Diletantes del infierno


Durante la Segunda Guerra Mundial, Alemania ideó una operación de bombardeo sostenido sobre Londres, conocido como el Blitz ("relámpago")  con el fin de doblegar el ánimo y las fuerzas de la población británica. Entre el 7 de septiembre de 1940 y el 16 de mayo de 1941 Londres y  otras ciudades británicas fueron asoladas por una tormenta de pólvora y fuego llevada a cabo por las fuerzas de la Luftwaffe.

 Durante las continuas razzias alemanas la población corría a salvar su vida bajo tierra, buscando cobijo en los refugios antiaéreos, en los túneles del metro o en la red de alcantarillado, donde pasaban las terribles horas ateridos de miedo, hambre y frío, casi completamente a oscuras, inmóviles e indefensas. Estas escenas fueron interpretadas magistralmente por el lápiz del célebre escultor Henri Moore quien representó a los refugiados en un ambiguo limbo vital, pues observando sus dibujos uno dudaría si identificarlas como momias vivas, con las sábanas abrazándolas a la manera de sudarios o bien como extrañas criaturas en estado larvario, sucias, feas y ciegas, pero esperando aflorar a la vida en cuanto amainara la tormenta.
Refugiados en el metro durante el Blitz de Londres- Henri Moore
Sin embargo, mientras el grueso de la población se protegía en los refugios subterráneos, unos pocos, ignorando el más elemental instinto de supervivencia, sucumbían al hechizo de la destrucción y trepaban a los tejados para contemplar el apabullante espectáculo de ver Londres ardiendo en mitad de la noche. No pocas veces el arte adopta la forma de una pulsión morbosa que cuenta con numerosos y célebres adeptos. Herbert Mason, un fotógrafo del Daily Mail, estaba entre ellos, en plena tormenta de fuego se subió hasta la cubierta del periódico y tomó una foto de la catedral de Sant Paul emergiendo luminosa e incólume entre el humo y la devastación. Aquella imagen ocuparía la portada del rotativo a la mañana siguiente y se transformaría en un icono de la resistencia de Londres frente a la agresión nazi. Aunque en un gesto que haría las delicias de los semiólogos, esta misma fotografía sería apropiada por el Berliner Illustrierte Zeitung como prueba material de que la campaña de bombardeos estaba surtiendo efecto.
Herbert Mason "St Paul´s survives" 1940
Lo cierto es que no era la primera vez que los sibaritas del apocalipsis podían disfrutar del espectáculo de ver Londres ardiendo. Pues la capital británica ya había sido pasto de llamas en dos ocasiones: en el conocido como el Gran Incendio de Londres de 1666 y en el menos célebre pero igualmente terrible de 1230. El de 1666 se inició de madrugada el taller del panadero real Thomas Farringer en Pudding Lane y se extendió rápidamente a las casas colindantes. La gran estrategia de la época para contener incendios urbanos consistía en provocar demoliciones sistemáticas de edificios colindantes que pudieran actuar de cortafuegos y evitar la extensión de las llamas, pero la indecisión del alcalde Thomas Bloodworth a acometer la amputación urbana necesaria permitió la extensión de la gangrena ignea. El gran diarista de la restauración Samuel Pepys, fue quien subió en esta ocasión a la torre de Londres para dar cuenta de aquel paisaje de devastación y su pluma nos ha legado un preciso y vívido retrato de aquel infierno
Gran Incendio de Londres 1666
A buen seguro la torre de Londres era una de los pocos observatorios fiables desde donde  se podía contemplar el incendio que asolaba la ciudad: A diferencia de lo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, pocas personas osarían en el siglo XVII encaramarse a los tejados de cañizo y paja para contemplar el avance del fuego a riesgo que su atalaya acabara convirtiéndose en su pira funeraria. Lo cierto es que casi todo en las antiguas edificaciones era susceptible de transformarse en un excelente combustible para el fuego: no solo los tejados de cañizo, sino también las techumbres y vigas de madera, los colchones de paja, la colada tendida para secarse al calor del hogar. Si a esto le sumamos que toda fuente de luz y calor nocturnos procedía de chimeneas, velas y lámparas de aceite, y que la aglomeración urbana favorecía la propagación de incendios, podemos comprender perfectamente, que los incendios nocturnos eran harto frecuentes, y una de las amenazas más ciertas y temibles a las que se enfrentaba la población de nuestras antiguas ciudades.

Al igual que hiciera Herbert Mason con su cámara fotográfica, muchos de estos incendios  reales y acaso otros imaginados, fueron recogidos por numerosos pintores paisajistas holandeses y alemanes cuya peculiar sensibilidad artística oscilaba entre la fascinación estética y el horror moral, y en algún ocasión, una indisimulada tentación pirómana. 

Tal debió ser el caso del pintor holandés Egbert van der Poel (1621-1664) cuya principal aportación al mundo de la pintura fue la de cultivar casi en exclusiva el peculiar género del paisajismo ígneo. Imaginarle presto a la llamada del fuego, corriendo de una población a otra en mitad de la noche, con su libreta de apuntes dispuesto a congelar en mitad del horror y la zozobra la belleza de los infiernos, produce esa mezcla de admiración y desasosiego que tantas veces asociamos a los corresponsales de guerra. Aunque muchas de estas terribles deflagraciones se originaran de noche la escasez de medios para su extinción provocaba que la mayoría de ellos se prolongaran durante el día. Sin embargo, viendo de estos paisajistas del fuego comprobamos esta predilección por retratarlos de noche, pues la luz del día deslucía el patetismo de la trágica escena. La noche en cambio, realzaba la viveza del fuego que centelleaba en mitad de la oscuridad, mostraba así  todo su aspecto amenazante y su poder destructor, permitía admirar las llamas como a una némesis purificadora capaz de embelesarnos incluso en mitad del horror.
Egbert van der Poel

En cualquier caso, resulta curioso observar como en toda época y lugar siempre está presente la ambigua figura de estos diletantes del infierno. Sin duda, su representante más célebre fue el emperador Nerón de quien no podemos sino imaginarlo tocando la lira mientras Roma ardía a sus pies. El deslenguado historiador Suetonio narra en su "Vida de los Doce Césares" como Nerón se vistió para la ocasión y cantó el Iliou persis, (el saco de Troya). Pero en honor a la verdad, Suetonio, quien, como un periodista moderno, nunca dejó que la verdad arruinara una bonita historia, no había nacido cuando estos hechos sucedieron y lo más probable es que su relato se alimentara de las maledicencias y exageraciones que circulaban por Roma cuando Nerón ya había muerto.

Fueran emperadores o predicadores del apocalipsis, fueran pintores o fotógrafos, escritores o anónimos diletantes, la ubicuidad en todo tiempo y lugar de este tipo de personajes que frente al terror y la evidencia trágica de un incendio quedan subyugados al hechizo de un fuego devastador, parece advertirnos de un oscuro impulso que habita escondido en nuestra común naturaleza humana: pues también nosotros al ver cómo arden nuestros viejos enseres en una hoguera o cuando arrojamos antiguas cartas a una chimenea, descubrimos una inquietante complacencia en la visión de un fuego inclemente devorando el paisaje de cuanto hemos amado. 

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