Epífisis en las Vegas


Buena parte de nuestra forma de interpretar la noche viene condicionada por el hecho de ser animales diurnos. En el ser humano las horas nocturnas están reservadas en buena parte al sueño y esa circunstancia nos lleva a asociar sus cualidades atmosféricas y exógenas a experiencias endógenas, sean estas fisiológicas o anímicas. Así, interpretamos la noche a partir de su conexión con la pasividad, el onirismo y el instinto en la misma medida que relacionamos el día con la actividad, la vigilia y la razón.

Sin embargo, y aunque nuestra experiencia cotidiana a parezca desmentirlo, no hay nada en la noche que induzca inexorablemente al sueño. El mismo crepúsculo que nos invita a la modorra, es una llamada a la actividad para miles de especies que encuentran en la noche sus oportunidades de caza, alimentación y procreación, en definitiva, su vigilia. De esta forma la evolución natural ha compartimentado la vida en nichos ecológicos divididos por franjas horarias, de tal suerte que cada especie fue encontrando su particular ciclo circadiano (ritmo biológico de un día) para optimizar sus posibilidades de supervivencia. Y no sólo la fauna, existen plantas que, al haberse especializado en los polinizadores nocturnos, han adaptado su fenología y morfología de tal suerte que sus flores, de colores claros e intensa fragancia, se abren de noche.

Cactus epifito "Dama de la noche"                                                           lechuza común

Entonces ¿qué nos induce a dormir durante la noche? aunque el sueño es un proceso neurológico muy complejo, podríamos resumir diciendo que la responsable de indicarnos la hora de dormir es una pequeña glándula de apenas 5mm de diámetro situada en en el diencéfalo llamada epífisis (y no, esta vez no se trataba de una diosa egipcia) también conocida como glándula pineal. La epífisis actúa coordinada y conectada a nuestro reloj endógeno en el núcleo supraquiasmático y éste a su vez a la retina, de tal suerte que se regula en función de la intensidad lumínica que nos llega desde el ojo. A lo largo del día la glándula pineal es inhibida por la luz pero al caer el crepúsculo se activa produciendo una hormona, la melatonina, que participa en numerosos procesos celulares y endocrinos, pero que a nosotros nos interesa porque regula en buena medida nuestro ciclo circadiano, y en especial los períodos de vigilia y sueño. 


Con todo, la acción de la epífisis no es fulminante, ni nuestra respuesta a los cambios atmosféricos es directa ni mecánica. Buena prueba de ello es que podemos mantenernos despiertos a voluntad durante la noche. Pero si es cierto que la deshinibición de la epífisis durante las horas nocturnas, facilita los estados de somnolencia y cierta disminución de nuestra vigilancia racional, favoreciendo la emergencia de nuestro instinto.

No debe extrañarnos que todos aquellos espacios arquitectónicos destinados a poner en juego nuestra faceta instintiva, sea de naturaleza libidinosa, lúdica o pulsional, tengan en la hábil manipulación de la intensidad lumínica la verdadera llave de su éxito. Se trata de transportarnos a un reino donde se conjuguen hábilmente los efectos hipnóticos de la noche con una vigilia alterada, constantemente torpedeada por intensos estímulos sensoriales que nos impiden caer en el sopor pero que, a su vez, rebajan nuestras facultades y alertas racionales y cognitivas.

Tal vez en ningun lugar como en las Vegas se encarne mejor el manido slogan de "la ciudad que nunca duerme". La ciudad de Nevada ha alcanzado una merecida fama gracias a la puesta en escena de un universo artificial que parece negar la posibilidad de todo condicionamiento natural, incluido el cotidiano transcurrir de las horas de la jornada. Durante el día el inclemente sol del desierto invita a guarecerse en los interiores acondicionados y sin vistas de las salas de juegos y espectáculos, por la noche en cambio, las calles se iluminan hasta el punto de no parecer más que una prolongación natural de sus casinos.
En las Vegas, interiores y exteriores se confunden con frecuencia
Sin embargo, el tono atmosférico de las Vegas, ciudad donde la estimulación de nuestra naturaleza instintiva y pulsional alcanza su paroxismo, no trata de imitar la luminosidad del día ni la apaciguante oscuridad de la noche, sino más bien todo parece transcurrir en un ocaso perenne.  El espacio atemporal de las Vegas parece detenido en un crepúsculo que anuncia el despertar de nuestra glándula pineal al tiempo que adormece nuestra buena y mala conciencia. A su vez, el constante bombardeo de nuestros sentidos, con estímulos auditivos y multicolores, nos envuelve en un universo onírico que, paradójicamente, impide caer en la tentación del descanso.

 De esta forma la hiperestimulante atmósfera de las Vegas ilumina una voluntad instintiva y caprichosa, librada a los placeres del consumo, de la sensualidad y del azar, anunciándonos  un hombre nuevo, un ser artificial y primitivo a partes iguales, que vive despierto en un sueño mientras se deja arrullar por el mudo rumor de su epífisis.

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