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El Apetito de las Polillas




Existe algo íntimamente perturbador en el furioso espectáculo de la polilla revoloteando confusa alrededor de una fuente de luz. Más allá de la fascinación o repulsa que la escena provoca, subyace un sentimiento compasivo hacia esa fatal hipnosis que cautiva a la criatura hasta el punto de hacerle anhelar la trampa de una fatal incandescencia. 


A poco que pensemos parece  contradictorio que un animal nocturno sienta un apetito semejante hacia la luz artificial en lugar de huir de ella como hacen otros especímenes noctívagos. La explicación más extendida entre la comunidad científica es que las polillas orientan su vuelo en relación a la luna, haciendo que ésta siempre quede a un lado de su cuerpo. La distancia enorme de la luna impide cualquier tipo de aproximación por lo que el vuelo permanece rectilíneo. Pero cuando este insecto topa con una bombilla esta distancia absoluta desaparece y su sistema de orientación queda completamente confundido De esta forma la polilla revolotea alrededor de la fuente de luz tratando que esa falsa luna quede siempre alineada a uno de sus costados.

El engaño producido por esta luz falaz, inspiró en 1983 al ensayista Guy Debord, un ingenioso título en forma de palíndromo en latín para un documental que denunciaba los males de la sociedad de consumo: “In girum imus nocte et consumimur igni” (Damos vueltas en la noche y nos consumimos en el fuego”). La metáfora era evidente. Nosotros, los humanos, también actuamos como polillas, revoloteando hipnotizados frente a los falsos esplendores de la sociedad del consumo, para finalizar, como ellas, consumidos en su fuego. 
Pero el efecto hipnótico del resplandor nocturno, ha cautivado a hombres y mujeres mucho antes del advenimiento de la moderna sociedad de consumo. Sucedía ya en el París de finales del s.XVIII, en los albores de la revolución industrial, cuando al caer la noche sus habitantes emergían como insectos voraces de luz en busca de teatros, bailes y cafés donde aplacar su apetito nocturno. 

Efectivamente, los sucesivas mejoras en el alumbrado urbano democratizaron un viejo privilegio aristocrático: el ocio nocturno. Hasta mediados del siglo XVIII la posibilidad de realizar fiestas durante la noche exigía un dispendio tan enorme en iluminación artificial que tan solo las élites cortesanas, y entre ellas solo las más pudientes, podían permitírselo. De tal suerte que estas fiestas resultaban una excelente oportunidad para la ostentación de la riqueza personal. 

Aquellos que se aventuraban a la escasa y poco reputada oferta de ocio nocturno, se adentraban en un mundo descarnado donde a menudo se cruzaba la frontera del delito: tabernas poco recomendables, salas de juego clandestinas, billares y precarios prostíbulos, conformaban el espectro de los placeres y divertimentos de la noche. 

Pero la extensión del alumbrado público fue modificando de manera imparable el paisaje del ocio y las pautas de comportamiento de los habitantes de las ciudades, que progresivamente demandaban nuevas formas de satisfacer sus apetitos nocturnos.

Baile en el Moulin de la Galette. Auguste Renoir, 1876
A finales del siglo XVIII estas hipnóticas burbujas de luz que anunciaban el ocio y el placer se situaban en el exterior de las ciudades, pues hasta entonces pesaba sobre los teatros una antigua prohibición de instalarse dentro del recinto amurallado de las mismas. Por si fuera poco, junto a ellos, se situaban otras atracciones: cafés y merenderos, como las guinguettes a la orilla de los ríos o en los molinos (como el posteriormente célebre Moulin de la Galette) que se situaban en Montmartre, por aquel entonces un arrabal a las afueras de París. También era posible encontrar salas de baile, circos, echadores de cartas y exposiciones de curiosidades, en una burbuja de luz que cobijaba por igual a aristócratas y clases populares.

Las sucesivas transformaciones urbanas marcarán el regreso del ocio, las luces y sus enjambres de noctámbulos al corazón de las ciudades. Por una parte la ciudad crece y engulle aquellas zonas suburbiales donde se instalaba el ocio de tal suerte que este quedaba integrado en su mismo núcleo. Por otra parte, todo se acelera con la introducción del alumbrado de gas a partir de 1820, abrigando a las ciudades bajo un gran manto de luz. Finalmente la transformación urbanística de París del barón Haussmann entre 1852 y 1870, cambiará de forma radical aquella fisonomía precaria del ocio nocturno de lo tenderetes efímeros y de los casetones de feria. En el recién estrenado escenario de los boulevares, generosamente iluminados por las farolas de gas se situará una renacida arquitectura del espectáculo en todo su esplendor: salas de teatro, cafés concierto, music halls, y a la cabeza de todas ellas, la fastuosa Ópera de Garnier.

En los nuevos boulevares, al caer la noche y bajo la luz de las recién instauradas farolas de gas, también revoloteaba otro enjambre de hambrientas polillas, aquel que formaban la legión de prostitutas de toda edad y condición, que recorrían las calles a la caza de clientes. 

Prostitución en el Palais Royal
 Las autoridades se esforzaban por controlar, o cuanto menos reglamentar su proliferación, tratando de diferenciar entre la prostitución tolerada y la clandestina. Las primeras estaban inscritas en la Prefectura y eran conocidas como las “filles soumises”, y debían cumplir con algunas limitaciones en la oferta de sus servicios: un horario que restringía su exhibición apartándolas de la castidad del día, pero también de lo más profundo de la  noche. También observaban restricciones en sus lugares de captación de clientes como los jardines públicos, los pasajes o los alrededores de las iglesias. 

Sin embargo, allí donde no alcanzaba la prostitución tolerada de las filles soumises llegaba la clandestina de las filles insoumises: más audaz y libre, pero también más precaria y vulnerable. En ocasiones se trataba de una prostitución informal y oportunista, una fórmula eventual para escapar de la miseria, o como complemento salarial. Las más habituales se exponían a la represión policial y por eso identificarlas no siempre era tarea sencilla: a menudo vestían ropas de bailes escotadas y cuellos engarzados de abalorios, ofreciéndose a formas de seducción ostentosas y a un ambiguo comercio de la carne. A principios de siglo era frecuente encontrarlas en las calles o en las trastiendas de los mercaderes de vino. A finales del siglo XIX juegan a confundirse con las bailarinas profesionales en las populares salas de baile de Montmartre, auténticas trampas de luz en la noche del París de la Belle Époque

Es en las fiestas nocturnas de los salones de ocio como L’Elysée Montmartre, La Boule Noire, Le Bal de la Reine, el popular Moulin de la Galette o el exclusivo Moulin Rouge, donde al sonido de grandes orquestas se arremolinan los insaciables bailarines. Suenan nuevos y frenéticos ritmos, como la polka y se innovan las formas de baile: a la antigua contradanza del siglo XVIII le suceden la quadrille y el chahut, en las cuales comenzarán aparecer figuras acrobáticas como el “tulipán tormentoso” (tulipe orageuse) en el que las chicas levantaban las faldas girando sobre sí mismas. Bailes, en definitiva, que anticipaban la gran explosión popular del cancán francés. Todas estas desinhibidos bailes no estuvieron exentas de sus contrapesos y controles por parte de las autoridades. Y así, un inspector especial apodado, por los clientes el Padre Pudor velaba porque las bailarinas llevaran bien puestas sus enaguas en el momento de levantar sus piernas de manera espectacular. 

Con el cancán algunos de sus bailarines alcanzaron una fama sin precedentes tan solo a la altura de sus excesivos sobrenombres: Grille d'Égout (Reja de Alcantarilla), Nini Pattes-en-l’air, (Nini Patas al Aire) la Sauterelle (el  Saltamontes), y reinando sobre todos ellos, Jane Avril (de nombre real Jeanne Louise Beaudon)   Valentin le Désossé (Valentín el Deshuesado) y Louise Weber más conocida como “la Goulou”, (La Glotona)  así apodada por su costumbre de subirse a las mesas y beberse las consumiciones de los clientes. Ambos bailarines quedaron inmortalizados en los carteles diseñados por la mano de otro animal nocturno: Henri de Toulouse-Lautrec. 

La Goulou y Valentin le Dessossé por Toulouse Lautrec. 

Nacido en el seno de una familia de la alta aristocracia francesa, Lautrec tomó el partido de la vida bohemia y encabezó el grupo de jóvenes artistas que se sumergió con avidez en el trasiego de la vida moderna y el ocio noctámbulo del París finisecular. Nadie como él habitó la fiebre nocturna de los cabarets y los prostíbulos. Nadie sucumbió como él al infierno de los placeres desmedidos, del alcohol y de las putas. Pero tampoco nadie retrató con una sensibilidad tan falta de prejuicios morales, aquellas vidas a caballo entre el oropel del espectáculo y la marginalidad lumpen.
En el Salon de la rue des Moulins, Toulouse Lautrec, 1894

El final de aquellas frenéticas criaturas hipnotizadas por la luz que poblaron el imaginario artístico y nocturno del París fin-de-siecle fue, con demasiada frecuencia, cruel: muchos de ellos quedaron devastados por la sífilis como el propio Toulouse-Lautrec, pero también Paul Gauguin, Guy de Maupassant, George Seurat, Jules Gouncourt o Charles Baudelaire.

El destino tampoco fue amable con muchas de aquellas mujeres que se entregaron al sacerdocio de los efímeros placeres de la noche. El declive de sus nombres corrió paralelo al de su juventud. En el mejor de los casos, cayeron en un progresivo olvido, pero no todas corrieron esa forma de expiación silenciosa.  Jane Avril acabó casandose con un pintor alemán que dilapidó sus bienes dejándola moir en la pobreza más absoluta.

En cuanto a Louise Weber, su suerte cambió el día que decidió abandonar el Moulin Rouge. Ignoraba, quizá, que era Montmartre y su noche quien había construido su alma, y no ella quien la había dado al lugar. A partir de entonces, se suceden en su vida amores y negocios en declive: intentó producir sus propios espectáculos, abrir salas de baile, incluso probó suerte con la danza del vientre. Pero la fortuna le había abandonado y el alcohol ya tomaba las riendas de su vida.

En, 1929 ya en el lecho de muerte, tras años de penoso trasiego por la vida, la más febril de las polillas aún encontró las fuerzas para inquirir al sacerdote que le estaba administrando la extremaunción: "Padre, ¿usted cree que Dios podrá perdonarme? yo soy la Goulue"