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De cenotafios y colmenas

Los apologetas del genio individual se enfrentan a un simpático dilema cuando descubren la cautivadora obra de Monsu Desiderio, quien produjo buena parte de su trabajo en el Nápoles de principios del s. XVII. Lo que resulta desconcertante en este singular autor es que tras su originalísimo estilo, y peculiar sobrenombre no se oculta un artista, sino dos. Dos pintores franceses nacidos en Metz que, tras un largo periplo, acabaron desarrollando su singular talento en el Sur de Italia: François de Nomé y Didier Barra.

La obra de Monsu Desiderio, partía de aquella vieja fascinación por el paisaje urbano del Quatrocento italiano pero se distancia de su imaginario idealizado y luminoso al imprimirle un oscuro y personalísimo sello. Mientras que en las escenas del primer Renacimiento encontramos un espacio guiado, de un modo tan directo como ingenuo, por las estrictas leyes de la perspectiva, en las composiciones de Desiderio hallamos un amontonamiento de arquitecturas que conforman un espacio urbano caprichoso y ensoñado, una suerte de anticipación barroca de los espacios alucinados y límpidos que Giorgio de Chirico idearía a principios del siglo XX.

La imagen onírica viene reforzada por la atmósfera nocturna que envuelve estas escenas. La noche en Desiderio no es la noche plácida que invita al reposo, ni la estrellada que conduce a la inspiración, sino aquella inquietante y tenebrosa que anticipa el apocalipsis. En efecto, buena parte de sus cuadros retratan diferentes escenas de hecatombes legendarias: la caída de la Atlántida, la torre de Babel, Sodoma y Gomorra.  Incluso allí donde el tema no lo precisara la escena parece engullida por telón de fondo que se alza oscuro y amenazante.


Lo fascinante en Desiderio es como traslada el peso narrativo de la escena de la figura humana a la arquitectura. Frente a unos personajes jibarizados que actúan de manera testimonial, el drama se traslada a los muros y columnas de palacios tan magníficos como lúgubres. Desiderio es un maestro en la elocuencia de lo inerte. En este sentido las arquitecturas de sus cuadros parecen doblemente petrificadas, se yerguen ante nosotros como herméticos jeroglíficos, carentes de interior, como si jamás hubieran albergado a los vivos. ¿Acaso a los muertos? tal vez ni eso. De la severidad de las fachadas que anuncia la inminencia de su ruina colegimos el carácter simbólico del cenotafio: un monumento a los difuntos, pero sin difuntos.

 Aunque tal vez nuestra interpretación de la obra Desiderio esté empañada de un sesgo excesivamente romántico. Al fin y al cabo, esos paisajes lúgubres, jalonados de arquitecturas herméticas y fantasmales que se erguían en mitad de una oscuridad opresiva, debieron ser una estampa frecuente, por no decir omnipresente, en el Nápoles de principios del siglo XVII. A la nula iluminación pública, se sumaba una paupérrima iluminación privada, las familias apenas contaban con unas pocas horas de la tenue luz de un hogar, una vela o una lámpara de aceite. El aventurado paseante nocturno no podía contar en absoluto, con que un poco de esa luz hogareña se desparramará más allá de los confines de la casa para orientarle en mitad de la noche. Y no tan sólo por lo exiguo de la luz, sino también porque en aquel entonces pocas ventanas, apenas las de las casas más nobles, y a veces ni eso, contaban con vidrios en sus ventanas. El resto de las viviendas se contentaban con cerrar los vanos con hules, lienzos e incluso papeles impermeabilizados, de tal suerte que al alcanzar la noche, cada edificio se convertía en un recinto hermético e inexpugnable: el efímero panteón de los durmientes.

El vidrio apenas era empleado durante la Edad Media en las grandes vidrieras de las catedrales y en los castillos de los nobles. Como la técnica no permitía la fabricación de grandes paños, los vanos en los muros acostumbraban a ser pequeños y las carpinterías muy tupidas. El material no comenzó a extenderse por Europa, y de forma muy desigual hasta el siglo XVI. Fue en los Países Bajos de este período donde los constructores locales adoptaron de forma extensa grandes ventanales vidriados, conformados por pequeños cuarterones, que acabarían dotando a las casas holandesas de su singular personalidad.

Pieter Janessen Elinga
Durante el día los hogares gozaban de una luminosidad incomparable, que fue  celebrada por los grandes pintores neerlandeses.  Las casas establecieron una nueva relación con el exterior, abriendo vistas al paisaje urbano. 

Pero esta permeabilidad de la mirada se invertía al caer la noche. Tal y como podemos comprobar empíricamente, la transparencia del vidrio sólo se produce desde el lado más oscuro hacia el más iluminado, mientras que en la dirección contraria la transparencia se convierte en reflexión. Por tanto, si los nuevos ventanales vidriados eran capaces de ofrecer una cierta protección de la privacidad a lo largo del día, durante las horas nocturnas invertían el sentido de su transparencia revelando impúdicamente la intimidad de los hogares, transformados en pequeñas escenografías de lo doméstico.

Fue de esta forma como, gracias a la mejora constante de la iluminación doméstica, y la apertura de mayores y más generosos ventanales, aquel perfil lóbrego de la ciudad nocturna, fue paulatinamente perforado por pequeñas celdas de luz que aquí y allá se iban abriendo en mitad de las oscuras masas de piedra. Aquellos volúmenes densos y compactos de la  arquitectura en la noche comenzaron a transformarse en luminosas colmenas:  formas  huecas y permeables, capaces de albergar a los vivos. Y a su vez, aquellos cenotafios mudos e insondables en teatros imprevistos de la intimidad doméstica. En aquellos imprevistos escenarios se perfilaban las siluetas y la vida que palpitaba en el interior de aquellas arquitecturas otrora opacas y silenciosas.

Resulta siempre llamativo, como en ocasiones el goteo leve pero tenaz de gestos inadvertidos y modestos puede a la postre alcanzar la fuerza torrencial que asociamos a los cambios sociales y estéticos más relevantes. Aquella inversión de la mirada nocturna producto de la iluminación y la transparencia introdujo una nueva conciencia de la intimidad en los hogares. Expuestos ahora a la vista de noctámbulos y mirones, los sistemas de protección frente a la mirada intrusa no tardarían en aparecer: cortinajes visillos, contraventanas.

Con todo, esta nueva estampa de la escena doméstica encuadrada e iluminada en mitad de la noche, como una pequeña escenografía de la vida íntima, quedó grabada en el imaginario colectivo como una tentación asequible, una invitación irrenunciable a la curiosidad fisgona, ávida de conocer los inconfesables secretos que se esconden tras la santidad de los hogares que se cerraban sobre sí mismos al caer la noche. Esta querencia chismosa acabaría convirtiéndose en un cliché irrenunciable de los relatos policiales, en el que el juego de pantomimas y sombras chinescas recortadas en la luz se ofrecía como un jugoso recurso para el equívoco y un reto para la mente deductiva, al punto que Hitchcock lo convertiría en el tema central de su célebre película “La Ventana Indiscreta” de 1954.


Cayendo en la misma pulsión fisgona pero con intenciones estéticas y narrativas bien distintas el fotógrafo alemán Michael Wolf abordó su serie fotográfica “Window watching”, en la que el objetivo de su cámara se colaba furtivamente en las celdas luminosas de las tupidas e infinitas colmenas de la densa Hong Kong. Las imágenes de Wolf muestran retazos del alma viva que se esconde tras la jungla de cemento y que tan sólo puede ser revelada observando cada una de las celdas de la inmensa colmena que se iluminan en mitad de la noche. Pero es ese mismo carácter de celda el que imprime a las imágenes ese aroma de aislamiento y hastío que asola a la muda comunidad de los insomnes.




En la serie “Transparent City” realizada en Chicago años más tarde, Wolf aproxima y aleja el objetivo alternativamente para revelar la magnitud de la colmena humana. Frente al imponente escenario de los rascacielos atravesados por millares puntos de luz, uno parece escuchar el verdadero zumbido de la gran urbe americana. Pero este ruido gregario está a su vez formado por precarios episodios individuales que sólo son visibles cuando la colmena se ilumina en mitad de la noche haciendo evidente su consistencia porosa y su alma viva.

Transparent City” también alude a aquel viejo ideal de los padres de la arquitectura moderna que fijaron para las generaciones futuras de arquitectos la imagen de construcciones completamente diáfanas y cristalina, cuya honestidad y transparencia constructiva debía correr en paralelo a la honestidad y transparencia moral de sus moradores, pues su vida privada ya no contenía barrera alguna al ojo público. Fue tal vez Mies van der Rohe, quien de manera más radical dio forma a esa ética y estética de lo transparente. Ya en fecha tan temprana como 1919, idea un rascacielos para la Friedirichstrasse de Berlín, un imponente edificio de líneas expresionistas, semejante a un gélido acantilado cuyas fachadas en vidrio y metal permitían la penetración total de la luz y la visión.




Aquella poderosa imagen, más premonitoria que utópica, se haría realidad cuando Mies van der Rohe inicia su etapa americana, y aquellas arquitecturas transparentes y ensoñadas cobraron la consistencia de lo real.  Una realidad que, sin embargo, Mies se encargó de desmaterializar hasta sus últimas consecuencias: en su célebre casa Farmsworth, la idea de la construcción es reducida a su mínima expresión, apenas tres planos horizontales para definir suelos y techos, y los elementos indispensables para sostenerlos, todo lo demás pura transparencia y pura luz. La colmena se desvanece de puro etérea.

Mies van der Rohe sentó un canon que sería ampliamente replicada por los arquitectos modernos y cuya influencia aún perdura en nuestros días, hasta el punto que esta estética de la arquitectura desmaterializada se asimila indefectiblemente al genuino espíritu moderno. Tal vez por ello la obra de Hugh Ferriss nos resulta tan atractiva como desconcertante. Ferriss, arquitecto de formación, pero dibujante por vocación desarrolló una original obra como delineante y grafista, realizando perspectivas de los grandes rascacielos que se construyeron en Nueva York a principios de siglo, o desplegando poderosas imágenes de utopías arquitectónicas y colosales obras de ingeniería fantástica, en dibujos llenos de dramatismo y sentido escenográfico. Sin construir nada de relevancia los dibujos de Ferriss influyeron enormemente en la forma de concebir la arquitectura de toda una generación de arquitectos. Pero si comparamos sus imágenes con las del rascacielos de Mies para la Friedrichstrasse, percibimos que le anima un espíritu completamente opuesto. Frente a la evanescencia de la colmena miesiana, Ferriss nos devuelve a la grave solidez de los cenotafios de Desiderio, trasladados esta vez a un contexto plenamente moderno.

En efecto, en mitad de una atmósfera dramática y nocturna los rascacielos de Ferriss se yerguen como antaño lo hicieron los palacios de Desiderio, opacos y densos, solemnes y misteriosos.  Las formas, por supuesto, han variado, el paisaje se ha tecnificado, el espacio parece más limpio y ordenado y, sin embargo, sospechamos que el enigma que encierran continúa siendo el mismo. Más allá de su altiva presencia, la noche les delata: también son construcciones vacías, puro signo, en definitiva, cenotafios. O tal vez algo peor: la oscura premonición de una catástrofe que aún está por alcanzarnos.