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Muertes efímeras, sueños eternos


El pensamiento humano ha esquivado con frecuencia el hecho de que, por espacio de unas horas, cada día de nuestra vida nos sumimos en un letargo en el que nuestras nociones de espacio y tiempo son puestos en tela de juicio y en el que la lógica y nuestro raciocinio parecen abandonar su recto camino.

Pero sobre todo el tiempo del sueño supone un desafío a la solidez de la construcción de nuestro ser, pues no tan solo supone un abandono de nuestra voluntad racional sino también una discontinuidad de nuestra conciencia, pues en algunas fases del sueño (no REM) se produce una auténtica desconexión de nuestra actividad consciente. Esta interrupción del ser nos aproxima, de forma cotidiana, a la idea de nuestra propia inexistencia, y por ello, no es extraño que, para muchas personas, el tiempo que antecede al sueño esté impregnado de una funesta inquietud.

De hecho, son innumerables las metáforas que a lo largo de la historia han señalado esta íntima conexión entre el mundo de los durmientes y el de los muertos. Leonardo de Vinci, escribía en su cuaderno de notas "el sueño es la imagen de la muerte". Y a la inversa, aún hoy día, la muerte es asimilada a la imagen del eterno descanso. Sea como fuere, lo cierto es que esta relación entre la muerte y el sueño fue reconocida desde el origen de los tiempos. 

Ya en el poema sumerio de Gilgamesh, el primer texto literario conocido de más de 4500 años de antigüedad, se hace eco de esta semejanza.  En uno de los momentos más emotivos de la epopeya, Gilgamesh, el indomable rey de Uruk, vela por seis días el cadáver de su inseparable amigo Enkidu, dando vueltas a su alrededor como una leona junto a su criatura entrampada. Gilgamesh, impide que se dé sepultura al cadáver miesntras se pregunta qué clase de sueño se ha apoderado de su amigo. Gilgamesh el rey invencible y poderoso es emocionalmente un niño, su osadía es consecuencia de su completa ignorancia de la muerte, y esos seis días de velorio simbolizan el tránsito a la madurez que supone la asunción de nuestra condición mortal. Pero aquel plácido descanso de Enkidu se trastoca en una realidad más perturbadora cuando al sexto día Gilgamesh ve salir un gusano de la nariz de su amigo. Esa imagen desvanece la ilusión del sueño, y nuestro héroe se enfrenta por vez primera al horror de la muerte. A partir de aquel instante el relato, que hasta entonces había sido una ingenua secuencia de aventuras por parte de un niño jactancioso con semblante de rey, se transforma en una historia más densa y angustiosa, pero también más madura y más humana, sobre la búsqueda de la inmortalidad. 

"Los muertos y los que duermen ¡cuánto se parecen!" le recordará el inmortal Utnapishtim al héroe Gilgamesh, y prosigue "sin embargo, el que duerme despierta y abre los ojos, mientras que nadie regresa de la muerte". En efecto, para los antiguos habitantes de Mesopotamia cuya religiosidad no contemplaba una vida ultraterrena, la relación entre los durmientes y los muertos se limitaba a las apariencias, pero no fue así en aquellas culturas que desarrollaron un credo escatológico. 

Allí donde existió una creencia en la vida de ultratumba, el trance del durmiente era una puerta abierta al más allá a través de las imágenes oníricas. Si sueño y muerte parecían hermanadas en la apariencia física, entonces la experiencia onírica ¿no tendría algo de anticipación de la experiencia psíquica después de la muerte? y más aún ¿qué clase de sueños habrían de esperarnos más allá de la vida?. Esta duda fue expresada por Shakespeare a través del príncipe Hamlet con su característico acento existencial:

....Morir, dormir,
 nada más. Y si durmiendo terminaran
las angustias y los ataques naturales
herencia de la carne, sería una conclusión
seriamente deseable. Morir, dormir:
dormir, tal vez soñar. Sí, ese es el problema,
pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno,
ya libres del agobio terrenal,
es una consideración que frena el juicio
y da tan larga vida a la desgracia.

Lo cierto es que esta pregunta o quimera ya había recorrido el imaginario religioso de numerosas culturas para las que sueño y sueños eran anticipaciones en vida de la experiencia de la muerte. Así, para los antiguos habitantes de Egipto, los sueños no se tenían, sino que se veían, el soñador asomaba por un instante la cabeza a un universo paralelo, que no era otro que el de los muertos. La palabra que empleaban para soñar reset significaba también despertar y era expresada en los jeroglíficos por un ojo abierto. Por tanto, el acto de soñar era un despertar en otro mundo, en el otro mundo que aguardaba más allá de la vida.

En la cosmología griega, Hesíodo describe al sueño y a la muerte como a dos hermanos gemelos, Hipnos (el sueño) y Tanatos (la muerte no violenta), hijos de Nix, la noche. Los griegos los representaron como a dos jóvenes alados, a menudo portando una antorcha invertida, símbolo de la vitalidad que se extingue. Sus lazos de sangre evidenciaban la proximidad de ambas experiencias: dormir hermanaba al hombre por unas horas con la muerte y en los sueños la psiqué liberada recorría las moradas de Hipnos que eran contiguas y consustanciales a las del Hades, el reino de los muertos. 

Hipnos y Tanatos transportando el cadáver de Sarpedón- Tanatos
Al caer la noche ambos hermanos se disputaban el dominio sobre el destino de los hombres. Emulándose mutuamente, aletargaban los miembros y vencían la voluntad humana, pero mientras unos caían bajo el influjo de Hipnos otros, los menos, eran arrebatados definitivamente a la vida por Tanatos, que les deparaba una muerte dulce, tan semejante al sueño como el sueño lo era de la muerte. Tal vez esta inquietante imagen cruzó la imaginación del artista suizo Ferdinand Hodler para inspirar la desasosegante escena de su obra "La Noche" de 1890, posiblemente la pintura que mejor expresa el terrible abismo que se oculta tras la plácida apariencia del sueño.
Ferdinand Hodler "La noche" 1890
  En cambio, el sueño en el que se hayan sumergidas las muchachas que habitan "La casa de las bellas durmientes" obra cumbre del premio nobel japonés Yasunari Kawabata tiene una misión completamente contraria: alejar, aunque sea por unas horas, la asfixiante proximidad de la muerte. En esta delicada y extraña obra, Kawabata narra la historia Eguchi, un anciano al que le es rebelado la existencia de una particular posada: un lugar a donde cada noche clientes de edades muy avanzadas pasan la noche junto a jóvenes narcotizadas. Sin embargo, la casa no es propiamente un prostíbulo, las reglas que la rigen protegen la integridad física de las muchachas: éstas no pueden ser violadas ni torturadas. En cualquier caso, dada la avanzada edad de los clientes puede que esas normas ni siquiera fuera necesario prescribirlas. 

Utamaro - Shunga- S. XVIII
El deseo que mueve a estos hombres a compartir el lecho con una joven que ni los ve ni los siente, no es propiamente de naturaleza sexual, o lo es tan sólo de una forma velada. De hecho, para los peculiares clientes de la casa el tipo de experiencias sensoriales y psíquicas que brindan las muchachas son más refinadas y preciosas, más profundas y significativas, pues al calor de la joven dormida los ancianos se abandonan al recuerdo y a la melancolía, tal vez la únicas formas en que podrían revivir la juventud perdida. El sueño profundo de las muchachas, protege a los ancianos de confrontar su cuerpo demacrado al insultante esplendor de la juventud. En cierto modo la suspensión del ser en las durmientes permite, en cambio, ser a quien ya casi no es. Kawabata, a partir de un constante juego de contrarios, traza un denso relato que fluye entre los paisajes fluidos del onirismo, la memoria y la fantasía. Y en el que muchachas y ancianos, separados por un abismo de letargo y de tiempo, parecen tan sólo igualarse en un punto: ninguno de los dos conoce cuál de esos sueños habrá de ser eterno.

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Diletantes del infierno


Durante la Segunda Guerra Mundial, Alemania ideó una operación de bombardeo sostenido sobre Londres, conocido como el Blitz ("relámpago")  con el fin de doblegar el ánimo y las fuerzas de la población británica. Entre el 7 de septiembre de 1940 y el 16 de mayo de 1941 Londres y  otras ciudades británicas fueron asoladas por una tormenta de pólvora y fuego llevada a cabo por las fuerzas de la Luftwaffe.

 Durante las continuas razzias alemanas la población corría a salvar su vida bajo tierra, buscando cobijo en los refugios antiaéreos, en los túneles del metro o en la red de alcantarillado, donde pasaban las terribles horas ateridos de miedo, hambre y frío, casi completamente a oscuras, inmóviles e indefensas. Estas escenas fueron interpretadas magistralmente por el lápiz del célebre escultor Henri Moore quien representó a los refugiados en un ambiguo limbo vital, pues observando sus dibujos uno dudaría si identificarlas como momias vivas, con las sábanas abrazándolas a la manera de sudarios o bien como extrañas criaturas en estado larvario, sucias, feas y ciegas, pero esperando aflorar a la vida en cuanto amainara la tormenta.
Refugiados en el metro durante el Blitz de Londres- Henri Moore
Sin embargo, mientras el grueso de la población se protegía en los refugios subterráneos, unos pocos, ignorando el más elemental instinto de supervivencia, sucumbían al hechizo de la destrucción y trepaban a los tejados para contemplar el apabullante espectáculo de ver Londres ardiendo en mitad de la noche. No pocas veces el arte adopta la forma de una pulsión morbosa que cuenta con numerosos y célebres adeptos. Herbert Mason, un fotógrafo del Daily Mail, estaba entre ellos, en plena tormenta de fuego se subió hasta la cubierta del periódico y tomó una foto de la catedral de Sant Paul emergiendo luminosa e incólume entre el humo y la devastación. Aquella imagen ocuparía la portada del rotativo a la mañana siguiente y se transformaría en un icono de la resistencia de Londres frente a la agresión nazi. Aunque en un gesto que haría las delicias de los semiólogos, esta misma fotografía sería apropiada por el Berliner Illustrierte Zeitung como prueba material de que la campaña de bombardeos estaba surtiendo efecto.
Herbert Mason "St Paul´s survives" 1940
Lo cierto es que no era la primera vez que los sibaritas del apocalipsis podían disfrutar del espectáculo de ver Londres ardiendo. Pues la capital británica ya había sido pasto de llamas en dos ocasiones: en el conocido como el Gran Incendio de Londres de 1666 y en el menos célebre pero igualmente terrible de 1230. El de 1666 se inició de madrugada el taller del panadero real Thomas Farringer en Pudding Lane y se extendió rápidamente a las casas colindantes. La gran estrategia de la época para contener incendios urbanos consistía en provocar demoliciones sistemáticas de edificios colindantes que pudieran actuar de cortafuegos y evitar la extensión de las llamas, pero la indecisión del alcalde Thomas Bloodworth a acometer la amputación urbana necesaria permitió la extensión de la gangrena ignea. El gran diarista de la restauración Samuel Pepys, fue quien subió en esta ocasión a la torre de Londres para dar cuenta de aquel paisaje de devastación y su pluma nos ha legado un preciso y vívido retrato de aquel infierno
Gran Incendio de Londres 1666
A buen seguro la torre de Londres era una de los pocos observatorios fiables desde donde  se podía contemplar el incendio que asolaba la ciudad: A diferencia de lo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, pocas personas osarían en el siglo XVII encaramarse a los tejados de cañizo y paja para contemplar el avance del fuego a riesgo que su atalaya acabara convirtiéndose en su pira funeraria. Lo cierto es que casi todo en las antiguas edificaciones era susceptible de transformarse en un excelente combustible para el fuego: no solo los tejados de cañizo, sino también las techumbres y vigas de madera, los colchones de paja, la colada tendida para secarse al calor del hogar. Si a esto le sumamos que toda fuente de luz y calor nocturnos procedía de chimeneas, velas y lámparas de aceite, y que la aglomeración urbana favorecía la propagación de incendios, podemos comprender perfectamente, que los incendios nocturnos eran harto frecuentes, y una de las amenazas más ciertas y temibles a las que se enfrentaba la población de nuestras antiguas ciudades.

Al igual que hiciera Herbert Mason con su cámara fotográfica, muchos de estos incendios  reales y acaso otros imaginados, fueron recogidos por numerosos pintores paisajistas holandeses y alemanes cuya peculiar sensibilidad artística oscilaba entre la fascinación estética y el horror moral, y en algún ocasión, una indisimulada tentación pirómana. 

Tal debió ser el caso del pintor holandés Egbert van der Poel (1621-1664) cuya principal aportación al mundo de la pintura fue la de cultivar casi en exclusiva el peculiar género del paisajismo ígneo. Imaginarle presto a la llamada del fuego, corriendo de una población a otra en mitad de la noche, con su libreta de apuntes dispuesto a congelar en mitad del horror y la zozobra la belleza de los infiernos, produce esa mezcla de admiración y desasosiego que tantas veces asociamos a los corresponsales de guerra. Aunque muchas de estas terribles deflagraciones se originaran de noche la escasez de medios para su extinción provocaba que la mayoría de ellos se prolongaran durante el día. Sin embargo, viendo de estos paisajistas del fuego comprobamos esta predilección por retratarlos de noche, pues la luz del día deslucía el patetismo de la trágica escena. La noche en cambio, realzaba la viveza del fuego que centelleaba en mitad de la oscuridad, mostraba así  todo su aspecto amenazante y su poder destructor, permitía admirar las llamas como a una némesis purificadora capaz de embelesarnos incluso en mitad del horror.
Egbert van der Poel

En cualquier caso, resulta curioso observar como en toda época y lugar siempre está presente la ambigua figura de estos diletantes del infierno. Sin duda, su representante más célebre fue el emperador Nerón de quien no podemos sino imaginarlo tocando la lira mientras Roma ardía a sus pies. El deslenguado historiador Suetonio narra en su "Vida de los Doce Césares" como Nerón se vistió para la ocasión y cantó el Iliou persis, (el saco de Troya). Pero en honor a la verdad, Suetonio, quien, como un periodista moderno, nunca dejó que la verdad arruinara una bonita historia, no había nacido cuando estos hechos sucedieron y lo más probable es que su relato se alimentara de las maledicencias y exageraciones que circulaban por Roma cuando Nerón ya había muerto.

Fueran emperadores o predicadores del apocalipsis, fueran pintores o fotógrafos, escritores o anónimos diletantes, la ubicuidad en todo tiempo y lugar de este tipo de personajes que frente al terror y la evidencia trágica de un incendio quedan subyugados al hechizo de un fuego devastador, parece advertirnos de un oscuro impulso que habita escondido en nuestra común naturaleza humana: pues también nosotros al ver cómo arden nuestros viejos enseres en una hoguera o cuando arrojamos antiguas cartas a una chimenea, descubrimos una inquietante complacencia en la visión de un fuego inclemente devorando el paisaje de cuanto hemos amado. 

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La cera que arde (una historia sagrada)


Como tantas veces sucede en la historia de los objetos, la enorme importancia de las velas en la vida nocturna elevó su valor más allá de su esfera utilitaria. El hombre por ser animal de pensamiento simbólico hace trascender a sus objetos más queridos o temidos, transformándolos en metáforas, hierofanías, amuletos o fetiches varios

El resultado de este proceso de elaboración simbólica fue que las velas se fueron enriqueciendo con nuevos significados, de forma que a menudo lo menos importante era que ofrecieran un breve oasis de luz en mitad de la noche. El valor metafórico de la llama vencía sobre su valor lumínico, y entonces la vela se transformaba en signo de otra cosa: el tiempo, el ser, las fuerzas sobrenaturales o la misma divinidad.

La liturgia cristiana fue desde sus orígenes prolija en el uso simbólico de las velas. Éstas aparecieron en fecha muy temprana en sus ritos, tal vez como reminiscencia de la época en que las primeras comunidades celebraban sus misas de manera clandestina en la lóbrega oscuridad de las catacumbas, o también por influjo de ritos paganos donde la presencia de fuegos sagrados era harto frecuente. Dentro del rito cristiano los cirios desempeñan diversas atribuciones. Las velas simbolizan un presente de luz del fiel a Dios, representan la fe y la oración de la comunidad, encendidas frente a las capillas y los altares funcionan a modo de prolongación simbólica de la oración del fiel cuando se haya ausente.

Pero la luz de la vela, bajo la forma del cirio Pascual, también simboliza a Cristo como Luz del mundo. Adornada con el alfa y el omega, la vela está presente en los oficios de la cincuentena pascual, así como en los bautizos y en las exequias, de forma que la luz de Cristo acompaña al fiel en su ingreso y despedida del mundo. Pero es sobre todo protagonista en el conmovedor rito de la Vigilia Pascual, cuando el sagrado cirio es encendido para representar al Cristo renacido y su luz se difunde de vela en vela que sostenidas por cientos de fieles alejan la amenaza de la mortal noche del seno de la iglesia, mientras el cirio Pascual descansa al lado del ambón que pasa a representar la tumba vacía.

A las velas se les presuponían las más variadas potencias mágicas que de manera más o menos obvia subyacían en el simbolismo ritual. Como si se tratara de su antítesis diabólica las velas formaron también parte del instrumental básico asociado a la brujería y a las artes oscuras. En todo hechizo el fuego formaba parte de los elementos naturales invocados, la llama de las velas era interpretada como una potencia transformadora y permitía concentrar además la atención en un punto luminoso y abstracto, una fuente de energía que conectaba de forma simpática con las energías que movían al mundo.

En continuidad con este imaginario mágico las velas fueron empleadas a modo de amuleto para los más variados usos y usuarios. Su luz acompañaba frecuentemente alumbramientos y las defunciones, bajo el supuesto que su halo de claridad ofrecía una cierta salvaguarda frente a los malos espíritus que habitaban en la oscuridad. Esa misma luz protegía desde el interior de los farolillos los umbrales de las casas en la esperanza de que su mágico poder pudiera alejar cuanto de maligno y demoníaco había en la noche.

Pero como sucede tantas veces en los fetiches, éstos contemplaban potencias mágicas de signo contrario, y a su faceta como amuleto protector se oponía, simétrica e idéntica, una potencia criminal. Desde finales de la Edad Media se multiplicaron los conjuros y amuletos que bajo el aspecto de candelas eran empleados para usos delictivos. Uno de los más notorios fue la llamada "vela del ladrón" estaba hecha a partir del dedo de algún criminal ahorcado, o fabricada con su sebo. También eran apreciadas las falanges de los niños nacidos muertos, pues se suponía que al no estar bautizados incrementaba la potencia mágica del amuleto. La vela podía estar sostenida por un candelero no menos macabro, la "mano de gloria", una mano amputada y curada en salmuera. Se suponían que estos amuletos protegerían al criminal durante sus depredaciones y robos nocturnos, otorgándole invisibilidad, favoreciendo la apertura de puertas, iluminando sólo al portador de la mágica vela...

 representación de un reloj de cera
Pero no sólo la luz de las velas fue objeto de una hipóstasis mágica y simbólica, también el hecho de que su luz fuera efímera, que se consumieran lenta y inexorablemente, espoleó la inventiva y la imaginación humana, y no sólo en un sentido mágico o religioso sino también en un sentido práctico. Por ejemplo, la fiable regularidad con que se consumían las velas de cera permitió aprovecharlas durante la Edad Media, como medidoras de tiempo, especialmente en las noches cerradas. Los llamados relojes de cera eran velas de una longitud prefijada o marcadas regularmente a lo largo de su cuerpo. Algunas contenían bolas de acero a intervalos regulares que sonaban al fundirse la cera y caer al suelo, de forma que iban marcando los tiempos. Los relojes de cera llegaron a ser empleados en subastas de los siglos XVII y XVIII, en las velas se fijaba una aguja en un punto intermedio de forma que el tiempo que ésta permaneciera sujeta acotaba el lapso fijado para pujar.

El arte incluyó la mórbida imagen de la cera fundiéndose en un tipo particular de naturaleza muerta que tuvo especial popularidad durante el Barroco: las vanitas. Consistían en alegorías que alertaban sobre lo efímero de las glorias y placeres terrenales. Entre la colección de objetos diseminados sobre la escena y que refieren a aquellos que guardan relación nuestros placeres mundanos o que por su propia belleza deleitan nuestros sentidos -las riquezas, los manjares, los cuadros, los instrumentos musicales, los libros- aparecen dos señales que nos amonestan y advierten de la futilidad de esta clase de distracciones frente al inexorable paso del tiempo y nuestro compartido destino mortal: la calavera, y la vela.

Ideas similares acerca del inexorable y destructor paso del tiempo subyacen en las inquietantes figuras realizadas en parafina del escultor suizo Urs Fischer. A primer golpe de vista, pudieran recordarnos a aquellas nacaradas e ideales figuras de cera que pueblan el museo de Madame Tussauds de Londres. Pero a diferencia de estos amables retratos que fijan al hombre a un tiempo y lo inmortalizan, las esculturas de Fischer comparten nuestra naturaleza efímera, pues al dotarlas de su correspondiente mecha se transforman en auténticas velas humanizadas que provocan una desasosegante reflexión sobre el tiempo y nuestra condición mortal.

Así, por ejemplo, en el conjunto escultórico que fue presentado en la Bienal de Venecia, Fischer nos sitúa ante una doble composición escultórica: la de una detallada copia de la inmortal obra Giambologna "el Rapto de las Sabinas" enfrentada a la réplica de un común espectador. Tal vez en la vida real la longevidad de cada uno sea bien distinta, pero Fischer unifica las diferentes temporalidades, la del arte y la del hombre, en un efímero destino común. Durante los días que duró la exposición ambas ardieron lenta e imparablemente. A lo largo de este proceso de parsimoniosa devastación contemplamos indefensos como nada, ni la belleza ni su contemplación, nos redime de la decrepitud y de la muerte. Las esculturas de Fischer ilustran la condición humana por medio del ejemplo de las velas: pues la llama que nos da la vida es la misma que nos consume.
Urs Fischer - Bienal de Venecia 2011


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A la luz de las velas (una historia laica)


Para ser una antigualla hay que decir que, a diferencia de otros muchos utensilios periclitados, la vela ha encontrado una jubilación dorada en nuestro hipertecnificado mundo, ya sea como atrezzo romántico, como accesorio para la expresión de una espiritualidad más o menos sincera o como imprescindible elemento decorativo.

Seguramente, en su amable retiro contemporáneo tenga mucho que ver el enorme prestigio con el que contó en el pasado. Al fin y al cabo, su antigua importancia resulta difícil de exagerar. Fue, durante siglos, la principal fuente de luz en las noches oscuras, privilegio sólo disputado por las lámparas de aceite. Fue la única que, aún leve y vacilante, permitía guiar los pasos en el interior de las viviendas, fue también un amuleto mágico al que se le suponían las más variadas potencias e incluso un alimento de emergencia, pues en no pocas ocasiones las originales velas de sebo llegaron a alimentar a tropas asediadas por el enemigo y en otras a inoportunos roedores.

El mecanismo de una vela, no por sencillo, resulta menos ingenioso. Se trata alimentar mediante un combustible sólido una mecha interna, o pabilo, por medio de un aglomerado de grasa animal o cera que le otorga forma y rigidez a la vez que alimenta de forma constante a la llama. Se conoce de la existencia de las velas desde el antiguo Egipto, aunque por entonces se trataba de velas realizadas mediante juncos que se empapaban en sebo fundido. Los romanos mejoraron la técnica y introdujeron la mecha de papiro, o pabilo, que ralentizaba el consumo y fueron los primeros en emplear la cera de abejas. Pero esta técnica resultaba cara por lo que normalmente empleaban la grasa animal, principalmente de oveja o de vaca.

Estas primeras velas realizadas con sebo animal, producían un humo negro y maloliente, y una luz inestable, pues necesitaban una atención constante. Si no se recortaba cada media hora tiempo la mecha carbonizada, la llama comenzaba a tintinear y a consumir sebo muy rápidamente, por lo que siempre debían tener a alguien atento para "despabilarlas". La figura del despabilador era común en los teatros del S.XVII, se trataba de un muchacho que recorría cada cierto tiempo el escenario despabilando las velas, una operación sin duda delicada que podía dar al traste una escena de especial intensidad dramática. Aunque su función debía realizarse de forma discreta, su presencia no era del todo ignorada, pues cuando completaba a la primera el capado de todas las mechas recibía también su ración de aplausos. Más codiciado todavía era el oficio palaciego de cerero mayor; encargado de fabricar, disponer y encender las velas allí donde requiriera el señor, un oficio que tenía más trabajo del que pudiera parecer, pues no era infrecuente que el cerero mayor tuviera un par de asistentes a su cargo.
Velas en el Vaticano y en el Covent Garden - tijera para despabilar
Mientras, las codiciadas velas de cera estaban prácticamente reservadas a la iglesia y los ricos. Y aún estos últimos las empleaban con mucha mesura, destinándolas exclusivamente para las estancias principales o para las grandes ocasiones y las visitas distinguidas. Esta frugalidad se extendía a cualquier uso injustificado de las velas, y encenderlas durante el día no podía ser considerado más que un gesto de extravagancia y disipación. Las velas, aun siendo de sebo, eran un producto caro, y especialmente gravado con impuestos, y se prohibía su producción casera. Tan sólo las frágiles velas de junco estaban exentas de imposiciones, y era la única salida de las familias más pobres para escapar a la terrible oscuridad. Niños, mujeres y ancianos las realizaban en casa con cualquier grasa a mano, disolviéndola en la olla y mojando los carrizos hasta aglutinar una cantidad suficiente de sebo.

A partir del siglo XVIII, nuevas materias primas se añadieron en la fabricación de velas. Con el auge de la industria ballenera comenzaron a fabricarse un  producto de confusa etimología, el spermaceti, de "sperma" semén y "ceti" ballena. Pero en realidad no era tal, se trataba de una grasa vascularizada que se extraía de la cabeza de los cachalotes (y que en inglés se las conoce como sperm whales) y que forma su característico abultamiento craneal. Las velas de spermaceti eran muy valoradas pues no producían mal olor ni se reblandecían con el calor.

extracción del spermaceti de un cachalote
El siglo XIX aportaría las velas de estearina, un gliceril éster de ácido esteárico, derivado de la grasa animal y cuyo origen estuvo vinculado a uno de los primeros grandes escándalos de salud pública. En 1810, Michel Chevreul logró separar de la grasa animal la parte sólida de la líquida. La parte sólida, la estearina, fundía a temperaturas más elevadas que el sebo crudo lo que la hacía muy apreciada para la producción de velas, pero era más frágil y menos brillante que las de cera. Los manufactureros franceses lograron corregir el problema mediante un producto que se mantuvo celosamente en secreto hasta que en 1834 las autoridades tiraron de la manta y descubrieron que se trataba del letal arsénico, pasando a prohibirlas de inmediato. Esta mala praxis siguió vigente en Inglaterra por lo menos un par de años más hasta que estalló su correspondiente escándalo. La prensa inglesa tan propensa a sacar buen partido de una noticia jugosa las bautizó con el sonoro nombre de corpse candles (velas cadáver).

Desgraciadamente el descubrimiento en 1850 de la parafina, un derivado del petróleo, tal vez el material definitivo para la elaboración barata de velas de calidad, llegó cuando su gran época comenzaba a declinar. Con la llegada de las nuevas fuentes de luz de gas y posteriormente de electricidad, el gran reinado de las velas como fuente de luz nocturna tocó su fin.

La prolija historia de la relación del hombre y las velas fue recogida por el arte y la literatura de todas las épocas, normalmente a modo pequeñas escenas o de discretas anécdotas que desde los márgenes de los cuadros nos ofrecen un fresco retrato de aquella antigua vinculación o bien actúan como un símbolo hermético de algún mensaje "velado". Pero en otras ocasiones su luz evanescente pasaba a ocupar el centro de la escena contaminando toda la pintura de un intenso efecto dramático. Todo gravita en torno a una íntima comunión con la breve esfera de claridad que ofrecen las velas; la vida se arracima en torno a ellas, y más allá, la pintura, y la misma existencia se desvanecen sin remedio.

Jan van Eyck - Paul Rubens - Judith Leyster
Así, aquella luz divina de Caravaggio que se arrojaba milagrosamente sobre santos y mártires se hace, en sus sucesores, mundana y laica gracias a la intercesión de las velas. Aunque no por ello debemos entenderla como una luz menos espiritual. Así, al menos, lo comprendió George de la Tour, el heredero amable del tenebrismo. El pintor francés supo trasladar los recursos de composición lumínica de Caravaggio a escenas bíblicas de una delicada intimidad. En la Tour el candor de las velas se confunde con el de sus propias criaturas: humildes, frágiles, dignas, silenciosas y espirituales. 
"San José carpintero"(1642) "El pensamiento de San José" (1640) George de la Tour
Viendo los cuadros de la Tour uno tiende a olvidar que aquellas velas iluminaban mal y olían aún peor, que ennegrecían las paredes y los pulmones, que provocaban pavorosos incendios cuyas víctimas podrían contarse por miles. Olvidamos incluso que antaño también nosotros fuimos polillas sedientas de luz, que vivíamos encadenados a sus ínfimas burbujas de claridad para no sucumbir a la inacción y a los terrores de la noche. Olvidamos que el arte también existe para inventar un recuerdo amable de nuestra antigua sumisión a la luz cicatera e insuficiente de las candelas y que éramos rehenes de su frugal resplandor. Y pese a todo han pervivido a una merecida obsolescencia, quién sabe si indultadas por nuestra desmemoria o seducidos por su belleza, lo cierto es que, aún hoy,  permitimos que su culpable llama continúe encandilándonos desde el centro de una mesa preparada para el romance.

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Un crepúsculo terrible

Ante el espectáculo de una puesta de sol, quien más o quien menos se ha preguntado alguna vez por qué el cielo adquiere esas vistosas tonalidades rojizas. Lo curioso del caso es que para comprenderlo debiéramos cuestionarnos previamente por qué el cielo es azul durante el día, hecho que, sin embargo, damos por descontado sin advertir que no es en absoluto obvio dado que la luz es blanca y el aire transparente. 

La explicación del fenómeno se halla en la refracción de la luz solar al entrar en contacto con la humedad del aire. Al llegar a nuestra atmósfera la luz solar se descompone en sus diferentes longitudes de ondas; las más cortas, el violeta y el azul (entre 380nm y 500nm) son las primeras en separarse del espectro, y en lugar de incidir directamente sobre la tierra, trazan un recorrido zigzagueante, rebotando por toda nuestra bóveda celeste. Debido a que la gama de los violetas se encuentra en menor cantidad en la luz solar y que nuestro ojo es menos sensible a la luz violeta que a la azul, vemos el cielo con su característico tono azulado y no violáceo. Al caer la tarde, en cambio, varía el ángulo de incidencia de los rayos sobre la tierra que llegan de forma tangencial, la refracción es más intensa y de tal suerte que la gama de los amarillos y los anaranjados comienzan a hacerse visibles, tan sólo la onda larga de los rojos llega prácticamente sin incidencias, aunque ésta también puede llegar a ser visible si hay un número suficiente de partículas suspendidas en el aire.

Sin embargo, debió resultar muy difícil para el hombre primitivo disfrutar alegremente de la belleza de estos singulares efectos de la óptica. La imaginación mítica se afanó en la interpretación de aquellas vistosas señales que emitía el cielo durante los atardeceres que anunciaban las horas inciertas de la noche. Urgía una explicación para aquellos cielos enrojecidos, en la misma medida que urgía relato de cuanto deparaba al sol cuando éste se sumergía tras la línea del horizonte.

Y es que antes de que la astronomía nos hubiera desvelado cómo el mecanismo de rotación de la tierra produce la alternancia entre el día y la noche, la amenazante idea de una caída última y definitiva del sol no parecía tan descabellada. Ni tan siquiera la terca constancia de los ciclos solares parecía garantizar la eternidad de sus rutinas. Pues aún cuando el hombre imaginara al astro rey como al más poderoso de los dioses, o precisamente por eso, lo estaba también antropomorfizando, esto es, asimilándolo a nuestra naturaleza, de tal forma que nuestro astro indiferente acababa sujeto a los caprichos de una psicología y a las tribulaciones propias de quien vive inserto en una historia.

Así que la belleza de un crepúsculo no podía apaciguar la comprensible preocupación acerca del misterioso periplo que emprendía el sol cuando éste cruzaba la línea del horizonte y nos relegaba a la devastadora oscuridad. ¿Qué territorios transitaba cuando traspasaba el poniente y se sumergía en el inframundo?¿Qué pruebas había de superar antes de renacer  renovado y majestuoso en el extremo contrario del horizonte?

Si el sol era fuente de toda vida y energía vital, un garante de la fertilidad que gobernaba desde la altura de los cielos el reino de los vivos, el crepúsculo señalaba el inicio de un viaje nocturno a través del reino de los muertos. En numerosas culturas, desde Egipto hasta Melanesia, el oeste marcaba la frontera entre el reino de los vivos y de los muertos. De esta forma el sol, en su trayectoria diurna, actuaba de psicopompo, es decir, de guía de las almas de los difuntos hacia su destino final en el inframundo occidental.

 Pocos pueblos adoraron al sol con mayor fervor que la civilización del antiguo Egipto. Esta devoción acarreaba la consiguiente inquietud por cuanto acontecía al sol cuando se ocultaba tras la línea del horizonte. La religión egipcia elaboró durante el Imperio Nuevo una pormenorizada descripción del periplo del sol durante las horas de la noche en el libro del Amduat. Este conjunto de inscripciones funerarias narraba como la barca solar de Ra, que había surcado los cielos durante el día a través del lomo de Nut, cruzaba cada noche la Duat, el inframundo. Ra transportaba en su barca en calidad de secretario, el alma del difunto faraón  de tal forma que su destino quedaba encadenado a la suerte que corriera la divinidad a lo largo de su travesía nocturna.
Escenas del Amduat en las tumbas de Thutmosis III y Amhenotep II
Durante la noche, la barca solar de Ra, debía cruzar las doce puertas de la Duat que correspondían a las doce horas nocturnas. El viaje del sol a través de los dominios de Osiris, es decir, del reino de los muertos, no estaba exento de peligro, pues allí acechaban oscuros enemigos dispuestos a destruirle. Colectivamente fueron llamados Sebau, demonios, de entre los que destacaba Apofis, que bajo el aspecto de una terrible serpiente encarnaba los aspectos más oscuros de la noche, a los que Ra debía vencer para volver a remontar victorioso cada mañana. La batalla era terrible, Apofis, atacaba con nieblas y eclipses y otros fenómenos que ocultaban la luz del sol, con el fin de romper el orden cósmico que encarnaba el dios solar. Por fortuna Ra no estaba solo en su barca, contaba con Horus como timonel, le protegían Seth y Miuty el gran gato de Heliópolis, y también Isis y Nepthys, Maat y Thot, en definitiva, los dioses más importantes del panteón egipcio colaboraban en la lucha contra las fuerzas de la noche a fin de que el declinante Atum-Ra pudiera amanecer bajo el triunfante aspecto de Khepri-Ra. Los destellos de la encarnizada batalla eran visibles durante nuestros crepúsculos y auroras bajo el aspecto de un cielo enrojecido.
Apofis siendo derrotada por Seth y Miuty
Al igual que en Egipto, buena parte de las religiones politeístas, contaron con sus propias narraciones acerca de las singulares epopeyas del astro rey surcando el cielo y el inframundo. Pero con el triunfo de las grandes corrientes monoteístas, el sol, y por extensión la naturaleza, fueron despojados de sus vestimentas antropomórficas. Con ellas desaparecieron también aquellos soberbios dramas solares. Ahora, la naturaleza probaba la existencia de Dios pero no la sustanciaba, la narración mítica pasó a ser protagonizada por hombres santos y seres angelicales sin una vinculación reconocible con las fuerzas vivas de la naturaleza. 

Sin embargo, el ocaso siguió pareciendo al hombre un fenómeno más estremecedor que hermoso. Al fin y al cabo, anunciaba la inminencia de la noche y de sus innombrable peligros: algunos bien reales y laicos, como los derivados de las diferentes modalidades criminales, otros no menos imaginarios y sobrenaturales, como la amenaza de espectros, demonios y brujas que campaban a sus anchas al abrigo de la noche.

 En definitiva, por extraño que pueda parecernos, nuestro embeleso por los crepúsculos es más bien una invención bastante moderna. Para ser más precisos debemos al Romanticismo alemán el detalle de habernos enseñado a contemplar la puestas de sol con la mirada limpia del diletante. De entre los muchos románticos que dieron nueva expresión al ocaso, tal vez nadie como Caspar David Friedrich, mostró como en el limbo entre el día y la noche los objetos se transforman, viran sus colores, alargan sus sombras, se vuelven evanescentes y tiñen el paisaje de un irresistible pathos nostálgico que nos conecta de nuevo con lo sobrenatural.
Caspar David Friedrich- La abadía (1810) El soñador (1820-1840)
Sin embargo, de entre los innumerables atardeceres que retrató a lo largo de su vida, me inclino por uno que no es tal. En "Luna saliendo del mar" (1822) Friedrich juega con una ambigüedad que nada tiene de casual, pues el ocaso que figuramos es en realidad un despertar, el sol que declina es en cambio una luna que despunta, y las rojas veladuras del cielo señalan el lejano rastro de una batalla en la que, por una vez, la noche ha ganado la partida.
Caspar David Friedrich "Luna saliendo del mar" (1822)

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Lluvias que no son


El hombre antiguo tuvo a la lluvia por una de las hierofanías más palmarias de la fuerza sagrada de los cielos. La divinidades más poderosas, se manifestaban amontonando nubes, descargando el rayo y precipitando una lluvia que podía ser fructífera o devastadora, dispensadora de vida o de muerte según los méritos o las culpas de los mortales. Como sabemos, en la periodicidad de los fenómenos pluviales influyen decisivamente los ritmos estacionales y no los husos horarios. Por tanto, no tiene sentido asociar estas manifestaciones climáticas al día o a la noche. Aunque si tomamos la palabra en un sentido amplio, sí existen,  dos tipos de lluvia de muy distinto signo que se dan exclusivamente durante la noche.

La primera de estas lluvias nocturnas la encontramos en el espacio exterior y tiene su origen en los cometas de ciclo corto que cruzan nuestro sistema solar. Al aproximarse al sol el meteoro es barrido por los vientos solares produciendo un visible desgaste de su superficie formando así la característica cola de los cometas. Los fragmentos que se desprenden de la cola del meteoro quedan a su vez atrapados en la órbita solar. Nuestro planeta se cruza con frecuencia con algunos de estos enjambres de meteoros. Cuando éstos entran en contacto con nuestra atmósfera se produce una ionización de su superficie y comienzan a desintegrarse, dando lugar a su característico trazo luminoso, en forma de brillante chispa que cruza el firmamento.

Las Leónidas vistas desde el espacio   -    las Perseidas
 A estos fenómenos lo conocemos como lluvias de meteoros, y su encuentro con la tierra es celebrado por numerosos aficionados a la astronomía que tienen marcado en su calendario sus periódicas visitas: las Leónidas en octubre, las Gemínidas en diciembre, las Perseidas (también conocidas como lágrimas de San Lorenzo) en agosto.  Estas singulares lluvias son bautizadas a partir del nombre de la constelación desde la cual parecen provenir los meteoros lo que  se denomina punto radiante. Así por ejemplo, las Perseidas deben su nombre al hecho de que parecen precipitarse desde la constelación de Perseo.

Precisamente, el gran héroe griego también tiene su papel en el segundo tipo de lluvia nocturna, no por ser en este caso una constelación de referencia sino por la legendaria forma en que fue concebido. Cuenta el mito que Acrisio, rey de Argos, recibió el tan manido oráculo de que un descendiente suyo, un futuro hijo de su hija, acabaría por darle muerte. Lógicamente alarmado, el rey decide encerrar bajo llave a su hermosa y única hija, Dánae, en una elevada torre a fin de que conserve por siempre su virginidad y evitar su fatal destino. Pero Zeus que había quedado prendado de la belleza de la muchacha y que, por supuesto, no daba una causa amorosa por perdida, se las ingenió para descender a la atalaya desde los cielos bajo la forma de una lluvia de oro y así dejó encinta a la muchacha quien alumbraría a uno de los más reputados héroes de la mitología clásica: Perseo. Tiempo después nuestro héroe acabaría, cómo no, cumpliendo accidentalmente con el vaticinio.
Dánae y la Lluvia de oro según Gossaert, Tiziano y Klimt.
 Poco podría haber imaginado Perseo que el episodio de su gestación pasaría a la posteridad por dar nombre a una conocida parafilia sexual igualmente lúbrica aunque menos fecundante. De la misma forma, una lluvia igualmente dorada aunque menos libidinosa se precipitaba al caer la noche en las ciudades europeas premodernas desde los ventanales de unas viviendas que carecían por completo de sistemas de canalización de sus desagües. En efecto, amparados en la impunidad que ofrece la noche, cientos de orinales y bacines eran vaciados desde las ventanas añadiendo a los habituales peligros de la noche urbana la nada infrecuente posibilidad de ser regado por orines ajenos.

Este tipo de prácticas ya fueron retratadas en las Sátiras de Juvenal en el siglo II D.C., al describir los peligros y vicios que acechaban en la noche romana. De hecho, llegaron a ser hábitos tan extendidos que con el tiempo acabaron siendo regulados por autoridades locales a fin de evitar males mayores. En el siglo XVIII, por ejemplo, en Edimburgo podían lanzarse los excrementos a partir de las 10:00 pm tras un toque de tambor y avisando previamente a los paseantes con un "Gardy-Loo!"  ("¡Agua va!"). En Marsella los residentes estaban obligados a dar tres avisos antes de vaciar las bacinillas por las ventanas, mientras que en la vecina Avignon la responsabilidad recaía sobre los transeúntes obligados advertir su presencia a gritos al pasar bajo las viviendas. 

Resulta evidente que semejantes prácticas debían causar no pocos incidentes y mucha comicidad de grueso calibre. No debe extrañarnos el hecho de que estas escenas fueran una jugosa materia prima para aquellos autores que hacían de la sátira el medio con el que cargar contra los vicios de la sociedad. Dieciseis siglos después de Juvenal otro afilado burlador, llamado William Hogarth recogía con su buril aquello que el mordaz romano había registrado con su pluma.

William Hogarth-
 "Cuatro momentos del día: la noche"
En una escena de su conocida serie satírica "Cuatro momentos del día" (1736), en la dedicada a las horas de la noche, una atribulada pareja, un matrimonio masón para más señas, recorre entre temerosa y abrumada las accidentadas calles de Londres. Como sucede tantas veces en las obras de Hogarth, los acontecimientos grotescos se agolpan en torno a la pareja protagonista en un torbellino de acciones cómicas, que construyen una escena llena de vida y agitación nocturnas: los ocupantes de un carruaje accidentado piden auxilio mientras un cohete se precipita en su interior, a la izquierda asistimos a una brutal extracción de muelas mientras debajo del porche de entrada se refugian los pordioseros para dormir… el marido agita asustado la vaina de su espada, la cual ha sido arrebatada por su juiciosa mujer; mientras tratan de abrirse paso con la luz del candil temerosos de cuanto acontece delante y detrás suyo sin caer en cuenta que la inminente desgracia les va a llover del cielo. Y es que incluso de noche se cumple el infalible dicho de que nunca llueve a gusto de todos.

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Ojos que brillan en la noche


La mirada centelleante del depredador nocturno es una de las referencias más características en el desarrollo de un imaginario relativo a los peligros y acechanzas de la noche. Ante la interrogante amenaza de dos brillantes ojos suspendidos en medio de la oscuridad, el hombre dejaba a su imaginación la tarea de completar la alimaña que debía esconderse tras aquella lacerante mirada, su fantasía y sus particulares fantasmas hacían el resto, exagerando el peligro, multiplicando a la bestia para sumirle en el más intenso terror. No debe extrañarnos que tal imagen haya sido uno de los motivos recurrentes sobre los que se ha edificado nuestro bestiario de monstruos y demonios nocturnos.


La responsable de este inquietante fulgor es una membrana de tejido situada en la parte posterior del ojo que poseen numerosas especies nocturnas conocida como tapetum lucidum y que tiene por misión de reflejar a modo de espejo los rayos de luz hacia los fotorreceptores del ojo permitiendo optimizar la visión en condiciones de escasa luminosidad. La consecuencia indirecta de este mecanismo es que los ojos de estos animales brillan en la oscuridad. Los gatos, animales que no en vano han sido asociados frecuentemente con la brujería, lo poseen, al igual que los perros, murciélagos, los caballos, los bóvidos en general y algunos reptiles. 

El hombre por ser animal diurno no dispone de este práctico mecanismo óptico. En su lugar la estructura de nuestro ojo está constituida por millones de células especializadas en detectar diferentes longitudes de onda de la luz transformándolos en impulsos nerviosos que son enviados a nuestro cerebro, el cual interpreta y ordena esta información haciendo posible la visión en color, capacidad que muchos animales nocturnos tienen muy limitada. 

En nuestro ojo existen dos tipos de células fotorreceptoras: los conos, que actúan en condiciones de alta luminosidad (visión fotópica), y que son de tres tipos según el color que los estimula: rojo, verde y azul. Y por otro lado los bastones que actúan en condiciones de baja visibilidad (visión escotópica) pero que sólo son sensibles al azul, lo que explica que nuestra visión nocturna sea prácticamente monocromática.

A pesar de que frente a los seis millones de conos hay en nuestros ojos casi cien millones de bastones, es evidente que nuestra azulada visión escotópica resulta bastante limitada para desempeñarnos con soltura en la oscuridad de la noche. Tal vez por ello el ingenio humano ha ideado diversos artilugios capaces de dotarnos de visión nocturna. Se trata de instrumentos ópticos capaces de traducir al espectro visible aquella luz reflejada que nuestros ojos no son capaces de detectar, bien sea porque es demasiado débil (intensificadores de imagen) bien porque se de trata de infrarrojos (cámaras de infrarrojos) o bien por detectar la energia que percibimos como calor (cámaras térmicas). Estos artilugios fueron empleados primera y principalmente con usos científicos y militares, pero no pasó mucho tiempo hasta que los artistas vieran también un filón técnico a explotar

Uno de los pioneros en el empleo artístico de la visión nocturna es el fotógrafo japonés Kohei Yoshiyuki (1946). Su serie fotográfica "Koen " nos sitúa en el Japón de finales de los años 70 cuando en plena burbuja inmobiliaria, miles de parejas tokiotas, incapaces de encontrar intimidad en sus ínfimas viviendas o demasiado jóvenes para poder procurarse una propia, se refugiaban en los parques de los distritos de Shinjiku y Yoyogi para sus encuentros sexuales. Los amantes clandestinos atraían a otra fauna no menos furtiva: numerosos voyeurs acechaban cada noche en aquellos parques a la espera de saciar sus propios apetitos. Pero lejos de mantenerse en un discreto segundo plano se apostaban amparados en la oscuridad a escasos centímetros de las parejas e incluso aprovechaban el ensimismamiento de los amantes para colar furtivamente la mano, lo que no pocas veces desembocaba en broncas tremendas. Yoshiyuki retrató estas chocantes escenas en la que la superposición de instintos y apetitos -amor, deseo, gregarismo, celos, violencia- investía la conducta humana de una inquietante animalidad.
Kohei Yushiyuki "Koen" 1979
Para fotografiar en condiciones de tan baja luminosidad sin ser descubierto, Yoshiyuki se pertrechó de una cámara con flash y película de infrarrojos, de tal suerte que la luz del fogonazo era invisible al ojo humano y apenas el click del disparador podía delatar su presencia. La evanescente luminosidad del flash de infrarrojos con el que revela a las furtivas criaturas nocturnas dota a sus fotografías de un hálito espectral. 

Pero hay algo todavía más turbador en la obra de Yoshiyuki, pues su condición de fotógrafo no le sustrae de su condición de mirón de igual forma que tampoco nos redime a nosotros desde nuestra condición de público. Sin que podamos evitarlo, Yoshiyuki nos arrastra a esa cadena trófica de predaciones sucesivas, de tal suerte que las barreras entre actores, creadores y público quedan continuamente transgredidas: también al otro lado de la fotografía, desde donde acechamos por igual a amantes y voyeurs, quedamos atrapados en un laberinto de miradas yuxtapuestas. 

Mientras, la cámara infrarroja de Yoshiyuki media entre nosotros y la oscuridad, nos enseña los secretos que esconde la noche trazando un camino de luz por el que transcurre nuestra mirada, y a uno le da por pensar que tal vez, a la manera de los felinos, el ojo de su cámara brilla en la noche en el instante de ser disparada.