Antes Rey que Estrella
Muchas son las
cualidades que hacen destacar a Júpiter por encima del resto de planetas de
nuestro sistema solar. Es, huelga
decirlo, el de mayor tamaño, con un volumen 1300 veces superior al de la Tierra
y su masa es dos veces y media la de todos los demás planetas del sistema solar
combinados. Sin embargo, su sustancia, aunque colosal, es etérea: Júpiter es una
inmensa esfera de gas, un gigantesco fenómeno meteorológico sin superficie
solida alguna.
Su imagen distintiva,
con sus franjas blancas y ocres marcando sus latitudes, son, en verdad, tormentas
centenarias y franjas de nubes estabilizadas por vientos que recorren el
planeta hacia el este y el oeste. Las diferentes tonalidades de estas bandas
toman su color del azufre, fósforo y otras partículas en suspensión de la
atmósfera jupiterina. Mención especial merece su característica Gran Mancha
Roja en el hemisferio Sur, una colosal tormenta anticiclónica de un tamaño
superior al de la Tierra, que gira en sentido inverso con vientos de hasta 600
km/h y que lleva rugiendo al menos 350 años, cuando fue avistada por vez
primera por Giovanni Cassini en 1665.
Pero, bajo ese
manto de nubes multicolores, la esencia de Júpiter es otra bien distinta: el
planeta está formado principalmente por hidrógeno y helio. Esto lo convierte,
en esencia, en una estrella que nunca llegó a prender, un sol frustrado, una
stella abortiva. Júpiter quedó lejos de alcanzar la masa crítica que hubiera
hecho de él una segunda estrella y, a nuestro sistema solar uno de signo
binario. En esta tesitura nuestro cosmos hubiera sido otro bien distinto y las
noches terrestres un raro fenómeno al quedar nuestro planeta encajado entre dos
soles imperecederos.
En su lugar,
Júpiter optó por reinar entre los planetas y en nuestros cielos nocturnos. Para
un atento observador celeste, Júpiter aparece como un objeto de brillo firme
sin el característico titilar de nuestras estrellas. Se desplaza lentamente de
este a oeste, completando una vuelta por el zodiaco cada doce años, a razón de
un año por signo zodiacal. Por este motivo Júpiter fue considerado como regente
de los grandes ciclos, de las generaciones y los reinados. Así, en la tradición
astrológica China, Júpiter era conocido como Suixing (“estrella del año”), una
suerte de metrónomo celeste que marcaba los destinos colectivos más que
personales, asociado a los reinados, las dinastías y las transformaciones del
mundo. Era importante seguir sus prescripciones astrológicas para gozar de su
conocido influjo beneficioso.
De manera
simétrica, a miles de kilómetros de China, en la tradición astronómica helenística,
Júpiter también era conocido como “Gran Benéfico” (Megas Euergetes), una puerta
de acceso a la plenitud y la abundancia a través del conocimiento y la justicia.
Una suerte de escudo protector que fomentaba la generosidad y la filantropía.
El vínculo del
planeta con el dios epónimo, ya era otro cantar. Sin duda, Zeus/Júpiter era el
gran rey del panteón griego, y un pilar en el orden del cosmos pero no siempre
su comportamiento fue modelo de generosidad filantrópica. Gobernaba con puño de
hierro sobre los olímpicos, y era el garante de la justicia entre los dioses y
por extensión entre los humanos. Pocas veces su implacable ley se mostraba
misericorde con sus ajusticiados. Bien lo supo Prometeo, condenado por robar el
fuego olímpico y encadenado por ello a una roca en el Cáucaso, donde un águila inclemente
le devoraba su hígado cada día, solo para que se regenerara por la noche y
poder reiniciar el tormento.
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Prometeo - Theodor Rombouts |
No menos cruel fue el destino del
mortal Ixión, acusado de intentar seducir a su esposa Hera. Pese a ser el más
lubrico de los dioses, Zeus, lejos de mostrarse comprensivo ató a Ixión a una
rueda candente que jamás detenía su giro infernal en el abismo primigenio del
Tártaro.
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Zeus de Esmirna |
Los paralelismos de Zeus con su
contraparte mesopotámica son algo más que asombrosos. Marduk, su equivalente
babilónico, forma parte del grupo de los dioses jóvenes, una segunda generación
de divinidades que nacen tras los dioses primordiales Apsu (las aguas dulces) y
su esposa Tiamat (las aguas saladas). Apsu está molesto con ellos pues resultan
ser muy ruidosos y decide aniquilarlos, pero Ea, dios de la sabiduría, se
anticipa y mata a Apsu. Tiamat, en venganza, recluta un ejército de monstruos presta
a acabar con los díscolos dioses. Es entonces cuando presas del pánico, éstos
deciden buscar un campeón que los defienda: Marduk. Éste, accede con la
condición de reinar sobre ellos en caso de victoria. Los dioses aunque aceptan
a regañadientes le conceden el rayo y los vientos para librar la batalla de la
que saldrá finalmente victorioso. En el combate Marduk parte a Tiamat en dos
con su rayo, y con su cuerpo dividido crea el cielo y la tierra, estableciendo
el orden primordial del cosmos.
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Marduk - sello cilíndrico del s. IX a.C. |
La iconografía babilónica difiere, en cambio, de la representación romana, y prefiere centrarse en su papel como organizador del cosmos, y no tanto en su representación antropomórfica. Como símbolo es a menudo encarnado a través de la estrella de ocho puntas o a través del emblema de la azada, con la que se representa su papel de agrimensor y ordenador de la tierra. Otras veces es su dragón híbrido Mushussu quien le representa. En su versión antropomórfica en cambio, muestra los rasgos soberanos de un rey de larga túnica y armado con arco, maza o espada.
En el contexto
grecorromano, en cambio, Júpiter es encarnado con una majestad definitivamente
humana. En su versión más canónica Júpiter se muestra como un varón barbado e
imponente, blandiendo el rayo, o el cetro gobierna el universo desde su trono
celeste acompañado de su fiel águila, símbolo de su dominio de los cielos y su
visión penetrante sobre el devenir de los mortales. Así lo debió representar
Fidias en Olimpia, en una colosal escultura crisoelefantina, hoy desaparecida,
que le valió la consideración como una de las siete maravillas del mundo
antiguo.
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Júpiter y Tetis - Dominique Ingres |
Los emperadores romanos del alto imperio buscaron paulatinamente la asimilación de su figura a la del propio Júpiter, y a menudo incorporaron atributos divinos con los que manifestaban estar traspasados por el Genius Iovis (el espíritu protector de Júpiter). Los emperadores a partir de Augusto iniciaron un proceso de divinización en tierra, haciéndose erigir templos dedicados a su propio culto. Pero sin duda el punto álgido se alcanzaba al momento de la muerte del emperador cuando se realizaban los ritos funerarios y la apoteosis (proceso de divinización del emperador). Esta tradición funeraria inaugurada por el propio Augusto, contemplaba la elevación de una pira de varios pisos de altura, una procesión pública con participación de sacerdotes y senadores y la liberación de un águila en el momento de la incineración como símbolo del ascenso del alma del emperador al trono de Júpiter.
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Busto de Calígula |
Pero si hubo un emperador que llevó la asimilación de su persona la del dios del trueno al paroxismo, ese fue sin duda Cayo Julio César Augusto Germánico, más conocido, a su pesar, por un apodo que perduró desde su infancia: Calígula, “botitas”. Su reinado fue tan breve (del 37 al 41) como desmedido en crueldad y extravagancia, fruto de unos delirios de grandeza que le llevaron a creerse, o al menos a querer ser tratado como un dios viviente, como Jupiter Optimus Maximus.
Suetonio, ese
magnífico compilador de chismes y maledicencias, no escatima en su “Historia de
los Doce Césares” en dar detalles jugosos de su lascivia desmedida, pero
también de sus brutales desvaríos: Se sabe que tenía relaciones incestuosas con
sus hermanas Agripina, Julia Livia y su favorita Drusila, pero esto no era
óbice para que las ofreciera como proxeneta a sus favoritos. De hecho, se
afirma que consagró una parte del palacio imperial como prostíbulo donde obligaba
a matronas y jóvenes de las familias nobles a trabajar allí como forma de
humillar a la aristocracia.
Su crueldad no le iba a la zaga, se dice que participaba personalmente en numerosos tormentos y ejecuciones, que por lo general eran arbitrarias y dictadas por su capricho: “¡Que sientan que mueren!” ordenaba a sus verdugos. En cierta ocasión obligó asistir a padres a las ejecuciones de sus hijos, para luego invitarlos a un banquete en palacio, y obligar a los desgraciados progenitores a amenizar la velada contando chistes.
Pero no dejemos que nuestra avidez por la truculencia nos desvíe del tema: su delirio no fue tan solo monstruoso sino también megalomaníaco. Calígula fue sin duda el emperador que llevó más lejos el proceso de asimilación con Júpiter: cuenta Suetonio que al poco de alcanzar el poder pidió que se decapitaran las estatuas de los lugares más sagrados de Roma para poner su rostro en su lugar, y sentado entre ellas exigía ser adorado como un dios. Se sabe también que ordenó construir un puente que conectara su palacio con el templo de Júpiter como si de una extensión de su propia casa se tratara. Como buen histrión, le gustaba disfrazarse de Júpiter cuando no Hermes o Diana y no contento con ello, obligaba a sus hermanas a secundarle en el papel a la guisa de consortes divinas como Juno o Venus.
No es de
extrañar que con esta mezcla de extravagancia y crueldad, Calígula se granjeara
enemistades y buscara su propia ruina. No faltaron conjuras y complots para
acabar con su vida. Hartos de sus continuas humillaciones la guardia pretoriana
apoyada por miembros del senado planearon su asesinato en el noveno día antes
de las calendas de febrero. La víspera del magnicidio Júpiter se manifestó bajo
la forma de diversos augurios: un rayo cayó sobre el Capitolio, y su estatua
sedente de Olimpia que iba a ser transportada a Roma emitió un sonoro bramido.
El propio Júpiter se le apareció en sueños a Calígula propinándole una patada
con el dedo del pie y haciéndole caer estrepitosamente a tierra. El destino de Calígula
estaba sentenciado.
Fue acorralado
en un pasaje y apuñalado por los conspiradores hasta la muerte. Se dice que
algunos de sus fieles llevaron su cadáver secretamente hasta los jardines de
Lamia, y fue quemado en una pira hecha a toda prisa. Calígula quien ansió como nadie
la apoteosis en vida encontró la más mundana de las muertes.
Toda esta disparatada
y cruenta historia bien merece una modesta enseñanza final: ya fuera de la estirpe
de los dioses o de los farsantes, el vanidoso Calígula, que intentó empatarse
a Júpiter, bien podrían haber extraído del astro, que prefirió quedarse en planeta, una valiosa lección moral: Es preferible brillar como rey, que arder como
estrella.