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Ojos que brillan en la noche


La mirada centelleante del depredador nocturno es una de las referencias más características en el desarrollo de un imaginario relativo a los peligros y acechanzas de la noche. Ante la interrogante amenaza de dos brillantes ojos suspendidos en medio de la oscuridad, el hombre dejaba a su imaginación la tarea de completar la alimaña que debía esconderse tras aquella lacerante mirada, su fantasía y sus particulares fantasmas hacían el resto, exagerando el peligro, multiplicando a la bestia para sumirle en el más intenso terror. No debe extrañarnos que tal imagen haya sido uno de los motivos recurrentes sobre los que se ha edificado nuestro bestiario de monstruos y demonios nocturnos.


La responsable de este inquietante fulgor es una membrana de tejido situada en la parte posterior del ojo que poseen numerosas especies nocturnas conocida como tapetum lucidum y que tiene por misión de reflejar a modo de espejo los rayos de luz hacia los fotorreceptores del ojo permitiendo optimizar la visión en condiciones de escasa luminosidad. La consecuencia indirecta de este mecanismo es que los ojos de estos animales brillan en la oscuridad. Los gatos, animales que no en vano han sido asociados frecuentemente con la brujería, lo poseen, al igual que los perros, murciélagos, los caballos, los bóvidos en general y algunos reptiles. 

El hombre por ser animal diurno no dispone de este práctico mecanismo óptico. En su lugar la estructura de nuestro ojo está constituida por millones de células especializadas en detectar diferentes longitudes de onda de la luz transformándolos en impulsos nerviosos que son enviados a nuestro cerebro, el cual interpreta y ordena esta información haciendo posible la visión en color, capacidad que muchos animales nocturnos tienen muy limitada. 

En nuestro ojo existen dos tipos de células fotorreceptoras: los conos, que actúan en condiciones de alta luminosidad (visión fotópica), y que son de tres tipos según el color que los estimula: rojo, verde y azul. Y por otro lado los bastones que actúan en condiciones de baja visibilidad (visión escotópica) pero que sólo son sensibles al azul, lo que explica que nuestra visión nocturna sea prácticamente monocromática.

A pesar de que frente a los seis millones de conos hay en nuestros ojos casi cien millones de bastones, es evidente que nuestra azulada visión escotópica resulta bastante limitada para desempeñarnos con soltura en la oscuridad de la noche. Tal vez por ello el ingenio humano ha ideado diversos artilugios capaces de dotarnos de visión nocturna. Se trata de instrumentos ópticos capaces de traducir al espectro visible aquella luz reflejada que nuestros ojos no son capaces de detectar, bien sea porque es demasiado débil (intensificadores de imagen) bien porque se de trata de infrarrojos (cámaras de infrarrojos) o bien por detectar la energia que percibimos como calor (cámaras térmicas). Estos artilugios fueron empleados primera y principalmente con usos científicos y militares, pero no pasó mucho tiempo hasta que los artistas vieran también un filón técnico a explotar

Uno de los pioneros en el empleo artístico de la visión nocturna es el fotógrafo japonés Kohei Yoshiyuki (1946). Su serie fotográfica "Koen " nos sitúa en el Japón de finales de los años 70 cuando en plena burbuja inmobiliaria, miles de parejas tokiotas, incapaces de encontrar intimidad en sus ínfimas viviendas o demasiado jóvenes para poder procurarse una propia, se refugiaban en los parques de los distritos de Shinjiku y Yoyogi para sus encuentros sexuales. Los amantes clandestinos atraían a otra fauna no menos furtiva: numerosos voyeurs acechaban cada noche en aquellos parques a la espera de saciar sus propios apetitos. Pero lejos de mantenerse en un discreto segundo plano se apostaban amparados en la oscuridad a escasos centímetros de las parejas e incluso aprovechaban el ensimismamiento de los amantes para colar furtivamente la mano, lo que no pocas veces desembocaba en broncas tremendas. Yoshiyuki retrató estas chocantes escenas en la que la superposición de instintos y apetitos -amor, deseo, gregarismo, celos, violencia- investía la conducta humana de una inquietante animalidad.
Kohei Yushiyuki "Koen" 1979
Para fotografiar en condiciones de tan baja luminosidad sin ser descubierto, Yoshiyuki se pertrechó de una cámara con flash y película de infrarrojos, de tal suerte que la luz del fogonazo era invisible al ojo humano y apenas el click del disparador podía delatar su presencia. La evanescente luminosidad del flash de infrarrojos con el que revela a las furtivas criaturas nocturnas dota a sus fotografías de un hálito espectral. 

Pero hay algo todavía más turbador en la obra de Yoshiyuki, pues su condición de fotógrafo no le sustrae de su condición de mirón de igual forma que tampoco nos redime a nosotros desde nuestra condición de público. Sin que podamos evitarlo, Yoshiyuki nos arrastra a esa cadena trófica de predaciones sucesivas, de tal suerte que las barreras entre actores, creadores y público quedan continuamente transgredidas: también al otro lado de la fotografía, desde donde acechamos por igual a amantes y voyeurs, quedamos atrapados en un laberinto de miradas yuxtapuestas. 

Mientras, la cámara infrarroja de Yoshiyuki media entre nosotros y la oscuridad, nos enseña los secretos que esconde la noche trazando un camino de luz por el que transcurre nuestra mirada, y a uno le da por pensar que tal vez, a la manera de los felinos, el ojo de su cámara brilla en la noche en el instante de ser disparada.

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El reloj del cielo


Es bien sabido, y numerosos hallazgos arqueológicos lo atestiguan, que el hombre antiguo necesitó de la guía celeste para ordenar su mundo espacial y temporalmente. El cielo cardinaba el espacio pero también señalaba los ciclos temporales, tanto los diarios y anuales del sol como los mensuales indicados por las fases de la luna, y el carácter estacional de estos fenómenos tuvo que ser reconocido desde edad bien temprana pues marcaba un calendario esencial para la supervivencia del grupo.


Para comprender la importancia de los astros en la medición del tiempo debemos hacer un esfuerzo de imaginación y situarnos en un mundo sin horario ni calendario. Días y noches tienen una longitud variable de invierno a verano y sin el auxilio del almanaque es realmente difícil de aprehender y controlar el lapso de un año. El hombre primitivo debió guiarse primeramente a través de señales climáticas y biológicas, como los cambios de temperatura, el comienzo de las lluvias, las floraciones o las migraciones de las aves para tener un control de su propio tiempo. Pero ¿cómo saber que se está a punto de llegar el invierno en un otoño inusualmente cálido? Los meses no repiten con exactitud de un año a otro las condiciones atmosféricas, y en una tribu nómada un retraso de un par de semanas en emprender la trashumancia podría poner en peligro la supervivencia del grupo. El control del tiempo cronológico permitía anticipar el comportamiento del tiempo climático con una antelación suficiente como para preparar las migraciones estacionales.

Sin embargo, el hombre primitivo no hacía grandes distinciones entre los acontecimientos astronómicos y los atmosféricos,  sino que los englobaba todos dentro de la fenomenología celeste. Prueba de ello es que con frecuencia el panteón celestial no hacía distingos entre los dioses con atribuciones estelares y los que  gobernaban el rayo o los vientos. Pero no debió pasar mucho tiempo hasta que el hombre primitivo comenzó a atar cabos y establecer relaciones entre los ciclos astrales y los estacionales, entre la aparición de ciertas estrellas y un cambio de tendencia en la condiciones atmosféricas.

Puede que ya en el mismo Paleolítico, las tribus de cazadores recolectores, comenzaran a tener un conocimiento bastante preciso del firmamento. Un conocimiento que debió hacerse todavía más perentorio con la llegada de la revolución agrícola del Neolítico, pues el calendario astral señalaba las fechas propicias para la siembra y la recogida de las cosechas.

 Este saber profundo de la estructura del cielo no debiera resultarnos tan sorprendente, pues hasta no hace mucho, en las largas noches de invierno y aún en las más cortas de verano, cuando la luz artificial era escasa y siempre insuficiente, la actividad humana se veía limitada a comer, dormir, hacer el amor y entretenerse observando el cielo estrellado.

En cualquier caso, este primer reconocimiento de las propiedades del firmamento fue disperso y poco sistemático. No sería hasta la llegada de las grandes civilizaciones de Mesopotamia, China y Mesoamérica, en las que al elemento agrícola se le superponía una estructura urbana, un poder centralizado y el registro histórico por medio de la escritura,  que todo aquel saber celeste cristalizara en una cartografía exhaustiva del cielo, es decir, en una astronomía.

Pero probablemente todo comenzó mucho antes. Frente a la variable duración de los días y las noches, el hombre encontró su primera guía para regular el tiempo gracias a las fases lunares.  Tras este descubrimiento no debió pasar mucho tiempo para que el hombre reconociera cierta estructura estable en el cielo estrellado, como por ejemplo que las estrellas guardan una relación de distancia constante con la salvedad de unas pocas estrellas errantes (así se llamaba a los planetas visibles Júpiter, Venus, Marte, Saturno y Mercurio) que siguen sus orbitas. La distancia fija entre las estrellas permitía agruparlas en constelaciones, de las cuales algunas eran especialmente significativas, pues indicaban durante la noche los itinerarios que el sol recorría durante el día, así como la luna y los planetas. Dichas constelaciones acabarían conformando el zodiaco que tan largo recorrido ha acabado teniendo en nuestra historia cultural, aun cuando la mayoría desconoce su significación astronómica.


 La primera astronomía también descubrió que todas las estrellas giran circunvalando un polo fijo (el norte o el sur en función del hemisferio en el que nos encontremos) describiendo con sus órbitas círculos concéntricos. La estrella situada en ese polo, es decir, la estrella polar, permitía cardinar el espacio, pues señalaba una dirección fija en la noche, de forma más precisa incluso que la salida y la puesta de sol.

Las estrellas más próximas al polo, las que nosotros conocemos como estrellas circumpolares,  no se ocultan nunca bajo el plano del horizonte, pero no así las más alejadas del polo. Y estas aparecían y desaparecían atendiendo a un calendario bastante preciso. De esta forma la cronología diurna encontraba su complemento y a menudo su refinamiento en los ciclos que acontecían durante la noche.
trazas de las estrellas en torno a la estrella polar
En el vídeo podemos observarlas en movimiento

Con el paso de los siglos la fijación de un calendario, de una convención cronológica sobre el tiempo cíclico nos ha hecho perder la conciencia del origen astronómico del tiempo regular, así como de la coincidencia de ciertos fenómenos astrales con las sucesivas estaciones del año. Nos resulta del todo innecesario observar el cielo para saber que agosto será caluroso, y desconocemos cuáles son las constelaciones cuya presencia o ausencia en el firmamento nos permiten identificar el mes en el que estamos. Nuestro calendario se ha solarizado completamente y apenas una escueta referencia a las fases de la luna añade una nota de color nocturno en nuestro almanaque.  

Sin embargo, algo de aquella íntima y primitiva relación entre lo atmosférico y lo astronómico, o lo que es lo mismo, entre climatología y cronología, ha pervivido en nuestro idioma castellano, pues empleamos una misma palabra para designar a ambas: el Tiempo, ya sea cálido o cíclico, frío o inexorable, húmedo, breve, seco, prolongado, tormentoso, fugaz, plácido o eterno.


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Una vendetta lunar


Para  los astrónomos la luna es algo más que un simple satélite de la tierra. En primer lugar porque se trata del quinto satélite más grande del sistema solar y el mayor en relación en relación al tamaño de su  planeta, pues su diámetro de 3476km es un cuarto del diámetro de la tierra. Y aunque su masa sea 1/81 parte de la de la tierra su gravedad es apenas 1/6 menor. Otra singularidad es el hecho de que se trate del único satélite de la tierra, pues lo habitual es que lo planetas tengan muchos o ninguno.

Todo ello ha llevado con frecuencia a los astrónomos a considerar a la tierra y la luna, no como una pareja tipo planeta y satélite subordinado sino como un sistema planetario doble. Lo que sucede es que la predominancia de la masa del planeta tierra, hace que el baricentro de las fuerzas gravitatorias se sitúe en el interior de la corteza terrestre, exactamente a 1700km de su superficie o, lo que es lo mismo, un cuarto de su radio, por lo que la órbita final es, a grandes rasgos, la propia de un satélite con su planeta.

La luna gira en torno a la Tierra con una órbita elíptica a una distancia media de 384.000km con un perigeo (punto más cercano) de 354.000km y un apogeo (punto más lejano) de 404.000km.  Con una velocidad de 1km/s, la luna tarda en dar una vuelta alrededor de muestro planeta 27d 7h y 43min si se considera el giro respecto al fondo estelar, (revolución sideral)  pero 29d 12h 44m si se considera respecto del sol (revolución sinódica) que es la que tomamos como referencia del mes lunar. Esta discrepancia es debida a que mientras la luna gira en torno a nuestro planeta, éste ha ido completando su propio giro al sol. Además  como la luna tarda el mismo tiempo en dar una vuelta sobre sí misma que en torno a la tierra, nos muestra siempre la misma cara, esta lentitud en el el movimiento rotatorio de la luna obedece a que la gravitación de la tierra frena casi completamente el giro de la luna.


Estos son algunos datos que, a grandes rasgos, nos permiten describir a la luna de forma objetiva, sí, y exacta, también, pero que sin duda oscurece otros aspectos fundamentales  que atañen a la peculiar experiencia humana respecto a nuestro querido satélite. Pues la relación del hombre con la luna antes que científica ha sido simbólica, religiosa y emocional, y no necesariamente por este orden. Así que tratar de definirla con fría objetividad forense es como describir la bella figura de la amada a través de su Indice de Masa Corporal. El hombre antiguo no necesitó del irrefutable dato empírico para reconocer en ella a una poderosa fuerza del cosmos, capaz de marcar el ritmo del mundo a través de sus fases, de regular las mareas o de cardinar el espacio. 

Pero, ante todo, y precisamente por esta ausencia de cosificación a la que la redujo la ciencia moderna, el pensamiento antiguo imaginó a la luna como una fuerza viva y sagrada cuyo influjo se extendía por todos los rincones del planeta. No es de extrañar su personificación en numerosas divinidades que ocupaban un alto rango en sus respectivos panteones celestes: Sin en Babilonia, Khonsu, Isis, Thot en Egipto, Selene y Artemisa en Grecia, Luna y Diana en Roma, Tanit en Cartago, Coyolxauhqui entre los aztecas. A estas divinididades en virtud de su carácter lunar se les atribuían poderes tales como el control del ritmo de las lluvias y las aguas, un destacado papel en el renacimiento de las almas o un decisivo influjo sobre la fertilidad de los campos, las bestias y también de las mujeres. 

La singular vinculación simbólica de la luna con la mujer y su fertilidad tenía sin duda su origen en la sincronía de los ciclos lunares con los de la menstruación femenina, pero también por el papel que se le atribuía en el control del elemento acuático, también asociado con la mujer. Son numerosas las leyendas y mitos en los que la luna, en ocasiones bajo la forma de serpiente (animal de fuerte vinculación simbólica con la luna) copulaba con la mujer. Las esquimales solteras, por dar un ejemplo, evitan mirar a la luna llena por miedo a quedar embarazadas.

No era ése el único poder sobre la raza humana en general y las mujeres en particular, desde el período medieval estaba extendida la creencia que la luna tenía un papel determinante sobre el curso de las enfermedades por su efecto sobre todos los humores del cuerpo humano, y también por ser su causa primera ya que se pensaba que contaminaba la atmósfera nocturna con pestilentes efluvios. El satélite también estaba en el origen de los súbitos cambios de temperamento, los raptos criminales y otras alteraciones psicológicas... durante la fase de luna llena aumentaba el riesgo a quedar atrapados bajo su influjo o, lo que es lo mismo, a conducirse como un lunático. Las mujeres, como no podía ser de otra manera, estaban especialmente expuestas a sus efectos pues ellas son criaturas lunares por excelencia.

influencia de la luna sobre la cabeza de las mujeres
Pero todo este rico imaginario comenzó a truncarse cuando en 1610 un físico y matemático pisano de nombre Galileo Galilei posó por vez primera su mirada mediante su telescopio de reciente invención sobre la superficie lunar. Descubrió entonces tras aquella faz luminosa se ocultaba un territorio yermo y rugoso, muy alejado de las quiméricas fantasías que había imaginado el hombre hasta entonces. Galileo, como un moderno Acteón, posó su indiscreta mirada sobre Diana desnuda, pero en lugar de recibir por su atrevimiento el correspondiente castigo de la diosa, inició un lento pero imparable proceso de objetivación que conduciría al desencantamiento de la luna y a la destrucción tanto de las supersticiones asociadas como de su rico simbolismo. 

Tal vez por ello, casi 300 años más tarde, un ilusionista metido a cineasta, un encantador profesional y un selenita de tomo y lomo llamado Georges Méliès, imaginó la manera de reparar la afrenta. En uno de sus más entrañables sainetes cinematográficos, una luna divina y hechicera se toma un merecido desquite con un incauto astrónomo (un sosias del propio Galileo) que con humana ingenuidad ambiciona sacrificarla al falso dios de la ciencia.





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Epífisis en las Vegas


Buena parte de nuestra forma de interpretar la noche viene condicionada por el hecho de ser animales diurnos. En el ser humano las horas nocturnas están reservadas en buena parte al sueño y esa circunstancia nos lleva a asociar sus cualidades atmosféricas y exógenas a experiencias endógenas, sean estas fisiológicas o anímicas. Así, interpretamos la noche a partir de su conexión con la pasividad, el onirismo y el instinto en la misma medida que relacionamos el día con la actividad, la vigilia y la razón.

Sin embargo, y aunque nuestra experiencia cotidiana a parezca desmentirlo, no hay nada en la noche que induzca inexorablemente al sueño. El mismo crepúsculo que nos invita a la modorra, es una llamada a la actividad para miles de especies que encuentran en la noche sus oportunidades de caza, alimentación y procreación, en definitiva, su vigilia. De esta forma la evolución natural ha compartimentado la vida en nichos ecológicos divididos por franjas horarias, de tal suerte que cada especie fue encontrando su particular ciclo circadiano (ritmo biológico de un día) para optimizar sus posibilidades de supervivencia. Y no sólo la fauna, existen plantas que, al haberse especializado en los polinizadores nocturnos, han adaptado su fenología y morfología de tal suerte que sus flores, de colores claros e intensa fragancia, se abren de noche.

Cactus epifito "Dama de la noche"                                                           lechuza común

Entonces ¿qué nos induce a dormir durante la noche? aunque el sueño es un proceso neurológico muy complejo, podríamos resumir diciendo que la responsable de indicarnos la hora de dormir es una pequeña glándula de apenas 5mm de diámetro situada en en el diencéfalo llamada epífisis (y no, esta vez no se trataba de una diosa egipcia) también conocida como glándula pineal. La epífisis actúa coordinada y conectada a nuestro reloj endógeno en el núcleo supraquiasmático y éste a su vez a la retina, de tal suerte que se regula en función de la intensidad lumínica que nos llega desde el ojo. A lo largo del día la glándula pineal es inhibida por la luz pero al caer el crepúsculo se activa produciendo una hormona, la melatonina, que participa en numerosos procesos celulares y endocrinos, pero que a nosotros nos interesa porque regula en buena medida nuestro ciclo circadiano, y en especial los períodos de vigilia y sueño. 


Con todo, la acción de la epífisis no es fulminante, ni nuestra respuesta a los cambios atmosféricos es directa ni mecánica. Buena prueba de ello es que podemos mantenernos despiertos a voluntad durante la noche. Pero si es cierto que la deshinibición de la epífisis durante las horas nocturnas, facilita los estados de somnolencia y cierta disminución de nuestra vigilancia racional, favoreciendo la emergencia de nuestro instinto.

No debe extrañarnos que todos aquellos espacios arquitectónicos destinados a poner en juego nuestra faceta instintiva, sea de naturaleza libidinosa, lúdica o pulsional, tengan en la hábil manipulación de la intensidad lumínica la verdadera llave de su éxito. Se trata de transportarnos a un reino donde se conjuguen hábilmente los efectos hipnóticos de la noche con una vigilia alterada, constantemente torpedeada por intensos estímulos sensoriales que nos impiden caer en el sopor pero que, a su vez, rebajan nuestras facultades y alertas racionales y cognitivas.

Tal vez en ningun lugar como en las Vegas se encarne mejor el manido slogan de "la ciudad que nunca duerme". La ciudad de Nevada ha alcanzado una merecida fama gracias a la puesta en escena de un universo artificial que parece negar la posibilidad de todo condicionamiento natural, incluido el cotidiano transcurrir de las horas de la jornada. Durante el día el inclemente sol del desierto invita a guarecerse en los interiores acondicionados y sin vistas de las salas de juegos y espectáculos, por la noche en cambio, las calles se iluminan hasta el punto de no parecer más que una prolongación natural de sus casinos.
En las Vegas, interiores y exteriores se confunden con frecuencia
Sin embargo, el tono atmosférico de las Vegas, ciudad donde la estimulación de nuestra naturaleza instintiva y pulsional alcanza su paroxismo, no trata de imitar la luminosidad del día ni la apaciguante oscuridad de la noche, sino más bien todo parece transcurrir en un ocaso perenne.  El espacio atemporal de las Vegas parece detenido en un crepúsculo que anuncia el despertar de nuestra glándula pineal al tiempo que adormece nuestra buena y mala conciencia. A su vez, el constante bombardeo de nuestros sentidos, con estímulos auditivos y multicolores, nos envuelve en un universo onírico que, paradójicamente, impide caer en la tentación del descanso.

 De esta forma la hiperestimulante atmósfera de las Vegas ilumina una voluntad instintiva y caprichosa, librada a los placeres del consumo, de la sensualidad y del azar, anunciándonos  un hombre nuevo, un ser artificial y primitivo a partes iguales, que vive despierto en un sueño mientras se deja arrullar por el mudo rumor de su epífisis.

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Cielos simétricos


En todas las culturas y épocas, el cielo ha ocupado una posición de privilegio en la descripción de lo sagrado por ser la sede de la divinidad. El cielo ha sido, por tanto un apriorismo espacial, la escenografía para la representación de lo sobrenatural, dirección donde invocar las imprecaciones y las plegarias y donde leer las señales y oráculos de los dioses.


Por eso, en las diferentes cosmogonías el cielo fue siempre un concepto primigenio, uno de los primeros episodios de la creación, realidad necesaria para que pudieran existir las demás. Incluso cuando la bóveda celeste se personificó en la figura de un dios, no perdió nunca su carácter topológico y abstracto, su condición de espacio primigenio de lo sagrado.


Así, en la Teogonía de Hesíodo la bóveda celeste es encarnada por un ente primigenio a medio camino entre la divinidad y el lugar, Urano: 

"Gea dio primeramente luz al estrellado Urano, semejante a ella misma, para que la protegiera por todas partes con el fin de ser asiento seguro para los felices dioses"
Hesíodo " Teogonía"

Para los griegos Urano representaba el límite superior del cielo, su techo, y el epíteto estrellado que le asociaban, nos hace suponer que era imaginado y asimilado en su faceta nocturna. Así lo debió entender la postrera doctrina órfica, pues lo hizo descendiente de Nix, diosa de la noche. Pero lo cierto es que, en su versión más popular, la legada por la Teogonía de Hesíodo, Urano era un dios anterior a la noche, descendiente-esposo de Gea, la tierra. El mito cuenta que Urano acudía cada noche a cubrir a Gea, impidiendo que la numerosa descendencia de esta unión pudiera aflorar a la superficie, por lo que la propia Gea fabricó una hoz de pedernal que entregó a su hijo menor, el titán Crono, quien escondido entre sus grietas aguardó hasta la noche esperando la llegada de Urano para arrojarse sobre él y castrarle, arrojando su miembro al mar. De las gotas de su sangre nacerían las terribles Erinias, diosas detestables y vengativas, mientras que del esperma nacería la voluptuosa Afrodita. Urano, por su parte, se retiró herido para ocupar de forma definitiva su lugar como base y sustancia del firmamento.

"La castración de Urano" Giorgio Vasari y Cristofano Gherardi, 1560, Florencia.


Urano no era tan sólo un dios primordial, se trataba también de una divinidad de origen muy antiguo, posiblemente de origen indoeuropeo y conectado con el dios védico Varuna. Lo cierto es que durante el período clásico apenas se elaboraron representaciones de su figura tal vez porque su desarrollo mítico, una vez desposeído de su primacía por Crono, fue escaso.  Puesto que los dioses son inmortales, su castración equivalía a su agostamiento, evidenciaba su incapacidad de seguir jugando un papel fecundador en la formación del cosmos, y tal vez sirviera para justificar la postergación histórica de una divinidad del panteón original por otras más recientes llegadas con los nuevos pueblos colonizadores de la Hélade. Los antiguos griegos figuraron a Urano, el primordial dios celeste, como una divinidad melancólica y pasiva que contemplaba silente desde su exilio estrellado el gobierno de los olímpicos.


El estudio comparado de las mitologías nos sorprende a menudo con fascinantes paralelismos y curiosas simetrías. El crucial relato de la génesis del cielo no había de ser una excepción. Así, por ejemplo, el episodio de la separación de la tierra y el cielo, entre Gea y Urano, encuentra su equivalente en la cosmogonía egipcia.

 En la Gran Enéada de Heliópolis, el dios Geb, la tierra y la diosa Nut, el cielo, hermanos y amantes a la vez, como tantas veces sucede entre divinidades primordiales, son separados de su amoroso y asfixiante abrazo por su padre, Shu, pues su estrecha unión impedía que nada pudiera habitar entre ellos. Pero mientras que la acción divina que justificaba la separación del cielo y la tierra era violenta y dramática en Grecia, en Egipto, en cambio, dio lugar a una de las figuraciones más poéticas y sensuales de la bóveda celeste. Pues Nut, "la Grande que parió a los dioses", madre de Isis y Osiris, creadora del universo y de los astros, al ser separada de los brazos de Geb adoptó la forma de una hermosa mujer desnuda que, arqueando su cuerpo, cubría la tierra. 

Shu separa y sostiene a Nut mientras Geb yace en el suelo.
Papiro Greenfield, XXI dinastía, Museo Británico
De esta guisa, Nut formaba el arco celeste por el que podía circular la barca solar, recorriendo su cuerpo para acabar en su boca. Entonces Nut engullía al sol para alumbrarlo a de nuevo a la mañana siguiente. De igual forma, las estrellas seguían el recorrido del sol, y cubrían por entero el vientre de Nut, dando lugar a la noche. En otra de sus representaciones características, Nut adoptaba la forma de una vaca  por cuyo lomo circulaba la barca de Ra.  Pero, con buen criterio, los egipcios la representaron preferentemente bajo el aspecto de una hermosa mujer.


Así, en la tumba de Ramses VI en Luxor, la encontramos desdoblada y simétrica, en su doble condición diurna y nocturna, componiendo la bóveda y enmarcando escenas del Libro de los Cielos que cubren la cámara sepulcral. Contemplando la refinada belleza de la estancia, resulta difícil imaginar descanso más apacible que la contemplación eterna del vientre estrellado de una diosa.
Representación de Nut en la tumba de Ramses VI, KV9, Luxor

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De apagones y verdades


Cuando en 1879 Edison inventó la lámpara de incadescencia dio el toque de gracia a la noche tal y como el hombre la había conocido hasta entonces. Aunque hacía ya tiempo que se habían ido experimentando algunos sistemas de alumbrado público, con éxito variable, lo cierto es que debemos a la luz eléctrica una nueva forma de entender y vivir la noche. Desde su descubrimiento y en pocos años la vida nocturna en las ciudades se fue haciendo más luminosa y transparente, segura y desvelada.

Desde entonces, y ya hace más de un siglo, el hombre vive de espaldas a la noche. Nos creemos a salvo de su influjo parapetados tras un crepúsculo artificial de millares de incadescencias. Pero basta un fortuito accidente, sea un rayo o una sobrecarga en la línea de alta tensión, para que la noche, como un mar embravecido rompiendo diques, se cobre el territorio que la luz artificial le había arrebatado. Y nuestra reacción frente a esa noche desbocada tiene mucho del estremecimiento estupefacto con el que contemplamos la irrupción de una naturaleza salvaje en un espacio que creíamos domesticado. 

La ejemplaridad de este fenómeno es más evidente cuanto más luminosa es la cotidianidad nocturna de la población afectada. Sucedió en Nueva York en tres ocasiones, en 1965, 1977 y 2003.  Súbitamente los habitantes de una de las ciudades más tecnificadas e iluminadas del planeta se vieron abocados a vivir una noche a la antigua usanza. El primero de estos grandes apagones, debido a una sobrecarga en la demanda, dejó a los neoyorquinos a merced de sus terrores nocturnos. Aunque no hubo grandes problemas de orden público, se multiplicaron los avisos por avistamientos de ovnis, una modalidad de terror muy en boga por aquellos tiempos gracias a la popularidad alcanzada por la ciencia ficción a manos de autores como Ray Bradbury o Isaac Asimov.



Aunque suene a ironía, el apagón de 1977, sacó a la luz las tensiones raciales soterradas que habían ido creciendo a la vista de todos durante la década de los 70. En la calurosa noche del 13 al 14 de julio irrumpió la violencia en forma de saqueos en los barrios más desfavorecidos, llegándose a producir hasta 3800 arrestos.

En cambio, la gran fallida de 2003,  que dejó prácticamente a oscuras al estado canadiense de  Ontario y a toda la costa Este de EEUU (Casi 45 millones de afectados),  instauró un festivo estado de excepción al cobijo de esta noche inesperada. Bien fuera por imperiosa necesidad o por un lúdico sentido de la oportunidad, Nueva York vivió una noche insólita, con los bares transformados en improvisados asilos, gente durmiendo al raso en los parques e improvisadas actuaciones a cargo de grupos de animación. Sin querer obviar el innegable fastidio que supone un contratiempo de esta naturaleza, lo cierto es que aquella inesperada noche a la antigua fue en esta ocasión y por unas horas, la catalizadora de nuevas formas de sociabilidad y de una forma diferente de entender y emplear el espacio urbano.

La costa Este de Estados Unidos antes y durante el apagón de 2003
Un cariz mucho más dramático tuvieron los apagones del estado de Ledesma (Argentina) entre el 20 y el 27 de 1976, pues formaban parte de un operativo de las fuerzas represoras de la dictadura con el objetivo de realizar secuestros a gran escala entre estudiantes, militantes políticos y sociales, gremialistas y sospechosos de pertenecer a la guerrilla. Aquella noche cerrada sumó terror sobre terror en las víctimas a la vez que ofrecía cobijo y anonimato a los victimarios.

La lista de apagones memorables y de sus variopintas historias sería inacabable. Lo que  nos trae hasta ellos, lo que podemos intuir en esta brevísima antología de la oscuridad sobrevenida, es que a cada uno de estos apagones le correspondió una suspensión de las certezas y las máscaras que nos gobiernan durante el día y que la luz artificial artificialmente prolonga durante la noche.

No se trata simplemente de la manifestación de un miedo cerval hacia los peligros de lo oscuro, sino de un sentimiento más amplio en el que se conjugan instinto y anonimato: pues la noche cerrada es la mejor aliada para que aflore la otra verdad, la que entronca con nuestros temores y deseos inconfesables, la que se oculta a la luz del día. 

Una verdad nocturna más recóndita pero no menos cierta, que revela nuestros miedos ocultos, reales o imaginarios, que estalla en violencias vergonzantes y en venganzas criminales, pero que, de tanto en cuando, toma también el luminoso aspecto de la confesión imposible: la del secreto amor de Cyrano a una Roxana cegada por las veladuras de la noche.




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Un universo dual


Quien quiera adentrarse en los tesoros del pensamiento prefilosófico, deberá tener en presente que éste no se expresa nunca de forma directa sino que debe intuirse a través de los múltiples indicios que nos ofrecen sus mitos y supersticiones, sus símbolos y  sus emblemas. Es, desde luego, una vía más incierta pero, a cambio, recompensa al observador paciente con pasajes de gran belleza.

Así, por ejemplo, el poema sumerio de Gilgamesh (que bien merecerá su propia entrada) nos informa a través de una leyenda épica la forma en que los antiguos habitantes de Irak encararon el inevitable destino común de la muerte y su misterio. Las magníficas hazañas del gran rey de Uruk no esconden al lector atento su poso de fatalidad, el de la resignada convicción de que la única inmortalidad a la que puede aspirar el hombre es la del recuerdo imperecedero de sus obras y gestas.

 Los egipcios, en cambio, nos legaron un conmovedor símbolo que, aludiendo al ciclo del día y de la noche, lo era también de la resurrección de las almas. Se sirvieron para ello de la botánica, más concretamente del curioso comportamiento de la flor de loto: al caer la tarde, la flor del nenúfar azúl, o nenúfar egipcio, cierra sus hojas aumentando su densidad, y sumergiéndose en lo más profundo de las aguas... permanece así oculta a nuestros ojos hasta que, con los primeros rayos del sol, el loto emerge de nuevo radiante como un sol renacido, exactamente como debían renacer las almas después de transitar por las profundidades de la muerte. 


Pero, ninguna de estas puertas al pensamiento antiguo supera la extraordinaria convergencia entre concisión visual y riqueza interpretativa del logograma chino del Taijitu, que en occidente conocemos como el símbolo del Yin y el Yang o el del taoísmo. Su origen, sin embargo, es más antiguo que la enumeración de sus principios, y es que, no en vano, el Taijitu se expresa por sí mismo. Basta con contemplarlo atentamente para que su significado comience a hacerse evidente y podamos reflexionar sobre él. 


El Taijitu nos remite directamente a un universo dual. Tomado en su conjunto, este signo representa el todo fecundo, el principio generador de todas las cosas: el Taiji, la gran polaridad. Pero esta fuerza creadora parte de una confrontación de fuerzas iguales y contrarias: el Yin y el Yang. Se trata de dos principios que se oponen radicalmente pero que, sin embargo,  contienen algo de la esencia de su contrario. Además, los dos polos son interdependientes, se consumen y se transforman en su reverso en un ciclo sin fin, en el que la paridad de su oposición dinámica expresa el equilibrio de un mundo en constante movimiento.


El Yang es el principio activo,lo masculino, lo duro, el cielo, la luz y el día

El Yin es en cambio el principio pasivo, lo femenino, lo fluido, la tierra, la oscuridad y la noche.

Algunas de estas analogías parecen evidentes, como el hecho de relacionar oscuridad y noche, pero otras no son ni obvias ni directas. Por ejemplo, nada a priori justificaría la relación del principio nocturno del yin con el ámbito de lo femenino. Pero a poco que examinemos el resto de los valores que están asociados podemos relacionar fácilmente la noche con el valor yin de lo pasivo (pues es el tiempo del durmiente) y de ahí llegar al papel "pasivo" de la mujer (y que me perdonen las mujeres de espíritu guerrero) durante el coito.

Por otra parte, podemos comprobar como el esquema antitético del Taijitu relaciona polaridades atmosféricas (día/noche o luz/oscuridad) de género (masculino/femenino) dinámicas (activo/pasivo) geográficas (cielo/tierra), y, en algunas interpretaciones posteriores o foráneas, valores morales (bien/mal).


Lo que a nosotros nos importa es que a partir de estas cadenas de valores asociados se construyó, y no sólo en China, un imaginario de lo nocturno en el que lo lógico, lo biológico y lo cultural se confunden con frecuencia. Las cadenas de valores que se asociaron a lo nocturno y a lo diurno variaron o se repitieron en cada civilización, fueron explicitadas o bien formaron parte de forma inconsciente de la sensibilidad colectiva. En cualquier caso fueron determinantes a la hora de construir una cultura en torno los conceptos opuestos del día y la noche: cada uno con sus mitos y sus dioses, sus usos y costumbres, sus supersticiones y sus leyendas; configurando de esta forma una cosmogonía dual.

Esta forma de pensamiento, debió conectar a la perfección con el esquema del que el hombre se sirve para ordenar el mundo, pues este imaginario polar trascendió los márgenes culturales hasta el punto de que podríamos hablar, sin riesgo a exagerar, de un fenómeno universal. Basta una somera exploración a través de las civilizaciones por los conceptos asociados al ciclo del día y de la noche para descubrir ciertas analogías recurrentes: frente a una idea del día como un espacio masculino dominado monolíticamente por la luz de la razón y de la justicia se le opondrá la noche como un universo fluido, espacio del instinto y de lo femenino, morada del maligno...

La simple enumeración de las cualidades nocturnas emana el inconfundible aroma del misterio, la sensualidad y la aventura, y resulta toda una incitación para seguir adelante en nuestro viaje.