Muertes efímeras, sueños eternos


El pensamiento humano ha esquivado con frecuencia el hecho de que, por espacio de unas horas, cada día de nuestra vida nos sumimos en un letargo en el que nuestras nociones de espacio y tiempo son puestos en tela de juicio y en el que la lógica y nuestro raciocinio parecen abandonar su recto camino.

Pero sobre todo el tiempo del sueño supone un desafío a la solidez de la construcción de nuestro ser, pues no tan solo supone un abandono de nuestra voluntad racional sino también una discontinuidad de nuestra conciencia, pues en algunas fases del sueño (no REM) se produce una auténtica desconexión de nuestra actividad consciente. Esta interrupción del ser nos aproxima, de forma cotidiana, a la idea de nuestra propia inexistencia, y por ello, no es extraño que, para muchas personas, el tiempo que antecede al sueño esté impregnado de una funesta inquietud.

De hecho, son innumerables las metáforas que a lo largo de la historia han señalado esta íntima conexión entre el mundo de los durmientes y el de los muertos. Leonardo de Vinci, escribía en su cuaderno de notas "el sueño es la imagen de la muerte". Y a la inversa, aún hoy día, la muerte es asimilada a la imagen del eterno descanso. Sea como fuere, lo cierto es que esta relación entre la muerte y el sueño fue reconocida desde el origen de los tiempos. 

Ya en el poema sumerio de Gilgamesh, el primer texto literario conocido de más de 4500 años de antigüedad, se hace eco de esta semejanza.  En uno de los momentos más emotivos de la epopeya, Gilgamesh, el indomable rey de Uruk, vela por seis días el cadáver de su inseparable amigo Enkidu, dando vueltas a su alrededor como una leona junto a su criatura entrampada. Gilgamesh, impide que se dé sepultura al cadáver miesntras se pregunta qué clase de sueño se ha apoderado de su amigo. Gilgamesh el rey invencible y poderoso es emocionalmente un niño, su osadía es consecuencia de su completa ignorancia de la muerte, y esos seis días de velorio simbolizan el tránsito a la madurez que supone la asunción de nuestra condición mortal. Pero aquel plácido descanso de Enkidu se trastoca en una realidad más perturbadora cuando al sexto día Gilgamesh ve salir un gusano de la nariz de su amigo. Esa imagen desvanece la ilusión del sueño, y nuestro héroe se enfrenta por vez primera al horror de la muerte. A partir de aquel instante el relato, que hasta entonces había sido una ingenua secuencia de aventuras por parte de un niño jactancioso con semblante de rey, se transforma en una historia más densa y angustiosa, pero también más madura y más humana, sobre la búsqueda de la inmortalidad. 

"Los muertos y los que duermen ¡cuánto se parecen!" le recordará el inmortal Utnapishtim al héroe Gilgamesh, y prosigue "sin embargo, el que duerme despierta y abre los ojos, mientras que nadie regresa de la muerte". En efecto, para los antiguos habitantes de Mesopotamia cuya religiosidad no contemplaba una vida ultraterrena, la relación entre los durmientes y los muertos se limitaba a las apariencias, pero no fue así en aquellas culturas que desarrollaron un credo escatológico. 

Allí donde existió una creencia en la vida de ultratumba, el trance del durmiente era una puerta abierta al más allá a través de las imágenes oníricas. Si sueño y muerte parecían hermanadas en la apariencia física, entonces la experiencia onírica ¿no tendría algo de anticipación de la experiencia psíquica después de la muerte? y más aún ¿qué clase de sueños habrían de esperarnos más allá de la vida?. Esta duda fue expresada por Shakespeare a través del príncipe Hamlet con su característico acento existencial:

....Morir, dormir,
 nada más. Y si durmiendo terminaran
las angustias y los ataques naturales
herencia de la carne, sería una conclusión
seriamente deseable. Morir, dormir:
dormir, tal vez soñar. Sí, ese es el problema,
pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno,
ya libres del agobio terrenal,
es una consideración que frena el juicio
y da tan larga vida a la desgracia.

Lo cierto es que esta pregunta o quimera ya había recorrido el imaginario religioso de numerosas culturas para las que sueño y sueños eran anticipaciones en vida de la experiencia de la muerte. Así, para los antiguos habitantes de Egipto, los sueños no se tenían, sino que se veían, el soñador asomaba por un instante la cabeza a un universo paralelo, que no era otro que el de los muertos. La palabra que empleaban para soñar reset significaba también despertar y era expresada en los jeroglíficos por un ojo abierto. Por tanto, el acto de soñar era un despertar en otro mundo, en el otro mundo que aguardaba más allá de la vida.

En la cosmología griega, Hesíodo describe al sueño y a la muerte como a dos hermanos gemelos, Hipnos (el sueño) y Tanatos (la muerte no violenta), hijos de Nix, la noche. Los griegos los representaron como a dos jóvenes alados, a menudo portando una antorcha invertida, símbolo de la vitalidad que se extingue. Sus lazos de sangre evidenciaban la proximidad de ambas experiencias: dormir hermanaba al hombre por unas horas con la muerte y en los sueños la psiqué liberada recorría las moradas de Hipnos que eran contiguas y consustanciales a las del Hades, el reino de los muertos. 

Hipnos y Tanatos transportando el cadáver de Sarpedón- Tanatos
Al caer la noche ambos hermanos se disputaban el dominio sobre el destino de los hombres. Emulándose mutuamente, aletargaban los miembros y vencían la voluntad humana, pero mientras unos caían bajo el influjo de Hipnos otros, los menos, eran arrebatados definitivamente a la vida por Tanatos, que les deparaba una muerte dulce, tan semejante al sueño como el sueño lo era de la muerte. Tal vez esta inquietante imagen cruzó la imaginación del artista suizo Ferdinand Hodler para inspirar la desasosegante escena de su obra "La Noche" de 1890, posiblemente la pintura que mejor expresa el terrible abismo que se oculta tras la plácida apariencia del sueño.
Ferdinand Hodler "La noche" 1890
  En cambio, el sueño en el que se hayan sumergidas las muchachas que habitan "La casa de las bellas durmientes" obra cumbre del premio nobel japonés Yasunari Kawabata tiene una misión completamente contraria: alejar, aunque sea por unas horas, la asfixiante proximidad de la muerte. En esta delicada y extraña obra, Kawabata narra la historia Eguchi, un anciano al que le es rebelado la existencia de una particular posada: un lugar a donde cada noche clientes de edades muy avanzadas pasan la noche junto a jóvenes narcotizadas. Sin embargo, la casa no es propiamente un prostíbulo, las reglas que la rigen protegen la integridad física de las muchachas: éstas no pueden ser violadas ni torturadas. En cualquier caso, dada la avanzada edad de los clientes puede que esas normas ni siquiera fuera necesario prescribirlas. 

Utamaro - Shunga- S. XVIII
El deseo que mueve a estos hombres a compartir el lecho con una joven que ni los ve ni los siente, no es propiamente de naturaleza sexual, o lo es tan sólo de una forma velada. De hecho, para los peculiares clientes de la casa el tipo de experiencias sensoriales y psíquicas que brindan las muchachas son más refinadas y preciosas, más profundas y significativas, pues al calor de la joven dormida los ancianos se abandonan al recuerdo y a la melancolía, tal vez la únicas formas en que podrían revivir la juventud perdida. El sueño profundo de las muchachas, protege a los ancianos de confrontar su cuerpo demacrado al insultante esplendor de la juventud. En cierto modo la suspensión del ser en las durmientes permite, en cambio, ser a quien ya casi no es. Kawabata, a partir de un constante juego de contrarios, traza un denso relato que fluye entre los paisajes fluidos del onirismo, la memoria y la fantasía. Y en el que muchachas y ancianos, separados por un abismo de letargo y de tiempo, parecen tan sólo igualarse en un punto: ninguno de los dos conoce cuál de esos sueños habrá de ser eterno.

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