Esa vida que soñé



En el año 1999 los hermanos Wachowsky estrenaban Matrix, una película que estaba llamada a convertirse en un clásico inmediato de la ciencia ficción. En ella, el héroe protagonista descubría con asombro que aquella vida rutinaria y banal en el que había pasado buena parte de su existencia no era más que un inmenso sueño digital compartido por toda una humanidad adormecida y controlada por las máquinas que gobernaban el mundo al otro lado de nuestra conciencia. 

El éxito de la película fue arrollador y en su momento conoció entre sus innumerables fieles no pocos brotes de paranoia  e ingenuos acercamientos a la vieja y árida rama filosófica de la ontología. 

Porque pese a su estética vanguardista e innovadora, lo cierto es que Matrix hundía sus raíces en una idea que de forma recurrente había sobrevolado el pensamiento filosófico y espiritual a lo largo de la historia: ¿Está hecha nuestra existencia de la misma materia de los sueños?

Dicho de otra forma, dado que mientras soñamos, la viveza e intensidad de nuestras ensoñaciones nos impide cuestionar la veracidad de lo soñado, por absurda que sea. ¿Cómo estamos seguros de que cuanto vivimos despiertos no es sino otra forma más sofisticada de ensueño del que tal vez algún día lleguemos a despertar?

Al fin y al cabo nuestro cerebro, ese centro a partir del cual se construye nuestra imagen del mundo, es una caja cerrada sin contacto directo con la realidad exterior. Todo aquello que percibimos no es más que una reconstrucción de nuestro sistema nervioso que reinterpreta las señales eléctricas que le llegan a través de los sentidos. Pero ¿con qué fidedignidad? y sobre todo ¿quién garantiza que las ventanas de nuestros sentidos están realmente abiertas cuando estamos despiertos? ¿acaso no creemos en la existencia del mundo que soñamos mientras dormimos? 

 La neurología nos aporta una explicación a esa asombrosa credulidad en las horas del sueño. Efectivamente, cuando dormimos nuestra actividad cerebral varía sustancialmente respecto a nuestra vigilia y, como resultado, nuestra conciencia muestra un comportamiento alterado. El análisis de la actividad neuronal durante el sueño mediante electroencefalograma (EEG) muestra una intensa actividad en el sistema límbico subcortical (área encargada de nuestra gestión emocional) y por el contrario una baja actividad en el córtex frontal (ámbito donde residen buena parte de nuestras capacidades para el pensamiento abstracto y la autoconciencia) La forma de los sueños, nuestro comportamiento en ellos, es una consecuencia directa de estas pautas de activación cerebral. Durante los sueños nos dejamos arrastrar irreflexivamente por las desatadas pasiones que nos atropellan. Y lo que es más importante: habitamos los sueños sin cuestionar su sustancia ni su realidad por ilógica que ésta nos resulte. Somos incapaces de caer en cuenta de su condición ilusoria hasta que despertamos. La pregunta consecuente no se hace esperar ¿podría suceder lo mismo cuando estamos despiertos?

Esta pregunta subyacía en el radical método con el que René Descartes (1596-1650) trató de alcanzar una verdad, por mínima que fuera, que pudiera considerarse indubitable. Tal vez inspirado por la falsa conciencia del mundo que nos ofrecen los sueños Descartes puso en cuestión la realidad tal y como se ofrecía a sus sentidos, pero también la lógica con la que lo pensamos. Al final de este largo proceso de descrédito de lo real, Descartes creyó llegar a sostener una máxima de mínimos, el único principio fiable a una conciencia incrédula: Cogito ergo sum. Más allá, de esa idea primordial, todo podía ser considerado ilusión, falsedad, fantasmagoría, en definitiva: sueño. 

A esa misma idea, aunque alcanzada por métodos menos analíticos, acababa también llegando el príncipe cautivo de “La Vida es Sueño”, la célebre obra teatral de Pedro Calderón de la Barca. Prisionero hasta donde alcanza su memoria, Segismundo es engañado y cree que la breve libertad de la que ha disfrutado por un día no ha sido más que un sueño. Como resultado, el protagonista termina dudando de la entera realidad de la existencia humana:
¿Qué es la vida? un frenesí
¿Qué es la vida? una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños sueños son.
Descartes y Calderón, esto es, la filosofía y el drama barrocos, ponían en duda la sustancia de la realidad pero no alcanzaron a cuestionar al sujeto pensante, dueño al fin y al cabo de una existencia soñada. Y sin embargo, casi dos milenios antes, en China, los sabios taoístas, con su sentido circular del cosmos y su concepción fluida del ser, ya nos habían legado una brevísima y delicada parábola, que desde su absoluta sencillez destruye toda oposición entre soñador y soñado, y hace temblar los cimientos de cuanto creemos que somos: 

“Érase una vez, Zhuang Zhou soñó que era una mariposa, una mariposa revoloteando felizmente. No sabía que él era Zhou. De repente, despertó y era palpablemente Zhou. No supo entonces si era Zhou, quien había soñado que era una mariposa, o una mariposa soñando que era Zhou“



“La Parábola del Sueño de la Mariposa” del Zhuangzi (“el libro del maestro Zhuang”, s. IV a.C.) nos sumerge en una dialéctica circular de la que no podemos estar seguros de nuestro estatus ontológico. ¿Qué entidad tiene cuanto soñamos? ¿ y nosotros? ¿acaso somos también  el mero producto de un sueño?. Por extraña que parezca esta idea a los ojos de Occidente a los ojos de los primeros habitantes Australia, la respuesta era clara: sí.

En efecto, en las cosmogonías de los aborígenes australianos (un variado abanico de credos y panteones regionales) el mundo que conocemos, éste que pisamos y tocamos con nuestras manos, fue fundado en una era primordial, conocida como el “Tiempo del Sueño”, un espacio-tiempo mágico habitados por entidades divinas cuyos actos fundacionales dieron origen las reglas que conformaron nuestro mundo. En abierto contraste con la ciencia ficción de Matrix, y de forma aún más sorprendente, en el sistema totémico australiano es el mundo onírico el que gobierna y controla nuestros destinos: nombra y da forma a las cosas, establece las leyes naturales y las conductas consuetudinarios, en definitiva, nos da la vida y el Ser.  


Pero sin duda es en la cosmogonía hinduista donde encontramos el refinamiento último de esta compleja dialéctica entre lo real y lo soñado. El prolijo panteón hindú está presidido por el Trimurti (la tres formas):  Brahma, la divinidad creadora, Vishnu que preserva el universo y Shiva, la potencia destructora. Sin embargo, como sucede en buena parte de las religiones politeístas, la identidad y función de estas divinidades es flexible y cuenta con diversas versiones, que a menudo se resuelven a través de las diferentes personificaciones o avatares con las que los dioses son representados. 

Maha Vishnu es el avatar que encarna el aspecto más grandioso de Vishnu y su verdadero potencial creador. Bajo esta apariencia, el dios se nos muestra acostado y de su sueño yóguico (yoga-nidra) emerge los distintos universos,  mientras sueña todas las actividades de los seres que en ellos habitan. 
 Escultura representando el yoga-nidra de Vishnu. 
Existe, sin embargo, otra versión del mito sostenida por las corrientes vishnuístas que da una vuelta más de tuerca en esta poliédrica jerarquía entre lo real y lo onírico. Según este relato, es Vishnu quien sueña a Brahma, la divinidad creadora, 
quien a su vez crea el cosmos a partir de una emanación de su pensamiento. Para los vishnuístas el universo que habitamos no es siquiera sueño, sino el pensamiento de un ser que a su vez, ha sido soñado.  

A aquella etnia, cultura o individuo que alcanza a vislumbrar dudas semejantes sobre la sustancia real de su existencia, deben antojársele vana y estéril toda ambición y todo orgullo humano. Pues, tomado desde esta perspectiva, cuanto creemos odiar o amar, cuanto poseemos o anhelamos, todo cuanto, en definitiva, somos, no es más que sueño; o peor aún: un sueño dentro de otro sueño. ¿Cabría imaginar desesperanza mayor? 
Esta desazón profunda por un mundo inasible del que nada podemos retener encontró también un espíritu que la soñara.  En 1849, Edgar Allan Poe publicó “A Dream within a Dream”,  el conmovedor lamento ante una existencia evanescente a la que no sabemos cómo aferrarnos: 

¡Toma este beso sobre tu frente!
Y, me despido de ti ahora,
No queda nada por confesar.
No se equivoca quien estima
Que mis días han sido un sueño;
Aún si la esperanza ha volado
En una noche, o en un día,
En una visión, o en ninguna,
¿Es por ello menor la partida?
Todo lo que vemos o imaginamos
Es sólo un sueño dentro de un sueño.

Me paro entre el bramido
De una costa atormentada por las olas,
Y sostengo en mi mano
Granos de la dorada arena.
¡Qué pocos! Sin embargo como se arrastran
Entre mis dedos hacia lo profundo,
Mientras lloro, ¡Mientras lloro!
¡Oh, Dios! ¿No puedo aferrarlos
Con más fuerza?
¡Oh, Dios! ¿No puedo salvar
Uno de la implacable marea?
¿Es todo lo que vemos o imaginamos
Un sueño dentro de un sueño?

"Un sueño dentro de un sueño" 
Edgar Allan Poe, 1849.

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1 comentarios:

summanocturnalia dijo...

https://es.wikipedia.org/wiki/Solipsismo

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