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Amores que matan

En el singular panteón que compone nuestro sistema solar, tan sólo dos planetas son encarnados por divinidades femeninas: la Luna y Venus; esta relación fue seguramente establecida gracias a que sus ciclos orbitales coincidían con los propios de la mujer. Como es bien sabido los ritmos lunares se acompasan oportunamente con los de la menstruación femenina. El caso de Venus la relación no es tan inmediata pero sí evidente. Pues, pese a que Venus completa su orbita alrededor del sol en 224 días, los propios movimientos orbitales de la Tierra retrasan la percepción del ciclo venusino, de forma que parece prolongarse hasta los 260 días bien sea como estrella de la mañana o de la noche. Un lapso de tiempo que coincide, en buena medida, con la duración de un embarazo.


     Tal vez fuera por su supuesta condición femenina, tal vez porque ambas eran diosas inspiradoras del amor y de la belleza, lo cierto es que tanto poetas como astrónomos figuraron que sus superficies planetarias estaban cubiertas por paisajes suntuosos y delicados, acordes a su pedigrí divino, cuando lo cierto es que ambos planetas albergaban un paisaje de desoladora devastación. 

     Así, mientras los astrónomos creyeron ver procelosos mares sobre la superficie lunar, los astronautas recogieron muestras rocosas, de una sequedad que sobrepasaba la de cualquier material de existente sobre la superficie de la tierra.

     En el caso de Venus, el equívoco sobre la naturaleza del planeta fue incluso mayor. A grandes rasgos Venus es un planeta bastante similar a la Tierra, es el más próximo a nosotros y tiene dimensiones parejas, lo que lo situaba en una excelente posición como candidato a albergar vida extraterrestre. Además en 1871, el astrónomo y poeta ruso Mijail Lomonosov descubrió que su superficie estaba recubierta por un manto de nubes que impedía contemplar la superficie del planeta. Dicho manto es el responsable además de que la luz del sol se refleje con tanta intensidad (hasta un 80%) produciendo el deslumbrante efecto con el que Venus aparece en nuestro firmamento.

     A partir de ese descubrimiento la fantasía sobre el planeta de la diosa del amor se precipitó en una concatenación de conclusiones erróneas: aquel superestrato nebuloso que ocultaba la superficie del planeta era "posiblemente" una densa capa de vapor de agua. Dicho vapor debía proceder "razonablemente" de extensas lagunas que "seguramente" cubrían casi toda la superficie venusina. El agua es un elemento primordial en el nacimiento de la vida, cosa que era "probable" en un planeta de características tan similares a las de la Tierra, así que era "plausible"  pensar que Venus fuera un vergel "hipotéticamente" habitado por las más exóticas especies animales y vegetales. De esta forma allí donde nuestra mirada no pudo posarse lo hizo, como acostumbra a suceder, nuestra prolija imaginación, y de un opaco manto de nubes acabamos figurando un Edén extraterrestre.

     Nada más lejos de la realidad, pocos planetas reúnen condiciones tan adversas para albergar la vida. Tal vez antaño Venus poseyera océanos en su superficie, pero éstos se evaporaron hace mucho tiempo. El vapor de agua combinado con los gases emanados de las erupciones volcánicas rodearon al planeta produciendo un progresivo e imparable efecto invernadero:  pues permitían que los rayos del Sol calentaran la superficie de la tierra a la vez que impedían que el calor escapase. Mientras, el Sol descomponía en la estratosfera el vapor de agua en sus componentes, y cuando el hidrógeno escapó de la atmósfera el oxígeno se recombinó con los otros gases hasta producir anhídrido carbónico, el más eficaz y tóxico de los gases invernadero, acelerando e intensificando el proceso de calentamiento.

     Los primeros estudios sobre el espectro electromagnético de Venus hacia 1920 y las exploraciones radiotelescópicas hacia 1956 comenzaron a revelar su árida realidad. La constatación definitiva llegaría con el envío de las expediciones espaciales soviéticas Venera que entre 1961 y 1983 fueron lanzadas a Venus. Aquellas naves no tripuladas apenas resistieron operativas una hora a las terribles condiciones que les impuso el planeta: con una temperatura en superficie de 480º y una presión atmosférica 90 veces superior a la de la Tierra, aquellas primeras sondas espaciales quedaron fritas en cuestión de minutos. El planeta del amor descubrió ser en realidad una fatídica trampa mortal.
Una de las escasas imágenes de la superficie de Venus tomada por la sonda Venera en 1980

 Sin embargo, por esta vez no se podía acusar a la mitología de haber inducido al engaño, pues en cualquiera de sus muchas tradiciones la divinidad que encarnó el planeta Venus (fuera Inanna, Ishtar, Astarté, Afrodita o su epónima Venus) representó a la diosa del amor, pero también a la de la Muerte en Vida. Por decirlo de otra forma, tras la seductora imagen de aquella divinidad del placer carnal y del amor se escondía una auténtica femme fatale: pues  gracias a su irresistible belleza y encanto, conducía a sus ingenuos amantes hacia un fatal destino. Venus en cualquiera de sus encarnaciones mitológicas no sólo es presentada como  una mujer enamoradiza y lujuriosa, sino también veleidosa, egoísta y cruel. No es extraño, por tanto, que cualquiera de sus escarceos amorosos supongan la segura ruina de sus pretendientes. Así se advierte en la epopeya de Gilgamesh, cuando el heroico rey de Uruk elude los requiebros de Ishtar y la rechaza en estos términos:

¿a cuál de tus esposos has amado para siempre?
¿quién pudo satisfacer tus insaciables deseos?
Deja que te recuerde cuántos sufrieron,
cómo todos ellos encontraron un amargo final. 
Recuerda qué le sucedió a aquel hermoso joven, Tammuz:
lo amaste cuando ambos erais jóvenes; 
luego mudaste de parecer y lo enviaste al inframundo,
y le condenaste a ser llorado un año tras otro.

En la mitología mesopotámica, Tammuz/Dumuzi, representa la figura de un dios-pastor, señor de las cosechas, quien cometió el craso error de ser el consorte de Ishtar. Sin embargo, su unión es tan cruenta como necesaria, o mejor dicho, necesariamente cruenta, pues el amor fecundo de Ishtar garantiza la fertilización de las cosechas siempre y cuando éstas se renueven constantemente por medio del ciclo sin fin de la vida y la muerte. 

La justificación mítica que los mesopotámicos hicieron de los  ciclos estacionales en la naturaleza, nos ha llegado a través celebre relato de "Ishtar en los infiernos". Cuenta el mito que Ishtar decidió en cierta ocasión bajar a los infiernos a visitar a su detestable hermana Ereshkigal, señora del inframundo. Ésta le tiende una trampa en la que Ishtar despojada de sus atributos, de su fuerza y poder, es apresada, vejada, y reducida a un despojo cadavérico. Aunque no por mucho tiempo, pues el astuto dios Enki se las ingenia para devolverle la vida. Sin embargo,el infierno es un espacio que se rige por leyes que ni los mismos dioses pueden dejar de observar: si la diosa desea salir del inframundo debe encontrar un chivo expiatorio que la sustituya. E Ishtar, implacable diosa del amor, condena a su amante, Dumuzi. Cuando los demonios acuden apresarlo Dumuzi escapa y se esconde en casa de su hermana, Gestinanna. Sin embargo los demonios no tardan en seguirle la pista, es entonces cuando Gestinanna, en un generoso acto de amor fraternal, se ofrece para compartir la injusta penitencia de su hermano, de tal suerte que Dumuzi, dios de la cosecha, tan sólo deberá permanecer en adelante la mitad del año en el inframundo, para emerger exuberante la otra mitad.

El mito de Ishtar y Tammuz conoció infinidad de versiones y traducciones en las mitologías de Oriente Próximo antes de extenderse a Occidente. De hecho, los ecos de aquel infortunado romance resuenan en la tradición grecorromana a través de los idilios de Afrodita. Quienes tienen a Afrodita por la amable diosa del amor hacen mal en ignorar su sustrato mito-poético primordial: de una forma  u otra, Afrodita traía la destrucción del rey sagrado que copulara con ella pues sólo su muerte garantizaba el recomienzo del ciclo de la vida. 

 Amar al amor, desear a la misma Afrodita, tiene ese funesto precio: la muerte. Pues el amor, es el germen de la vida y ésta tan solo puede afirmarse sobreponiéndose a la muerte. El amado debe morir para poder renacer en el amor, y de idéntica forma opera la naturaleza cuando renueva su aspecto sin fin a través de la eterna rueda del nacimiento y la muerte. Un fenómeno circular que esplende en la superficie, y se marchita en el subsuello, antes de renacer de nuevo y poner de nuevo en marcha el ciclo eterno.  No de otra cosa nos habla el célebre idilio entre Afrodita y Adonis. 

Adonis es un hermoso pastor (arquetipo equivalente al del dios-vegetal) amado y disputado por dos diosas de signo opuesto y complementario: Afrodita y Perséfone. Sobre la faz de la Tierra Adonis vive en un idilio perpetuo con la diosa del amor, pero todos los desvelos de Afrodita por protegerle serán vanos, nada podrá evitar su muerte, tan inexorable como necesaria. Según el mito, Adonis herido de muerte por un jabalí regresa a los dominios de Perséfone. Tras numerosos litigios entre ambas diosas, Zeus resuelve que Adonis permanezca la mitad del año en brazos de Afrodita y la otra mitad bajo tierra, con Perséfone.

Como divinidad que representaba la Muerte en Vida, Afrodita recibió numerosos epítetos que contrastaban con su carácter afable de diosa del amor: en Atenas se la conocía como la Mayor de las Parcas y hermana de las Erinias, también era conocida como Melenis ("la oscura") o Escotia ("la Negra") o más evidentes aún, Andrófona ("asesina de hombres") o Epitimbria ("la de las tumbas").

Sin embargo, a partir del Renacimiento, el arte Occidental construyó un imaginario entorno a la diosa que, centrado en su dimensión más amable, olvidaba por el contrario su lado oscuro y violento. Venus emerge bella y luminosa de las aguas de la mano de Botticelli, de Cabanel o de Bouguerau, yace lánguida como silente objeto de contemplación en Giorgione o en Velázquez, o se acicala ausente con Tiziano, Chasseriau y Godward. En todas ellas Venus se  ofrece misteriosa y discreta, distante y coqueta. Por lo general, la Venus postrenacentista se representa más casta que lúbrica, más exhibicionista que incitante, más Artemisa que Afrodita, y de esta suerte se desvanece cualquier advertencia de peligro sobre la oscura amenaza que subyace en tan complaciente belleza.

"El nacimiento de Venus"- Boticelli- Bouguerau
"Venus durmiente" Giorgione- "Venus del espejo" Velázquez
"Venus Anadiómena" Tiziano y Chasseriau- "Venus recogiéndose el cabello" Godward
Sin embargo, a finales del siglo XIX, un escritor austríaco de origen, gustos y perversiones  aristocráticas llamado Leopold von Sacher-Masoch, supo entrever en otra célebre "Venus del espejo" de Tiziano un atisbo de su sádica naturaleza primigenia. Aquella Venus vanidosa,  que dejaba caer graciosamente su mantón de armiño, inspiraría a Sacher-Masoch el título de su célebre novela de la misma forma que sus vivencias personales inspirarían su contenido. Pues a grandes rasgos "la Venus de las pieles" es una transcripción, levemente adaptada, de su peculiar romance con la escritora Fanny Pistor: una peculiar relación ama-esclavo en la que Sacher-Masoch aceptó pasar por su lacayo, pública e íntimamente, a lo largo de un Grand-Tour sexual por Venecia.


En un momento de la novela, Severin von Kumsiemski, alter ego de Sacher-Masoch, confiesa a su ama equivalente, Wanda von Dunajew “El dolor posee para mí un encanto raro, nada enciende más mi pasión que la tiranía, la crueldad y, sobre todo, la infidelidad de una mujer hermosa”. De esta forma, la novela transcurre entre extremadas pasiones y humillantes postraciones, besos encendidos y azotes de fusta, conmovedora belleza, refinados fetiches, caricias y vejaciones a partes iguales. La vivacidad con que Sacher-Masoch dibujó tan ilustrativa antología de la perversión lúbrica, le valió, a su pesar, una fama escandalosa y el extraño honor de dar nombre a una conocida parafilia sexual: el masoquismo, descrita y bautizada por vez primera en el tratado "Psicopatía sexual" del doctor Krafft-Ebing de 1886.



Sin embargo, no debemos descuidar que tras este singular libertino se ocultaba un aristócrata de refinada formación clásica. Sin duda, Sacher-Masoch no olvidaba que en origen Venus era la diosa que guiaba al hombre hacia su autoconocimiento a través del doble misterio de la carne: por la vía del placer y pero también del dolor. Ambas pulsiones son puertas que conectan nuestra piel con nuestro yo profundo, vías de intimación que lejos de oponerse se amplifican por medio de veladas resonancias. 



La verdadera Venus, la seductora e implacable, nos enseña que amar y sufrir son una misma cosa, que el hombre sólo se somete por la fuerza del dolor y del deseo y que todo anhelo de lo bello conlleva su penitencia. En pleno paroxismo amoroso Severin, al igual que en vida hizo Sacher-Masoch, firma un contrato que le deja a merced de su íntima y despiadada diosa; dicho contrato contiene un anexo final: una nota de suicidio autografiada. Como genuino amante de Venus, Severin descubre que tan sólo alcanzará la plenitud si accede a su destrucción, si renuncia completamente a sí mismo. A cambio, se llevará dos valiosas lecciones: primera, que no existe delicadeza más engañosa que la del encanto femenino y segundo, que el amor, tomado en dosis convenientes, mata.

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Lasciva y marcial


    
   La posición de nuestra querida Tierra en la 3º órbita del sistema solar, divide bajo nuestro punto de vista a los restantes planetas en dos grupos: aquellos que se ofrecen a nuestra visión desde nuestro hemisferio nocturno (Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Plutón) y los que lo hacen desde nuestro hemisferio diurno (Mercurio y Venus).

   Sin embargo, nuestro Sol, tan diligente a la hora de iluminar la superficie terrestre se convierte en un serio inconveniente a la hora de observar los cuerpos celestes, ya que, a su manera, es un agente de contaminación lumínica de primer orden. Los planetas diurnos son ocultados por el brillo cegador de la luz solar y tan solo cuando la intensidad de nuestro astro declina pueden lucir y ser observados por unas horas en nuestro firmamento. De esta forma Mercurio y Venus pueden emerger radiantes en el horizonte cuando el Sol todavía no ha despuntado, pero a medida que nuestro astro se eleva se desvanecen en el fulgor diurno para finalmente reaparecer con la llegada del crepúsculo haciendo prevalecer de nuevo su brillo.
Orbita de Venus y visibilidad desde la tierra.- PM y UM primera y última aparición de Venus como estrella matutina. UT  Y PT primera y última aparición de Venus como estrella vespertina

     Esta manifestación desdoblada entre la aurora y el crepúsculo confundió con frecuencia a los antiguos astrónomos. Venus, que debido a su especial brillo e intensidad, destacó desde edad muy temprana en las observaciones astrales y sus mitos asociados, fue a menudo considerada como dos estrellas diferentes.  Los chinos, al menos, apañaron un matrimonio, entre la estrella matutina y la vespertina. Venus representaba la unión entre los dos géneros el matinal-masculino del esposo Tai-po y el del crepuscular-femenino de su esposa Nu-Chien. 

     Los egipcios llamaron Sebatuaty a la estrella vespertina y Pencherduau (casa del dios de la mañana) al lucero matutino aunque también fue conocido como Bennu Osiris, el ave Fenix egipcio que anuncia el renacimiento solar, y representado bajo el aspecto de una garza real. Bajo esta forma puede apreciarse en una esquina del magnifico techo astronómico que cubre la tumba del arquitecto egipcio Senenmenut hacia el siglo XV antes de Cristo. 
Techo astronómico de la tumba de Senenmenut

     Tampoco griegos y romanos escaparon al equívoco. Los griegos llamaron al lucero que anuncia la noche Hesperus y al que presido los primeros rayos del alba Phosphoros. Si Hesperus (Vesper en los romanos) era una estrella que presagiaba las inciertas horas de la noche, Phosphoros traía consigo la bendición de un nuevo día. Por ese motivo la llamaron Lucifer ("portador de la luz") nombre con el que paradójicamente el cristianismo acabaría refiriendo al mismísimo príncipe de las Tinieblas debido a un equívoco interpretativo de un Salmo del profeta Isaías.

     En cambio, los sabios astrónomos mesopotámicos ya habían intuido en aquella apariencia dual la personalidad bipolar de una única diosa: los sumerios la llamaron Inanna y los semitas, Ishtar. Ambas fueron el producto de una síntesis de divinidades femeninas de procedencia diversa y en ocasiones opuesta;de hecho, con el paso del tiempo la personalidad compleja y voraz de Inanna fue absorviendo atribuciones y cualidades de otras divinidades menores, hasta el punto en que Inanna/Ishtar acabó representando de una forma genérica a lo femenino en lo sagrado. En origen, Inanna debió proceder de alguna antigua diosa del almacén comunal y había heredado a su vez el puesto celeste de Delebat, diosa del planeta Venus. Pero ante todo Inanna/Ishtar se distinguió principalmente por encarnar una polaridad simbólica radical: ser a un tiempo la cruel diosa de la guerra y del amor voluptuoso.

     Sin embargo, Ishtar no agota el espectro del simbolismo femenino. Pues ella no es una diosa ni protectora ni maternal. El papel fecundante que se presumiría de su condición femenina y voluptuosa lo desempeña  más bien, su compañero sentimental el dios pastor Dumuzi (o Tammuz en sumerio),  arquetipo del dios-rey de la vegetación cuyo cíclico sacrificio permite la renovación del ciclo natural y la abundancia de las cosechas.

     El ámbito de dominio de la diosa refiere más bien a la esfera de poder y a sus dos principales instrumentos: el sexo y la violencia. En la antigua Mesopotamia, donde las ciudades eran los bastiones de la civilización frente al barbarismo nómada, sexo y violencia se rebelan como las dos herramientas más eficaces para extender el dominio de la civilización a través de la carne: la violencia doblega, el sexo domestica.  Es así como en el célebre poema mesopotámico,  Gilgamesh logra domeñar al salvaje Enkidu, para convertirlo en su fiel amigo. Enkidu es un gigante silvestre enviado por los dioses para castigar el caracter disoluto y prepotente de Gilgamesh. Si el rey de Uruk quiere vencerle primero debe apartarlo de su medio salvaje que representa su fuerza y su refugio. Así Gilgamesh le envía un regalo envenenado del mundo civilizado: una prostituta del templo de Ishtar para que se doblegue a sus encantos. Tras yacer con ella siete días y siete noches, Enkidu ha perdido el vínculo virginal que le mantenía ligado a la naturaleza, y descubre que los animales con los que hasta entonces le tenían por uno de los suyos, se apartan ahora espantados. El sexo ha civilizado a Enkidu.

     Como vemos, en los templos de Ishtar el sacerdocio era desempeñado por hieródulas, prostitutas sagradas, que instruían a los jóvenes en los saberes que se transmiten a través de la piel. Su prestigio era equiparable o superior al de las patricias casadas y su estatus estaba amparado por el código de Hammurabi. 

Con todo el sacramento de la prostitución, no era exclusivo de las sacerdotisas, pues la hierodulía  era la forma ritual en que las muchachas vírgenes de Babilonia se iniciaban en el sexo. Según cuenta Herodoto en el s. V,  las jóvenes babilónicas acudían al templo de Ishtar para rendirle su tributo de sexo. Se disponían formando rectos pasillos que los hombres recorrían para escoger. Ni el precio ni el cliente podían ser rechazados, pues se trataba de un sagrado sacramento, las mujeres debían acostarse con el primer hombre que pagara un precio por sus sagrados servicios. CUmplido el rito podían retirarse a sus hogares, entonces ya ningún oro podría pagar el precio de sus cuerpos. Las jóvenes más bellas consumaban pronto su servicio, mientras que las menos agraciadas podían llegar a permanecer años en el templo. 
     Con el tiempo, la diosa Ishtar fue extendiendo su dominio en otras culturas: fue la Astarté fenicia, la Astoret israelita, la Astar abisinia, la Attar ugarítica y la Hathor egipcia. Y en todas ellas se replicaba esa personalidad a un tiempo seductora y cruel, amorosa y despiadada, cautivadora y brutal, hechicera, sanguinaria, lujuriosa, atroz...

     Grecia no recibió de forma tan directa el influjo de la potente cultura Mesopotomica. Aunque a menudo sus divinidades replicaron algunos arquetipos comunes a las religiones politeístas, en su desarrollo mítico el panteón heleno conservó su singular originalidad. 

En el caso griego el desdoblamiento del planeta Venus en dos entidades celestes diferentes (Hesperus y Phosphoros) se repitió en el caso de la personalidad bipolar de Ishtar. De esta forma, la Afrodita griega, tan sólo acogió las atribuciones de una diosa del amor sensual y olvidó en cambio sus atribuciones guerreras. Al igual que Ishtar, Afrodita no encarna la fecundidad sino el impulso sensual que la hace posible, y por eso también en los templos de la diosa griega se practicaba la hierodulía.

En cambio, la faceta guerrera de la Ishtar mesopotámica, no está presente en Afrodita; la  dimensión cruenta de la diosa babilonia parece, en cambio, ajustarse como un guante a la personalidad de otra divinidad helénica: Atenea, diosa guerrera y patrona de los ejércitos. Su fogosidad belicosa parece, curiosamente, haber apagado la de su sexo pues, pese a su belleza y a su carácter intrépido, Atenea es una diosa virgen. 

     Roma repetiría el esquema griego, y Afrodita rebautizada como Venus acabaría legándonos un nombre y un lugar destacado en nuestro firmamento. Por el contrario, en la escisión de Ishtar, Atenea-Minerva saldría malparada, pues, a pesar de su importancia, se vio despojada de un merecido lugar en el esquema planetario.

Venus y Minerva
 Minerva no tardaría, sin embargo, en tomarse la revancha. El paradigma femenino que encarnaba,  mezcla de áscesis guerrera y pudor doméstico, iba a encontrar un fácil acomodo en el imaginario de una nueva religión que a fuerza de perseverancia, lucha y sacrificio iba ganando terreno en el Imperio Romano: el cristianismo.  

     El ideal ascético y espiritual de los cristianos repudió sin dilación a la diosa del amor sensual y quedó en cambio seducido por el carácter doméstico a la par que guerrero de Minerva. Así, en un contexto en el que las misiones evangélicas se mezclaban con las misiones militares, la belicosa virgen pagana influyó en la inocente virgen cristiana. La cándida María se transformó en no pocas ocasiones en patrona de ejércitos, en valedora de las más infames carnicerías perpetradas en su nombre y en el de su Hijo. Al verla, todavía hoy, desempeñar el siniestro papel de patrona castrense, a uno le da por pensar que, tal vez, de haberle pedido opinión, aquella humilde muchacha de Nazaret hubiera escogido ser patrona de las rameras.

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La noche que fue primera


"Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios:
"que exista la luz" Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas. A la luz la llamó día y a las tinieblas, noche."
[Génesis]




Existió una noche primera y primordial, una noche anterior a nuestra noche, la del firmamento estrellado, la que muere ahogada en el día, la de las horas contadas. Es la noche que antecede al mundo, al cosmos ordenado y al tiempo que transcurre. De una forma u otra, todas las cosmogonías antiguas trataron de describir ese escenario germinal del que habría de surgir todo. Los griegos lo llamaron Caos, y el imaginario moderno llevado por la tardía descripción de Ovidio, lo supuso como una amalgama tumultuosa, un movimiento continuo y desordenado de la materia del que no era posible discernir forma alguna:


                  Antes del mar, de la tierra y del cielo que lo cubre todo,

la naturaleza ofrecía un solo aspecto en el orbe entero, 
al que llamaron Caos: una masa tosca y desordenada,
que no era más que un peso inerte y gérmenes discordantes,
amontonados juntos, de cosas no bien unidas.[...]
Y aunque allí había tierra, mar y aire, 
inestable era la tierra, innavegable era el mar
y sin luz estaba el aire: nada conservaba su forma,
cada uno se oponía a los otros, porque en un solo cuerpo
lo frío luchaba con lo caliente, lo húmedo con lo seco,
lo blando con lo duro y lo pesado con lo ligero. 
                                                                          Las Metamorfosis

Pero lo cierto es que en la mayor parte de las tradiciones cosmogónicas ese Caos originario responde más bien a una imagen de serena y oscura quietud.  Es el espacio de lo inexistente, de lo que todavía es pura potencia, una posibilidad de existir a la que falta el impulso germinal de un Ser Creador. La etimología griega de Caos ( Χάος  "hendidura" "espacio que se abre) apunta hacia la imagen de un abismo, un vacío sin final, ni limites, sin duda una potente imagen del vértigo de lo indeterminado.


Otros relatos cosmogónicos recogen también este escenario abisal, pero ya no se trata de la ubicua imagen del vacío sino ese agujero sin límite, se halla colmado por el vasto océano de las aguas primordiales. La imagen acuática no es en absoluto ociosa pues las aguas "simbolizan la totalidad de las virtualidades" y en su unidad no fragmentada se dan todas las posibilidades de forma sin necesidad de llegar a definir forma alguna. Las aguas simbolizan la sustancia primordial de la que nacen todas las formas y a la que finalmente han de volver, son principio y final del cosmos.

La cosmología sumeria nos sitúa en ese preciso escenario, que no era otro que el paisaje que vio nacer a su civilización: las cenagosas marismas que cubrían la desembocadura del Tigris y el Éufrates, en el Sur de Iraq, hace más de 5000 años. Los sumerios lo encarnaron en el cuerpo de una Diosa, Nammu, que en un acto de autoprocreación daría origen al cielo (personificado en el dios An) y a la tierra (el dios Ki). Durante el período babilónico la tradición cosmogónica sumeria se desarrollaría de forma distinta pero partiendo de elementos semejantes: el papel de Nammu sería ejercido por dos monstruos acuáticos con aspecto de serpiente (Apsu, las aguas dulces y estancadas) y Tiamat (las aguas saladas) cuyo entrelazamiento daría origen a los dioses y a la creación.


Hebreos, egipcios y mayas repiten con una similitud asombrosa la cosmogonía acuática, pero en ellos las aguas primordiales son un principio pasivo e inconsciente, que contiene potencialmente el cosmos pero es incapaz de desarrollarlo por sí mismo sino que necesita del impulso exógeno de un Ser Creador. En el Génesis, el espíritu divino sobrevuela esas aguas primordiales, aunque nada se nos dice de su propio origen que se presupone eterno. En las cosmologías egipcia y maya, en cambio,  las aguas anteceden a la propia divinidad. Así, por ejemplo, en la historia de la creación elaborada en Heliópolis, Ra, el dios solar, emerge de las aguas primordiales (Nun) creándose a sí mismo haciéndose autoconsciente. El Popol Wuj, tal vez el mejor testimonio de las tradiciones mitológicas mesoamericanas, describe este estadio primigenio de la siguiente manera: 


"No se manifestaba la faz de la tierra. Solo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión. 

No había nada que estuviera de pie; solo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia. Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche. Solo el Creador, el Formador, Tepes, la soberana Serpiente Emplumada, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad"


Lo cierto es que la explicación del origen del cosmos situaba al narrador mitológico ante un reto lingüístico e imaginativo mayúsculo: la paradoja de describir de forma plástica y convincente aquello que por definición no tiene existencia, el estado de las cosas antes de que éstas hubieran surgido. Lo Increado se sitúa en un desconcertante limbo entre la Nada y el Ser: no es parte del Cosmos pero constituye su sustrato, carece de modo y de forma pero virtualmente las contiene todas, es la materia prima de todo lo existente pero se sitúa en un plano anterior a la existencia, es lo que todavía no es.  


Lo abisal, lo acuático, lo silencioso y lo nocturno, serán las herramientas simbólicas a través de las cuales dar expresión a lo inefable; pues en estos valores concurren las principales cualidades de la indeterminación: en el abismo sin fin no existe ni límite ni punto de fuga, no está fijada, por tanto, ninguna coordenada espacial. Lo fluido elude la forma a la vez que las contiene todas, las aguas expresan un estadio de indeterminación formal sin negar su potencia germinal. El silencio niega toda existencia, pues solo lo que existe puede ser nombrado. La oscuridad impide la manifestación del Ser, la luminosa epifanía de la existencia.


Éste era el aspecto de la Noche de los Tiempos, un escenario carente de cualidades, de dimensión física y temporal. La Creación pone fin a la cadena de indeterminaciones: Primero emerge la divinidad primigenia que inicia la Creación rompiendo el silencio y nombrando a las cosas para que éstas  existan.  Al ser fijado su nombre las formas emergen de entre las aguas abisales que las contenían virtualmente, se definen, tienen extensión y límites. La aparición del Cosmos cobra desde el primer momento el carácter de una epifanía luminosa. La divinidad revela su poder creador arrojando luz sobre la Noche de los Tiempos para que pueda manifestarse la Creación.


Por otra parte, la irrupción de la luz no elimina las tinieblas, sino que las acota y ordena, establece un ritmo de alternancia, introduciendo a la Creación en la sucesión temporal, pues en el Caos nada acontece, y por tanto no hay devenir. De esta forma la noche caótica se reintegró en el orden de cosmos, su oscuridad dio cobijo a las estrellas en el cielo y a las bestias en la tierra. Aunque siempre conservó una cierta reverberación de su pasado caótico y terrible, una velada amenaza de que si pudo ser nuestro origen también podría ser nuestro final. En la noche pervive el peligro de la regresión a lo informe. 


Pese su indudable potencia cultural, los mitos cosmogónicos han tenido una escasa fortuna en las artes plásticas. La paradoja lingüística que suponía la descripción del Caos parecía redoblarse al tratar de expresarlo plásticamente ¿cómo representar lo que aún es informe?¿cómo abordar con los modestos medios de la imaginación humana los instantes primeros de la irrupción cósmica? No debe extrañarnos que el arte Occidental pasara de puntillas ante este episodio tan crucial como abstracto, prefiriendo escoger otros pasajes de la Creación en el que el Universo parecía ir cobrando una forma más precisa y fotogénica.


Con la llegada del romanticismo, y su apuesta estética por los espectáculos grandilocuentes, algunos artistas ensayaron las primeras tentativas de situarnos en en los primeros compases de la Creación del Cosmos. Ivan Aivazovsky fue un prolífico y exitoso pintor armenio, especializado en el género de las marinas. Pintaba embravecidos paisajes marinos y batallas navales donde el agua y el fuego se entremezclaban de forma furiosa, e. No es difícil suponer de dónde le vino la inspiración para pintar "La Creación del Mundo" (1864) en el que un Yahveh resplandeciente parece poner orden sobre las oscuras aguas primordiales. 


Ivan Aivazovsky "la Creación del Mundo" 1864
El recurso luminoso es también el empleado por el célebre pintor y grabador británico John Martin, en su aguafuerte "La Creación de la Luz" para la ilustración de dicho tema en la obra "El Paraíso Perdido" de Milton. En este singular grabado Martin se atreve con la representación de un tema bíblico tan popular como artísticamente inédito: la separación del día y la noche. La majestuosidad del tema tal vez hubiera merecido su conversión pictórica en una obra de gran formato. Al fin y al cabo John Martin, conquistó su celebridad gracias a obras tremendistas en las que plasmaba las catástrofes bíblicas en unos cuadros llenos de agitación y grandilocuencia. Esta estética efectista y espectacular fue plagiada por los pintores de panoramas que, para enojo del propio Martin, convirtieron sus obras más afamadas en populares atracciones de feria.

John Martin "la Creación de la Luz" 

Curiosamente, es en un singular panorama del siglo XXI donde mejor ha quedado sintetizada la imagen de aquel inquietante escenario oscuro y húmedo, virtual y evanescente que encarnaba el Caos primordial. La instalación "Your Negotiable Panorama" (2006) del artista islandés Olafur Eliasson, parece situarnos en los instantes previos al estallido del cosmos. El panorama consiste en un oscuro cuarto circular ocupado por un estanque poco profundo. En su centro se haya un proyector circular de luz y una máquina que produce olas en las tranquilas aguas del estanque, de tal suerte que el reflejo de la luz se agita y reverbera en las pantallas circundantes. A buen seguro esta imagen espectral propuesta por Eliasson satisfacería al mitógrafo más exigente: tal vez el universo infinito se puso a rodar con un leve estremecimiento de luz en mitad de la noche eterna.

Olafur Eliasson "Your Negotiable Panorama" 2006

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La ciudad desvelada


Desde su mismo origen las ciudades han constituido un espacio de excepcionalidad artificial gracias al cual el hombre se guarecía de las inclemencias naturales. Allí, fruto de la interacción humana y la especialización de las funciones, se compensaban los muchos déficits e inseguridades del campo. La ciudad encerraba al hombre en una burbuja protectora tejida con los mimbres de la cultura y la cooperación, más allá de sus murallas el hombre era arrojado  de nuevo a las incertidumbres y depredaciones del medio natural.

Pero si esta seguridad conquistada era una evidencia palpable durante las horas del día, al caer la noche la oscuridad sobrevolaba los muros que marcaban los dominios del artificio urbano, reinstaurando en medio de la ciudad el terror instintivo hacia frente a una naturaleza agigantada por las sombras, tal vez más imaginaria que cierta, pero no por ello menos espantosa. La noche ponía en evidencia la fragilidad de los diques de la civilización.  

 Con la llegada del crepúsculo las ciudades quedaban clausuradas no sólo por fuera sino también por dentro. Desde murallas, torreones y campanarios se anunciaba la llegada de la noche bien fuera mediante campanas, tambores o cornetas, apremiando a quien estuviera a las afueras de la ciudad a guarecerse dentro de los muros antes de que las puertas fueran cerradas. En ocasiones, ciudades importantes como Londres erigían puertas y barreras entre sus propios barrios, cuarteando las ciudades en comunidades aisladas.

En cierto modo, podría decirse que la ciudad premoderna se sumía en un profundo letargo al caer la noche, compartiendo el sueño de sus habitantes.  A lo largo de la Edad Media y hasta bien entrado el siglo o XVIII los habitantes de las principales ciudades europeas se atrincheraban por partida triple: no sólo cerraban las puertas de las ciudades y aislaban los barrios, sino también las gentes se guarecían en el interior de sus casas, cerrando ventanas y portones, aguardando pacientemente el despuntar de un nuevo día. De esta forma la ciudad se sumergía en la sombra, el silencio y el sueño.

Estos sucesivos  enclaustramientos no sólo obedecían a la propia sensación de inseguridad, sino que eran además propiciados por las propias autoridades locales: éstas incapaces de hacer valer su potestad vigilante durante las horas nocturnas, decretaban el toque de queda para todos los habitantes a partir de la caída del sol.  A partir de ese momento toda persona que se aventurara a pasear por las calles se enfrentaba a sendos peligros: el asalto de los maleantes o su detención por las patrullas nocturnas.

La imagen de estos cuerpos de seguridad nocturna se alejaba mucho de la distinguida elegancia de la milicia del capitán Frans Banning Cocq, protagonista del famoso lienzo de Rembradt "La Ronda de Noche", y encargada por la Orden de los Arcabuceros de Amsterdam para decorar la sede de la milicia. Su realidad era mucho más precaria, los vigilantes nocturnos formaban el escalafón más bajo y misérrimo de las fuerzas de seguridad: levemente armados, mal vestidos y peor pagados, integraban una chusma indisciplinada y pendenciera que ejercía su autoridad discrecionalmente, siempre dispuesta a los sobornos y las componendas, cuando no a colaborar activamente con los criminales. Y sin embargo estos vigilantes fueron durante mucho tiempo la única representación de la autoridad cívica durante las horas nocturnas.
Rembrandt "La Ronda de Noche"

Los poderes públicos, conscientes de la merma de su influencia al caer la noche, sumaron a sus  estrategias disuasorias diversas clausulas legales que agravaban las penas para aquellos crímenes perpretados durante la noche. Y aún hoy un delito resulta más punible si es perpetrado con nocturnidad, como si el amparo de la noche le confiriera un suplemento de abyección moral.

Sin embargo, la medida más eficiente para la restauración de la seguridad y de la ley durante las horas nocturnas fue la paulatina implantación de sistemas de alumbrado público. En París, ya en el siglo XV, Luis XI promulgó un edicto que ordenaba colgar lámparas de las viviendas de las calles principales, conocida a partir de entonces como "Rues de la lanterne". Similares decretos encontramos en ciudades como Amsterdam, Londres o o York, ya en el siglo XVI. Estos primerizas iluminaciones públicas funcionaban de forma intermitente, por espacio de apenas unas horas y siempre y cuando la luz de la luna resultara insuficiente.  

Aunque no sería hasta la segunda mitad del siglo XVI cuando las ciudades europeas iniciarán un sistemático proceso de alumbrado público, favorecido y amplificado por las nuevas lámparas de aceite equipadas con reflectores que aumentaban el brillo de estas primeras farolas. Este proceso coincide en el tiempo con el establecimiento de las bases del estado moderno, y respondía sin duda al interés por extender el imperio de la ley en los dominios de la noche. No debe extrañar que buena parte de estos proyectos de implantación del alumbrado público fueran ideados por responsables policiales, más interesados en la extender el control y la seguridad en las calles que en el desarrollo de nuevas posibilidades de vida nocturna. 

En cualquier caso, la implantación de estos primeros sistemas de iluminación urbana no siempre fue llevado a cabo con la aquiescencia popular, pues su coste se repercutía en forma de onerosos gravámenes a la población. Así sucedió en Madrid en el s. XVIII, cuando el ministro de Carlos III, Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, proyectó un ambicioso programa de modernización de la capital que incluía el pavimentado de las calles, la construcción de fosas sépticas y, como no, la implantación de un sistema de alumbrado público. Sin embargo, la implantación de estos bienintencionados proyectos ilustrados chocó frontalmente con la no menos bienintencionada necesidad de comer de un pueblo depauperado a quien se le hacía cargar con el peso de estas reformas urbanas. La hambruna y el descontento campaban a sus anchas por Madrid, aunque la chispa que prendió la llama del motín fue, como tantas veces, un asunto trivial: un bando que prohibía el uso de la popular capa larga y el chambergo,  vestimentas que favorecían el anonimato y la ocultación de armas. 

Lo cierto es que el 23 de marzo de 1766 estalló una revuelta popular, el conocido como motín de Esquilache, que tuvo como principal enemigo al impopular ministro y como chivos expiatorios a las nuevas farolas, conocidas como esquilaches y que fueron destrozadas sin contemplaciones por la turba amotinada. Y es que la imposición de estas luminarias había conllevado el encarecimiento del aceite y las velas de sebo, hasta el extremos que las familias más humildes contemplaban con estupor como sus casas debían permanecer a oscuras mientras las calles resplandecían iluminadas.
Motín de Esquilache
Pese a estos contratiempos, lo cierto es que las formas de vida modernas se desarrollarán en paralelo a la reconquista del espacio urbano nocturno por parte de los ciudadanos. Las sucesivas empresas de alumbrado público y privado son los jalones que marcarán los principales episodios de la Modernidad y que transformarán de forma decisiva el modo de vivir y habitar las ciudades: el establecimiento de horarios regulares no sujetos a la presencia de la luz diurna, la creciente seguridad en las calles, la aparición de nuevas de formas de ocio y consumo, el desarrollo de un nuevo imaginario urbano y con él de una nueva estética vinculada a estas nuevas pautas de vida que se desarrollan, nunca mejor dicho, bajo una nueva luz.

De esta forma, la consumación del espacio urbano moderno fue de la mano de su apogeo artificial y de su enmancipación lumínica. El caparazón de luz dócil y mundana que la circunda, protege y delimita con precisión este ámbito de excepción frente al imperativo natural: la ciudad iluminada destierra a la noche más allá de sus límites, y con ella los miedos y las inseguridades, el letargo forzoso y el confinamiento doméstico. Pero sobre todo, la ciudad moderna es aquella que, tras haber roto las cadenas temporales del día y la noche, se alza radiante en medio de la oscuridad para proclamar orgullosa: "Yo nunca duermo".



Dubai 2.0 from Richard Bentley on Vimeo.

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El buen gobierno de las estrellas


Aunque la contemplación del firmamento estrellado despertó la curiosidad e imaginación del hombre desde los tiempos remotos, la exploración sistemática de los cielos, la elaboración de una precisa cartografía celeste habría de esperar a la llegada de las primeras civilizaciones que permitieron superar las limitaciones técnicas y sobre todo culturales de la aldea neolítica. No fue hasta el advenimiento de la cultura urbana, con su división del trabajo, la aparición de las primeras castas políticas y sacerdotales, una agricultura con excedentes y la invención de instrumentos decisivos en la transmisión del saber, como la escritura o la aritmética, que la exploración de los cielos no cristalizó en un saber coherente y sistematizado; es decir, en una astronomía.

Estela de Malishipak- Louvre
El desarrollo de esta primera astronomía estuvo impulsado por su dimensión pragmática, pues podía dar cuenta de la medida del tiempo y fijar así un calendario esencial para el buen curso de las tareas agrícolas. Los astrónomos de Babilonia fueron capaces de desarrollar un calendario lunisolar fiable aunque un poco confuso debido a la falta de concordancia entre la rotación lunar respecto de la Tierra (29,53 días) y ésta respecto del Sol (365,25 días). Este hecho obligaba a adoptar algunos años de doce meses y otros de trece, a fin de volver a ajustar el calendario anual con el lunar. En cualquier caso cada año comenzaba con la primera luna llena de la primavera. 

Los astrónomos mesopotamios también fueron capaces de reconocer algunos de los principales asterismos y agruparlos de una manera sistematizada en los esquemas de las constelaciones. Algunas de ellas, como Leo, Tauro, Escorpión, Sagitario, Acuario y Capricornio, han mantenido su traducción icónica hasta la actualidad. Gracias a sus observaciones sistemáticas aprendieron a diferenciar el singular movimiento de los planetas respecto de las estrellas fijas, y a establecer las salidas helíacas de las estrellas en relación a cada uno de los meses del año, fijándolas en astrolabios, y que servían a los agricultores de complemento al cambiante calendario oficial.
Planisferio babilónico donde se indican las principales constelaciones .

 Pero como tantas veces sucede en las civilizaciones prefilosóficas, a esta dimensión práctica se le superpuso una dimensión simbólica y sobrenatural. El propio marco religioso reforzaba esta creencia pues buena parte de los dioses mesopotamios eran asociados con los cuerpos celestes que poblaban el firmamento: así, su dios supremo Anu, era el dios del Cielo, Enlil su hijo gobernaba sobre las tempestades, Shamash (Utu en sumerio) era el Sol, y Sin la Luna. Venus encarnaba a la gran diosa de la fertilidad y de la guerra, Inanna y Marduk, y Júpiter hacía lo propio con Marduk, el principal dios Babilónico. De hecho las principales constelaciones y asterismos eran asociadas a todo tipo de divinidades.

Llegados a este punto no debe extrañarnos que las estrellas pasaran de señalar los ritmos estacionales a gobernarlos, de orientar las etapas de crecimiento de los cultivos a predecirlas. Fue así como la guía de las estrellas fue confundida desde su origen con un oráculo divino, y el astrónomo pasó a ocupar el papel de adivino, un especialista en leer los mensajes cifrados que procedían de las estrellas. 

El pensamiento arcaico se muestra a menudo incapaz de discernir el ámbito natural de lo cultural, las causalidad de los acontecimientos naturales eran del mismo orden de los acontecimientos humanos, pues al fin y al cabo ¿no estaban ambos gobernados por los dioses?¿no seguían ambos las pautas de un plan maestro de origen divino?. A nadie debe extrañar entonces que aquellos presagios procedentes de las estrellas sobrepasaran el estrecho marco de la predicción agrícola para ocuparse de los más complejos asuntos humanos. La astronomía mesopotámica, como sucedería también con la china y la precolombina, fue indiscernible de su doble oracular, la astrología.

La ciencia de la adivinación gozó de un enorme prestigio en las distintas culturas que habitaron la antigua Mesopotamia, y contó con distintas ramas o técnicas cada una con su especialista cualificado: la hepatoscopia (el análisis de los hígados) la extispicia (análisis de los órganos internos) el estudio de los partos monstruosos, la interpretación de los sueños y, por supuesto, la astrología. Más allá de la particularidad del objeto de estudio lo cierto es que todas ellas compartían una estructura narrativa y funcional idéntica. Observando ciertos fenómenos singulares y los acontecimientos que les venían aparejados, los adivinos anotaban minuciosamente las correlaciones entre ambas. Aunque no siempre la lógica que uniera a estos dos hechos fuera demasiado evidente. 

La cultura mesópotamica, tan dada a hacer inventarios, elaboró extensos listados en los que se recogían por lado la descripción del efecto observado (prótasis) y la consecuencia o predicción (apódosis). En algunos casos la relación entre la prótasis y la apódosis guardaba una relación obvia y directa, pero en muchos casos la relación entre signo y predicción distaba mucho de ser lógica. Estas listas fueron compiladas en largos catálogos, que se copiaron y transmitieron de generación en generación, ganando para sí el prestigio de la tradición que parecía eximirlas de la revisión y comprobación de sus preceptos. De tal suerte que, con el paso del tiempo, se llegó al punto en que los adivinos tan sólo tenían que consultar, de una forma un tanto mecánica, estas listas para formular sus predicciones. Se conservan colecciones de tablillas de estas listas de presagios en relación a las malformaciones animales, los sueños, la posición de las ciudades, las conductas de los animales domésticos y, por supuesto, los posiciones de los cuerpos celestes.

kudurru: En la franja superior  están represetados Venus, la Luna y el Sol
En la franja inferior son visibles los signos de las constelaciones de Leo y Escorpio.
Éstas últimas nos interesan especialmente pues en ellas se contienen las primeras evidencias escritas de observaciones celestes continuadas. Así por ejemplo, la colección de 70 tablillas encontradas en la biblioteca de Asurbanipal y llamada Enuma Anu Enlil (Cuando Anu y Enlil, las colecciones se titulan según el texto por el que comienzan) compilada de forma canónica durante el período casita, (segundo milenio a.C. ) se puede considerar como la serie de datos astronómicos más antiguos conocidos. En ella se podían leer más de 7000 observaciones celestes entre salidas helíacas de estrellas, los movimientos de Venus, conjunciones planetarias, eclipses de sol y luna, fenómenos meteorológicos (que en aquellos tiempos no se distinguían en absoluto). De este período datan también las primeras representaciones gráficas de las constelaciones en unos mojones conocidos como kudurrus empleados para marcar lindes en el territorio. 


tablilla del Mul Apin
Hasta el Siglo VII a.C en pleno dominio asirio se compiló la serie Mul Apin que resume y perfecciona todo el saber astronómico recogido hasta entonces: en sus dos tablillas encontramos desde un preciso catálogo de estrellas fijas, hasta las ortos helíacales (primeras apariciones al amanecer) de estrellas, a razón de tres por mes, los ocasos de otras, así como los movimientos del sol a través de los caminos señalados por las constelaciones. Eran los llamados caminos de An, Ea y Enlil, determinados por el corte del plano de la eclíptica con el ecuador celeste. El camino de Anu coincidía con el ecuador celeste y los de Ea y Enlil con los trópicos de Cáncer y Capricornio. De esta forma cuando el Sol subiendo desde la zona de Ea penetraba en la zona de Anu se iniciaba la primavera, y cuando entraba en la zona de Enlil comenzaba el verano. 


Pero sería a partir del camino de la Luna que quedarían establecidas las famosas constelaciones del zodíaco, cuyo número y denominación fueron cambiantes con el paso de los siglos. Comenzaron siendo dieciocho, fueron reducidas a quince y ya finalmente en el siglo V a.C. quedaron en las doce canónicas que serían posteriormente transmitadas al mundo egipcio y grecorromano. En este sentido, el zodíaco no fue más que uno de los muchos calendarios astronómicos elaborados en Mesopotamia pero que a diferencia de otros, alcanzó un éxito inusitado que le ha permitido sobrevivir con una salud notable hasta nuestros días.

Pero, y esto es lo importante, las apódosis de los signos celestes, tan sólo referían a asuntos de interés comunitario, bien fuera de tipo económico o político; informaban de las previsiones sobre las cosechas, los cambios dinásticos o las guerras por venir. Se podría decir que se trataba de una astrología de estado que en ningún caso trataba sobre los asuntos que atañían a los individuos. Los emperadores hacían depender sus principales decisiones políticas de la aquiescencia de las estrellas, interpretadas por la influyente cohorte de consejeros astrólogos, hasta el punto que no sería exagerado decir que aquellos lejanos imperios llegaron a ser gobernados por las estrellas. Y En vista del modo en que se dirigen actualmente las naciones,  el sistema comienza a no parecer tan descabellado. En cualquier caso no será hasta la caída de Babilonia en manos del Imperio Persa hacia el siglo V a.C cuando aparezcan los primeros horóscopos basados en las fechas de nacimiento y que se ocupaban de los nimios asuntos individuales. 

En resumen, en aquella incipiente ciencia del cosmos fue pacientemente compilada y reunida a través de los siglos, desde los oscuros tiempos de los sumerios en el III milenio a.C hasta alcanzar su máximo esplendor en el siglo VII a.C, en el período de la brillante Babilonia caldea, aquella cloaca de vicio y perdición que fuera condenada por los profetas Daniel y Ezequiel, la Gran Ramera según el Apocalipsis de San Juan. Pese a todo, la fama de aquellos astrónomos caldeos que la habitaron fue tan grande que su saber fue ampliamente admirado y difundido: los grandes padres de la ciencia griega como Tales de Mileto y Pitágoras, bebieron de sus fuentes como también lo hicieron los egipcios, y a través de ambos los romanos. Sin embargo, su prestigio científico nunca estuvo desvinculado de su carácter mágico y esotérico, hasta el punto que con el tiempo el término caldeo era empleado tanto como topónimo como sinónimo de astrólogo o de mago. Con estos datos en la mano, no es difícil deducir la procedencia de tres famosos magos orientales que siguiendo el seguro oráculo de una estrella fugaz acabarían aportando un toque de distinción pagana al alumbramiento del Redentor cristiano. No deja de tener algo de poética ironía que el virtuoso mensaje de la Buena Nueva fuera leído a través de las lentes de un saber prostibulario.
Adoración de los magos- Giotto