Un crepúsculo terrible

Ante el espectáculo de una puesta de sol, quien más o quien menos se ha preguntado alguna vez por qué el cielo adquiere esas vistosas tonalidades rojizas. Lo curioso del caso es que para comprenderlo debiéramos cuestionarnos previamente por qué el cielo es azul durante el día, hecho que, sin embargo, damos por descontado sin advertir que no es en absoluto obvio dado que la luz es blanca y el aire transparente. 

La explicación del fenómeno se halla en la refracción de la luz solar al entrar en contacto con la humedad del aire. Al llegar a nuestra atmósfera la luz solar se descompone en sus diferentes longitudes de ondas; las más cortas, el violeta y el azul (entre 380nm y 500nm) son las primeras en separarse del espectro, y en lugar de incidir directamente sobre la tierra, trazan un recorrido zigzagueante, rebotando por toda nuestra bóveda celeste. Debido a que la gama de los violetas se encuentra en menor cantidad en la luz solar y que nuestro ojo es menos sensible a la luz violeta que a la azul, vemos el cielo con su característico tono azulado y no violáceo. Al caer la tarde, en cambio, varía el ángulo de incidencia de los rayos sobre la tierra que llegan de forma tangencial, la refracción es más intensa y de tal suerte que la gama de los amarillos y los anaranjados comienzan a hacerse visibles, tan sólo la onda larga de los rojos llega prácticamente sin incidencias, aunque ésta también puede llegar a ser visible si hay un número suficiente de partículas suspendidas en el aire.

Sin embargo, debió resultar muy difícil para el hombre primitivo disfrutar alegremente de la belleza de estos singulares efectos de la óptica. La imaginación mítica se afanó en la interpretación de aquellas vistosas señales que emitía el cielo durante los atardeceres que anunciaban las horas inciertas de la noche. Urgía una explicación para aquellos cielos enrojecidos, en la misma medida que urgía relato de cuanto deparaba al sol cuando éste se sumergía tras la línea del horizonte.

Y es que antes de que la astronomía nos hubiera desvelado cómo el mecanismo de rotación de la tierra produce la alternancia entre el día y la noche, la amenazante idea de una caída última y definitiva del sol no parecía tan descabellada. Ni tan siquiera la terca constancia de los ciclos solares parecía garantizar la eternidad de sus rutinas. Pues aún cuando el hombre imaginara al astro rey como al más poderoso de los dioses, o precisamente por eso, lo estaba también antropomorfizando, esto es, asimilándolo a nuestra naturaleza, de tal forma que nuestro astro indiferente acababa sujeto a los caprichos de una psicología y a las tribulaciones propias de quien vive inserto en una historia.

Así que la belleza de un crepúsculo no podía apaciguar la comprensible preocupación acerca del misterioso periplo que emprendía el sol cuando éste cruzaba la línea del horizonte y nos relegaba a la devastadora oscuridad. ¿Qué territorios transitaba cuando traspasaba el poniente y se sumergía en el inframundo?¿Qué pruebas había de superar antes de renacer  renovado y majestuoso en el extremo contrario del horizonte?

Si el sol era fuente de toda vida y energía vital, un garante de la fertilidad que gobernaba desde la altura de los cielos el reino de los vivos, el crepúsculo señalaba el inicio de un viaje nocturno a través del reino de los muertos. En numerosas culturas, desde Egipto hasta Melanesia, el oeste marcaba la frontera entre el reino de los vivos y de los muertos. De esta forma el sol, en su trayectoria diurna, actuaba de psicopompo, es decir, de guía de las almas de los difuntos hacia su destino final en el inframundo occidental.

 Pocos pueblos adoraron al sol con mayor fervor que la civilización del antiguo Egipto. Esta devoción acarreaba la consiguiente inquietud por cuanto acontecía al sol cuando se ocultaba tras la línea del horizonte. La religión egipcia elaboró durante el Imperio Nuevo una pormenorizada descripción del periplo del sol durante las horas de la noche en el libro del Amduat. Este conjunto de inscripciones funerarias narraba como la barca solar de Ra, que había surcado los cielos durante el día a través del lomo de Nut, cruzaba cada noche la Duat, el inframundo. Ra transportaba en su barca en calidad de secretario, el alma del difunto faraón  de tal forma que su destino quedaba encadenado a la suerte que corriera la divinidad a lo largo de su travesía nocturna.
Escenas del Amduat en las tumbas de Thutmosis III y Amhenotep II
Durante la noche, la barca solar de Ra, debía cruzar las doce puertas de la Duat que correspondían a las doce horas nocturnas. El viaje del sol a través de los dominios de Osiris, es decir, del reino de los muertos, no estaba exento de peligro, pues allí acechaban oscuros enemigos dispuestos a destruirle. Colectivamente fueron llamados Sebau, demonios, de entre los que destacaba Apofis, que bajo el aspecto de una terrible serpiente encarnaba los aspectos más oscuros de la noche, a los que Ra debía vencer para volver a remontar victorioso cada mañana. La batalla era terrible, Apofis, atacaba con nieblas y eclipses y otros fenómenos que ocultaban la luz del sol, con el fin de romper el orden cósmico que encarnaba el dios solar. Por fortuna Ra no estaba solo en su barca, contaba con Horus como timonel, le protegían Seth y Miuty el gran gato de Heliópolis, y también Isis y Nepthys, Maat y Thot, en definitiva, los dioses más importantes del panteón egipcio colaboraban en la lucha contra las fuerzas de la noche a fin de que el declinante Atum-Ra pudiera amanecer bajo el triunfante aspecto de Khepri-Ra. Los destellos de la encarnizada batalla eran visibles durante nuestros crepúsculos y auroras bajo el aspecto de un cielo enrojecido.
Apofis siendo derrotada por Seth y Miuty
Al igual que en Egipto, buena parte de las religiones politeístas, contaron con sus propias narraciones acerca de las singulares epopeyas del astro rey surcando el cielo y el inframundo. Pero con el triunfo de las grandes corrientes monoteístas, el sol, y por extensión la naturaleza, fueron despojados de sus vestimentas antropomórficas. Con ellas desaparecieron también aquellos soberbios dramas solares. Ahora, la naturaleza probaba la existencia de Dios pero no la sustanciaba, la narración mítica pasó a ser protagonizada por hombres santos y seres angelicales sin una vinculación reconocible con las fuerzas vivas de la naturaleza. 

Sin embargo, el ocaso siguió pareciendo al hombre un fenómeno más estremecedor que hermoso. Al fin y al cabo, anunciaba la inminencia de la noche y de sus innombrable peligros: algunos bien reales y laicos, como los derivados de las diferentes modalidades criminales, otros no menos imaginarios y sobrenaturales, como la amenaza de espectros, demonios y brujas que campaban a sus anchas al abrigo de la noche.

 En definitiva, por extraño que pueda parecernos, nuestro embeleso por los crepúsculos es más bien una invención bastante moderna. Para ser más precisos debemos al Romanticismo alemán el detalle de habernos enseñado a contemplar la puestas de sol con la mirada limpia del diletante. De entre los muchos románticos que dieron nueva expresión al ocaso, tal vez nadie como Caspar David Friedrich, mostró como en el limbo entre el día y la noche los objetos se transforman, viran sus colores, alargan sus sombras, se vuelven evanescentes y tiñen el paisaje de un irresistible pathos nostálgico que nos conecta de nuevo con lo sobrenatural.
Caspar David Friedrich- La abadía (1810) El soñador (1820-1840)
Sin embargo, de entre los innumerables atardeceres que retrató a lo largo de su vida, me inclino por uno que no es tal. En "Luna saliendo del mar" (1822) Friedrich juega con una ambigüedad que nada tiene de casual, pues el ocaso que figuramos es en realidad un despertar, el sol que declina es en cambio una luna que despunta, y las rojas veladuras del cielo señalan el lejano rastro de una batalla en la que, por una vez, la noche ha ganado la partida.
Caspar David Friedrich "Luna saliendo del mar" (1822)

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