de Carnaval hacia el siglo XV y ganaron popularidad en Italia e Inglaterra hacia el siglo XVI. Durante los siglos XVII y XVIII las mascaradas habían triunfado en buena parte de las cortes europeas. En ciudades como Venecia y Londres, estos festejos llegaron a tal éxito que se transformaron en fenómenos semipúblicos, desarrollados en parques y jardines en los que los que todo aquel que pudiera permitirse un disfraz a la altura podía participar en el festejo. Su principal atractivo residía en que bajo su ligereza festiva las mascaradas constituían un verdadero espacio de excepción moral en la opresiva vida aristocrática, y una efímera pantomima de nivelación social.
Mascarada en el Panteón- Oxford Street- 1777

 La vida en la corte languidecía a la luz del día bajo el estrecho corsé de las actitudes protocolarias, las buenas maneras y un acusado sentido de la jerarquía. Se trataba de una vida artificiosa, entregada a la gesticulación tan hueca y amanerada como meticulosa y estricta.  La rigurosa observación y vigilancia de este código de conducta tenía por objeto ordenar e identificar en la escala jerárquica a cada uno de los miembros de la corte según su cargo y su pedigrí.

Sin embargo, al amparo de la noche y de la máscara se producía un efímero pero intenso proceso de nivelación social: las jerarquías eran transgredidas, la autoridad desafiada, la locuacidad y la insolencia se desataban, aristócratas y plebeyos intercambiaban por unas horas los roles, los cortesanos podían disfrutar por unas horas de la informalidad y ausencia de etiqueta de las clases populares, éstas a su vez impostaban las maneras aristocráticas y se pavoneaban ufanos ante sus patrones. No solo los roles sociales eran transgredidos: la máscara también ofrecía una oportunidad de oro para toda clase de libertades sexuales impensables a plena luz del día... el travestismo tanto en hombres como en mujeres era algo más que una broma popular en este tipo de fiestas, era ante todo un ambiguo camuflaje y una oportunidad de oro para dar rienda suelta a toda clase de fantasías homosexuales severamente censuradas durante las horas del día. 
William Hogarth- Mascarada

 Con o sin máscara, la noche ha ido desde siempre asociada a un cierto relajamiento de las reglas que rigen durante el día, cuando la observación de la norma y la mutua vigilancia gobiernan sobre los impulsos individuales; pautas de conducta que parecen servir mejor a los fines racionales y productivos que prevalecen a lo largo de la jornada laboral. La noche, en cambio, era el único espacio librado al ocio para las explotadas clases trabajadoras. Era de noche cuando éstas se reunían ruidosas y ebrias en las cervecerías y las tabernas, para entregarse a los juegos de azar, al flirteo, la bebida y la conversación. No debe extrañar  que las casas de bebidas se transformaran en verdaderos centros de encuentro e intercambio social, en un ambiente de camaradería y de distensión moral. Su popularidad creció en la misma medida en que declinaron antiguas formas de entretenimiento popular, como las festividades religiosas, tal vez por su excesiva constricción y su paradójico sentido de la diversión reglada.

A estos divertimentos no fueron ajenos tampoco los jóvenes aristócratas, ávidos de aventuras barriobajeras y placeres prostibularios, reencarnando ese principio universal de la rebeldía y el desdén juvenil hacia sus propios orígenes. De esta forma, la noche también se llenaba de caballeros bravucones, jóvenes libertinos de alta cuna, que cometían toda clase de excesos con tal desmentirla: juerguistas violentos, duelistas en ocasiones, puteros y borrachos la mayor de las veces. Tras su bravuconería latía el espíritu de la sempiterna revolución juvenil, a saber: desafiar por medio de su hedonismo fatuo la mentalidad mercantilista y la racionalidad timorata de aquellos sus progenitores que sostenían sus vidas licenciosas. Cambiemos las espadas por los pinceles o las drogas, cambiemos las tabernas por los cafés concierto o por las discotecas, y descubriremos un invariable espíritu juvenil y rebelde que despierta y se libera al caer el sol en el horizonte. La noche también cuenta con sus verdades eternas.

Pero sin duda el mejor retrato del perfecto calavera, o mejor dicho de ese hombre moralmente desdoblado entre su verdad diurna (educada, buenista, refinada y reprimida) y su verdad nocturna (salvaje, hedonista, violenta y desinhibida) fue ideado por Robert Louis Stevenson en su genial novela "el Extraño Caso del Doctor Jeckyll y Mr Hyde". El argumento de esta magnífica obra ha sido popularizado a través de distintas versiones en el ámbito del teatro, del cómic y del cine en versiones groseras que tergiversan el verdadero drama moral que subyace en la historia. Pues, a diferencia de la imagen que se ofrece en estos entretenimientos de terror, Jeckyll y Hyde no representan dos seres antagónicos e irreconciliables en disputa por el gobierno de un cuerpo. 

De un lado, el doctor Jeckyll dista de ser una figura de la pureza y la rectitud sin fisuras sino más bien un hombre corriente sometido a la convención moral y a la represión de sus impulsos en aras de la preservación de su imagen pública y su lugar en sociedad. Por el otro, el ser desatado por sus experimentos, Mr Hyde (evidente juego de palabras con "hide" el que se oculta) no es una criatura independiente de la psiqué del doctor, sino que nace precisamente de ella: es su yo desencadenado, ebrio, librado de toda atadura moral, una revelación de lo salvaje que habita en los rincones más oscuros de nuestra alma.

" Había algo extraño en mis sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo y por su misma novedad, increíblemente dulce. Me sentí más joven, más ligero, más feliz en cuanto al cuerpo; en cuyo interior era yo consciente de una embriagadora temeridad, de un salvaje torrente de sensuales imágenes que se arremolinaban tumultuosamente en mi imaginación, una disolución de los vínculos de la obligación, una desconocida, aunque no inocente, libertad del alma. Desde el primer aliento de esta nueva vida me sentí más perverso, diez veces más perverso, un esclavo vendido a mi mal original y aquel pensamiento en aquel instante me reconfortó y me deleitó como el vino".

Y sin embargo, ni siquiera bajo el influjo de la pócima, Hyde puede escapar a la lógica luminosa: su yo monstruoso es también una criatura de la noche y como tal necesita de su amparo para realizar sus fechorías. Cuando la identidad de Hyde se apodera progresivamente del doctor, el monstruo se refugia en el laboratorio durante las horas del diurnas, pues ni siquiera ese yo desencadenado y salvaje siente el coraje suficiente para reivindicarse a plena luz del día. 


Aquella verdad oscura que el Dr Jeckyll alcanzó por mediación de las drogas Nietzsche la obtuvo gracias a la filosofía. Buena parte del ideario del pensador alemán se sustenta en una afilada crítica hacia la naturaleza moral de nuestras sociedades "civilizadas". En ensayos como "Humano, Demasiado Humano" o "Aurora" Nietzsche rastreó el origen del principio moral en el que se sustenta nuestra verdad diurna, hasta llegar a su sustrato más profundo, revelando su simiente no moral. Con frecuencia el origen de nuestros preceptos morales se hallan construidos sobre principios tan terribles o más que aquellos que se trataba de prevenir. Tan solo una larga cadena tradiciones y costumbres ha logrado hacernos aceptar aquellos principios como algo consustancial a la vida en sociedad.  Pero quien acepta vivir bajo el yugo moral debe pagar un precio elevado: a partir de ese instante la conciencia humana queda irremediablemente escindida entre aquella que obedece y vigila y aquella que escondida anhela y desea. Nosotros diríamos, entre su verdad diurna y su verdad nocturna. 

Nietzsche, terminó sus días entre delirios, con la mente perdida, quién sabe si víctima de aquellas terribles revelaciones a las que entregó su alma; su figura se unió a una larga lista de damnificados: fueran espadachines o libertinos, fueran monstruos o filósofos, quienes renegaron de las certezas del día acabaron consumidos por aquellas que obtuvieron de la noche. De  todo ello extraemos una doble paradoja y una simple conclusión: mientras la verdad diurna nos ciega la nocturna nos abrasa. Por eso vivimos traicionando constantemente a ambas. Lo único cierto es que solo habitamos confortablemente en la mentira. A ella no le preguntamos si pertenece al día o a la noche.