Oscuro Objeto de Deseo

Cada arte se define por la suma de sus virtudes y sus conflictos. Ellos son las fuentes de las que emergen tanto su voz expresiva como sus elocuentes silencios. Cada arte nos habla de una faceta de la realidad a la vez que calla sobre otra. Por eso, si interesante es dejarse guiar por la forma particular en que cada arte nos descubre lo real no menos apasionante es conocer la cara que ha quedado oculta a su mirada.
Así, la pintura, se expresa iluminando el instante, pues es el arte que apela a nuestra visión fijando en la tela un presente eterno y luminoso. Cada trazo congela en el lienzo una realidad fugaz, cada pincelada es un bocado de luz que revelará finalmente la escena representada. Por el contrario, tiempo y oscuridad resultan a la pintura cuerpos extraños pues conducen inevitablemente hacia lo  inaprensible y lo inefable
La representación pictórica del mito de Eros y Psique nos ilustra perfectamente este  principio acerca de las cualidades y los límites de la pintura, pues nos plantea una singular paradoja acerca de la visión. De la mano de Apuleyo conocemos la historia de Psique, princesa bellísima que fue raptada por el viento y llevada al palacio encantado de Eros, donde el mismo dios pretendía desposarla. Por la mañana un séquito de presencias invisibles la agasaja con toda clase de obsequios humanos y divinos que han de prepararla para la noche de bodas: sus etéreas criadas le preparan el baño y como transportados por una ligera brisa, llegan a su mesa los platos más exquisitos mientras de los rincones de palacio resuena una dulce melodía de cítara acompañada de un melodioso coro de voces incorpóreas.
Solo al caer el velo de la noche llega a palacio Eros, y como una ciega brisa de dulzura y pasión penetra en el lecho y en la carne de Psique consumando en la más absoluta de las oscuridades el matrimonio entre lo humano y lo divino. Pero antes de que los primeros rayos del sol alumbren su unión el huidizo esposo abandona la estancia.  Es entonces cuando Psique conoce la condición y el precio por disfrutar de tan divinos placeres: es forzoso que sus ojos nunca contemplen el aspecto de su olímpico esposo.

François-Eduard Picot, "Eros y Psique" 1817

Es bien sabido que de la ley nace el drama, pues a cada norma le corresponde su trasgresión y a cada trasgresión su conflicto.
 A fuerza de repetirse, este ritual de ciega pasión se instala en la rutina y en el corazón de Psique hasta embriagarla de amor. Pero este estado de felicidad se verá roto cuando las hermanas de Psique la visitan en su  palacio y asisten entre asombradas y envidiosas el esplendor que por doquier se ofrece. El inquisitivo interrogatorio sobre la identidad de su amante no se hace esperar. Psique resiste pero a la postre se ve forzada a confesar que desconoce el aspecto de su marido. A las envidiosas hermanas no les cuesta sembrar el veneno de la duda en la cabeza de la princesa. ¿Cómo puede saber ella si quien se oculta tras la oscuridad no es el divino amante sino un monstruo infernal?
Hundido el aguijón de la sospecha los días sucesivos se convierten en Psique en un torbellino de emociones, la muchacha aguarda la llegada de la noche consumiéndose en mil y una dudas, batiéndose entre el horror y el deseo, aguardando con anhelo pero también con terror la llegada de su esposo. Hasta que, siguiendo el consejo funesto de sus hermanas, decide resolver el misterio, y pertrechada de una daga y una lámpara de aceite, aguarda a que su amante se haya dormido tras haberla colmado nuevamente de placeres.
Es en este punto donde el pintor decide congelar la imagen que debe rendir cuenta de toda la historia: cuando Psique, daga en mano levanta la lámpara sobre el cuerpo dormido de Eros descubriendo aliviada la angelical estampa de su esposo. Un instante más tarde una gota de aceite hirviendo caerá sobre Eros, quien al despertar sobresaltado descubrirá la traición de Psique. La tragedia se ha desencadenado.
"Eros y Psique" Joshua Reynolds,1789
El instante tradicionalmente escogido por la representación pictórica de este célebre relato parece sin duda pertinente desde la vocación natural la pintura: iluminar un instante congelado. Dicha escena nos conduce a interpretar el mito como un relato moral sobre los peligros y límites de la curiosidad humana.
Pero leída fuera de los límites de la expresión pictórica, interpretándola al abrigo de la oscuridad, el cénit de la historia se desplaza hacia otro instante: aquel que precede a la revelación luminosa, cuando la noche cerrada es el oscuro telón de una espera que oscila entre el miedo y el deseo.
Mientras la noche perdura, la imagen del ángel y de la bestia se solapan y confunden en la imaginación de Psique; la espera agranda su impaciencia, la oscuridad su incertidumbre. Con la razón turbada por una imaginación que corre desbocada, para cuando el dios accede al lecho, Psique es ya puro instinto a merced del dios: mientras su sexo es penetrado al unísono por el terror y el deseo la joven accede a las corrientes más profundas del inconsciente, allí donde el nuestras emociones se confunden y muestran insospechados lazos de sangre.
Pues al contrario de lo que cabría esperarse de su naturaleza polar, miedo y deseo son dos instintos que lejos de anularse, se amplifican mutuamente subrayando así la esencia paradójica del alma humana: el hombre desea tanto el temor como teme al deseo.
El miedo es el rumor de fondo del deseo.  El goce nunca es completo si tras él no resuena el murmullo del peligro. El desafío transgresor del libertino descansa sobre la amenaza del castigo, pues solo el riesgo a la caída eleva el valor del placer que se consuma.
De igual forma el miedo posee un singular e innegable atractivo que nos conmueve profundamente. Nos hostiga como un seductor al que no queremos, sin embargo, perder de vista. Tal vez por eso, llegamos a añorar en su ausencia y nos sorprendemos en ocasiones regresando como niños curiosos hasta la comisura del peligro, tan sólo para sentir de nuevo el sensual estremecimiento del temor.
La sintonía de sendas pulsiones es la consecuencia inevitable de su común parentesco: ambas tienen su origen en la incertidumbre, ambas se alimentan de la sombra y encuentran su refugio en la noche. Son dos corrientes que rigen desde la oscuridad el curso del alma humana y que nada pueden esperar de las certezas que nos ofrece la claridad del día.
La pasión amorosa iluminada por una luz mundana deviene rutina doméstica o satisfacción pornográfica. Eros, en cambio, gusta de lo oculto y lo misterioso, es un apetito que se alimenta de nuestras expectativas en la misma medida que  mengua con nuestras certezas. Nos gobierna valiéndose de medias verdades que se completan con las ávidas imágenes que pueblan nuestra fantasía.
Frente al anhelo erótico, la angustia fóbica se ofrece como su reflejo negativo. Todo terror se alimenta de nuestras incertidumbres de la misma forma que cede ante la evidencia luminosa: bien se desvanece, bien se transforma en un peligro real. El miedo obedece a una tensión todavía irresuelta: una anticipación del mal, un espectro que acecha, un presagio fatídico, que nos atenaza y nos consume.
 Por eso, la revelación luminosa hace posible la pintura al precio de destruir el conflicto. La tensión dramática que descansaba en la alternancia y superposición del deseo y el terror se desvanece con el avance de la luz.
 Ante la mirada de Psique, que es la del pintor, Eros deviene ángel, bellísimo, sí, pero despojado de secretos, tal vez un objeto de su amor pero ya no de su deseo. Bajo la lámpara de Psique, Eros deja de ser erótico.
"Eros y Psique" Rubens - Jacopo Zucchi

De esta forma,  el mito narrado por el poeta “el Asno de Oro” en el siglo II, a pesar de ser frecuentemente representado por numerosos pintores y escultores permanecería como un desafío insuperable en el espacio de las artes visuales: ¿cómo comunicar una emoción que solo nos es posible conocer a ciegas? ¿Cómo mostrar a Eros sin arruinar su misterio?

No sería hasta el siglo XX, cuando, gracias a los nuevos horizontes abiertos en el campo de la representación y la concepción plástica que ofrecían las vanguardias, el célebre artista alemán Max Ernst resolvería, acaso sin proponérselo, la aporía planteada por Apuleyo casi dos milenios antes. 


 La solución al problema vendría  de la mano de una serie de collages surrealistas que Ernst produjo para la realización de varias novelas en imágenes entre las que destaca "Una semana de Bondad" de 1934. En estas obras Ernst lleva a cabo una interesante evolución en la técnica del collage que había definido su anterior etapa dadá. Si sus collages dadaístas se caracterizaron por la reunión dy confrontación de fragmentos dispersos en un espacio pictórico compartido, en sus collages surrealistas nos encontramos con leves alteraciones de imágenes de antemano completas, en su mayoría grabados extraídos de revistas de folletín decimonónicas, donde se recogían triviales historias de romances desenfrenados, honras perdidas y ajustes de cuentas. 
Estos folletines ofrecían en sus ilustraciones un amplio catálogo de las conductas humanas más irrefenables siendo material propicio para producir imágenes turbadoras, pues bastaba con alterar las reglas del universo lógico en que estas estaban insertas. Y en eso Max Ernst resultó ser todo un maestro.
Fue así como la mirada onírica que el surrealismo proponía sobre la vida resolvió las contradicciones que anidaban en el arte, pues solo desde esta óptica alucinada podemos contemplar lo misterioso sin disolverlo o habitar en la paradoja sin tener que resolverla. En el universo ensoñado de Ernst los contrarios se funden sin resistencia ni extrañeza. 
Es entonces cuando comprendemos que solo en el tenue espacio que media entre el sueño y la pesadilla Psique puede contemplar a su amante sin romper la íntima alianza entre el terror y el deseo. Bajo la perturbadora luz surrealista Eros es ángel sin dejar de ser monstruo.

Max Ernst "Una Semana de Bondad" (1934)

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