La ciudad desvelada


Desde su mismo origen las ciudades han constituido un espacio de excepcionalidad artificial gracias al cual el hombre se guarecía de las inclemencias naturales. Allí, fruto de la interacción humana y la especialización de las funciones, se compensaban los muchos déficits e inseguridades del campo. La ciudad encerraba al hombre en una burbuja protectora tejida con los mimbres de la cultura y la cooperación, más allá de sus murallas el hombre era arrojado  de nuevo a las incertidumbres y depredaciones del medio natural.

Pero si esta seguridad conquistada era una evidencia palpable durante las horas del día, al caer la noche la oscuridad sobrevolaba los muros que marcaban los dominios del artificio urbano, reinstaurando en medio de la ciudad el terror instintivo hacia frente a una naturaleza agigantada por las sombras, tal vez más imaginaria que cierta, pero no por ello menos espantosa. La noche ponía en evidencia la fragilidad de los diques de la civilización.  

 Con la llegada del crepúsculo las ciudades quedaban clausuradas no sólo por fuera sino también por dentro. Desde murallas, torreones y campanarios se anunciaba la llegada de la noche bien fuera mediante campanas, tambores o cornetas, apremiando a quien estuviera a las afueras de la ciudad a guarecerse dentro de los muros antes de que las puertas fueran cerradas. En ocasiones, ciudades importantes como Londres erigían puertas y barreras entre sus propios barrios, cuarteando las ciudades en comunidades aisladas.

En cierto modo, podría decirse que la ciudad premoderna se sumía en un profundo letargo al caer la noche, compartiendo el sueño de sus habitantes.  A lo largo de la Edad Media y hasta bien entrado el siglo o XVIII los habitantes de las principales ciudades europeas se atrincheraban por partida triple: no sólo cerraban las puertas de las ciudades y aislaban los barrios, sino también las gentes se guarecían en el interior de sus casas, cerrando ventanas y portones, aguardando pacientemente el despuntar de un nuevo día. De esta forma la ciudad se sumergía en la sombra, el silencio y el sueño.

Estos sucesivos  enclaustramientos no sólo obedecían a la propia sensación de inseguridad, sino que eran además propiciados por las propias autoridades locales: éstas incapaces de hacer valer su potestad vigilante durante las horas nocturnas, decretaban el toque de queda para todos los habitantes a partir de la caída del sol.  A partir de ese momento toda persona que se aventurara a pasear por las calles se enfrentaba a sendos peligros: el asalto de los maleantes o su detención por las patrullas nocturnas.

La imagen de estos cuerpos de seguridad nocturna se alejaba mucho de la distinguida elegancia de la milicia del capitán Frans Banning Cocq, protagonista del famoso lienzo de Rembradt "La Ronda de Noche", y encargada por la Orden de los Arcabuceros de Amsterdam para decorar la sede de la milicia. Su realidad era mucho más precaria, los vigilantes nocturnos formaban el escalafón más bajo y misérrimo de las fuerzas de seguridad: levemente armados, mal vestidos y peor pagados, integraban una chusma indisciplinada y pendenciera que ejercía su autoridad discrecionalmente, siempre dispuesta a los sobornos y las componendas, cuando no a colaborar activamente con los criminales. Y sin embargo estos vigilantes fueron durante mucho tiempo la única representación de la autoridad cívica durante las horas nocturnas.
Rembrandt "La Ronda de Noche"

Los poderes públicos, conscientes de la merma de su influencia al caer la noche, sumaron a sus  estrategias disuasorias diversas clausulas legales que agravaban las penas para aquellos crímenes perpretados durante la noche. Y aún hoy un delito resulta más punible si es perpetrado con nocturnidad, como si el amparo de la noche le confiriera un suplemento de abyección moral.

Sin embargo, la medida más eficiente para la restauración de la seguridad y de la ley durante las horas nocturnas fue la paulatina implantación de sistemas de alumbrado público. En París, ya en el siglo XV, Luis XI promulgó un edicto que ordenaba colgar lámparas de las viviendas de las calles principales, conocida a partir de entonces como "Rues de la lanterne". Similares decretos encontramos en ciudades como Amsterdam, Londres o o York, ya en el siglo XVI. Estos primerizas iluminaciones públicas funcionaban de forma intermitente, por espacio de apenas unas horas y siempre y cuando la luz de la luna resultara insuficiente.  

Aunque no sería hasta la segunda mitad del siglo XVI cuando las ciudades europeas iniciarán un sistemático proceso de alumbrado público, favorecido y amplificado por las nuevas lámparas de aceite equipadas con reflectores que aumentaban el brillo de estas primeras farolas. Este proceso coincide en el tiempo con el establecimiento de las bases del estado moderno, y respondía sin duda al interés por extender el imperio de la ley en los dominios de la noche. No debe extrañar que buena parte de estos proyectos de implantación del alumbrado público fueran ideados por responsables policiales, más interesados en la extender el control y la seguridad en las calles que en el desarrollo de nuevas posibilidades de vida nocturna. 

En cualquier caso, la implantación de estos primeros sistemas de iluminación urbana no siempre fue llevado a cabo con la aquiescencia popular, pues su coste se repercutía en forma de onerosos gravámenes a la población. Así sucedió en Madrid en el s. XVIII, cuando el ministro de Carlos III, Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, proyectó un ambicioso programa de modernización de la capital que incluía el pavimentado de las calles, la construcción de fosas sépticas y, como no, la implantación de un sistema de alumbrado público. Sin embargo, la implantación de estos bienintencionados proyectos ilustrados chocó frontalmente con la no menos bienintencionada necesidad de comer de un pueblo depauperado a quien se le hacía cargar con el peso de estas reformas urbanas. La hambruna y el descontento campaban a sus anchas por Madrid, aunque la chispa que prendió la llama del motín fue, como tantas veces, un asunto trivial: un bando que prohibía el uso de la popular capa larga y el chambergo,  vestimentas que favorecían el anonimato y la ocultación de armas. 

Lo cierto es que el 23 de marzo de 1766 estalló una revuelta popular, el conocido como motín de Esquilache, que tuvo como principal enemigo al impopular ministro y como chivos expiatorios a las nuevas farolas, conocidas como esquilaches y que fueron destrozadas sin contemplaciones por la turba amotinada. Y es que la imposición de estas luminarias había conllevado el encarecimiento del aceite y las velas de sebo, hasta el extremos que las familias más humildes contemplaban con estupor como sus casas debían permanecer a oscuras mientras las calles resplandecían iluminadas.
Motín de Esquilache
Pese a estos contratiempos, lo cierto es que las formas de vida modernas se desarrollarán en paralelo a la reconquista del espacio urbano nocturno por parte de los ciudadanos. Las sucesivas empresas de alumbrado público y privado son los jalones que marcarán los principales episodios de la Modernidad y que transformarán de forma decisiva el modo de vivir y habitar las ciudades: el establecimiento de horarios regulares no sujetos a la presencia de la luz diurna, la creciente seguridad en las calles, la aparición de nuevas de formas de ocio y consumo, el desarrollo de un nuevo imaginario urbano y con él de una nueva estética vinculada a estas nuevas pautas de vida que se desarrollan, nunca mejor dicho, bajo una nueva luz.

De esta forma, la consumación del espacio urbano moderno fue de la mano de su apogeo artificial y de su enmancipación lumínica. El caparazón de luz dócil y mundana que la circunda, protege y delimita con precisión este ámbito de excepción frente al imperativo natural: la ciudad iluminada destierra a la noche más allá de sus límites, y con ella los miedos y las inseguridades, el letargo forzoso y el confinamiento doméstico. Pero sobre todo, la ciudad moderna es aquella que, tras haber roto las cadenas temporales del día y la noche, se alza radiante en medio de la oscuridad para proclamar orgullosa: "Yo nunca duermo".



Dubai 2.0 from Richard Bentley on Vimeo.

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Como todos, delicioso. Lo de "no menos bienintencionada necesidad de comer de un pueblo depauperado..." es brillante. Dos apuntes. He pensado mucho en tu blogg al ver, escuchar y leer el paso de Sandy por NY. El relato de periodistas, enviados especiales y entrevistados sin m´´as de la llegada de la noche a una ciudad sin luz parecía sacada de tu blogg.
El segundo. Muy interesante lo de cómo las ciudades de la Edad Moderna vivían la noche y sus "atrincheramientos". El gran teatro del siglo de Oro es un filón para ver lo que significaban las expediciones nocturnas por esas ciudades. Si te fijas, los protas nunca iban sólos, muchas veces lo hacían en grupo, los encuentros solían ser violentos...
Pero no me enrollo más. Lo dicho: una delicia.
D.

summa nocturnalia dijo...

Y como Endesa nos siga apretando las clavijas no descarto que volvamos a revivir un motín a lo Esquilache, con nuestras casas a oscuras y nosotros rompiendo farolas.
Con lo de Nueva York, la verdad es que oigo las palabras gran y apagón y comienzo a salivar.
Como siempre, habrá que volver a rastrear los clásicos... gracias por los datos y por seguirme.
un abrazo.

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