La cera que arde (una historia sagrada)


Como tantas veces sucede en la historia de los objetos, la enorme importancia de las velas en la vida nocturna elevó su valor más allá de su esfera utilitaria. El hombre por ser animal de pensamiento simbólico hace trascender a sus objetos más queridos o temidos, transformándolos en metáforas, hierofanías, amuletos o fetiches varios

El resultado de este proceso de elaboración simbólica fue que las velas se fueron enriqueciendo con nuevos significados, de forma que a menudo lo menos importante era que ofrecieran un breve oasis de luz en mitad de la noche. El valor metafórico de la llama vencía sobre su valor lumínico, y entonces la vela se transformaba en signo de otra cosa: el tiempo, el ser, las fuerzas sobrenaturales o la misma divinidad.

La liturgia cristiana fue desde sus orígenes prolija en el uso simbólico de las velas. Éstas aparecieron en fecha muy temprana en sus ritos, tal vez como reminiscencia de la época en que las primeras comunidades celebraban sus misas de manera clandestina en la lóbrega oscuridad de las catacumbas, o también por influjo de ritos paganos donde la presencia de fuegos sagrados era harto frecuente. Dentro del rito cristiano los cirios desempeñan diversas atribuciones. Las velas simbolizan un presente de luz del fiel a Dios, representan la fe y la oración de la comunidad, encendidas frente a las capillas y los altares funcionan a modo de prolongación simbólica de la oración del fiel cuando se haya ausente.

Pero la luz de la vela, bajo la forma del cirio Pascual, también simboliza a Cristo como Luz del mundo. Adornada con el alfa y el omega, la vela está presente en los oficios de la cincuentena pascual, así como en los bautizos y en las exequias, de forma que la luz de Cristo acompaña al fiel en su ingreso y despedida del mundo. Pero es sobre todo protagonista en el conmovedor rito de la Vigilia Pascual, cuando el sagrado cirio es encendido para representar al Cristo renacido y su luz se difunde de vela en vela que sostenidas por cientos de fieles alejan la amenaza de la mortal noche del seno de la iglesia, mientras el cirio Pascual descansa al lado del ambón que pasa a representar la tumba vacía.

A las velas se les presuponían las más variadas potencias mágicas que de manera más o menos obvia subyacían en el simbolismo ritual. Como si se tratara de su antítesis diabólica las velas formaron también parte del instrumental básico asociado a la brujería y a las artes oscuras. En todo hechizo el fuego formaba parte de los elementos naturales invocados, la llama de las velas era interpretada como una potencia transformadora y permitía concentrar además la atención en un punto luminoso y abstracto, una fuente de energía que conectaba de forma simpática con las energías que movían al mundo.

En continuidad con este imaginario mágico las velas fueron empleadas a modo de amuleto para los más variados usos y usuarios. Su luz acompañaba frecuentemente alumbramientos y las defunciones, bajo el supuesto que su halo de claridad ofrecía una cierta salvaguarda frente a los malos espíritus que habitaban en la oscuridad. Esa misma luz protegía desde el interior de los farolillos los umbrales de las casas en la esperanza de que su mágico poder pudiera alejar cuanto de maligno y demoníaco había en la noche.

Pero como sucede tantas veces en los fetiches, éstos contemplaban potencias mágicas de signo contrario, y a su faceta como amuleto protector se oponía, simétrica e idéntica, una potencia criminal. Desde finales de la Edad Media se multiplicaron los conjuros y amuletos que bajo el aspecto de candelas eran empleados para usos delictivos. Uno de los más notorios fue la llamada "vela del ladrón" estaba hecha a partir del dedo de algún criminal ahorcado, o fabricada con su sebo. También eran apreciadas las falanges de los niños nacidos muertos, pues se suponía que al no estar bautizados incrementaba la potencia mágica del amuleto. La vela podía estar sostenida por un candelero no menos macabro, la "mano de gloria", una mano amputada y curada en salmuera. Se suponían que estos amuletos protegerían al criminal durante sus depredaciones y robos nocturnos, otorgándole invisibilidad, favoreciendo la apertura de puertas, iluminando sólo al portador de la mágica vela...

 representación de un reloj de cera
Pero no sólo la luz de las velas fue objeto de una hipóstasis mágica y simbólica, también el hecho de que su luz fuera efímera, que se consumieran lenta y inexorablemente, espoleó la inventiva y la imaginación humana, y no sólo en un sentido mágico o religioso sino también en un sentido práctico. Por ejemplo, la fiable regularidad con que se consumían las velas de cera permitió aprovecharlas durante la Edad Media, como medidoras de tiempo, especialmente en las noches cerradas. Los llamados relojes de cera eran velas de una longitud prefijada o marcadas regularmente a lo largo de su cuerpo. Algunas contenían bolas de acero a intervalos regulares que sonaban al fundirse la cera y caer al suelo, de forma que iban marcando los tiempos. Los relojes de cera llegaron a ser empleados en subastas de los siglos XVII y XVIII, en las velas se fijaba una aguja en un punto intermedio de forma que el tiempo que ésta permaneciera sujeta acotaba el lapso fijado para pujar.

El arte incluyó la mórbida imagen de la cera fundiéndose en un tipo particular de naturaleza muerta que tuvo especial popularidad durante el Barroco: las vanitas. Consistían en alegorías que alertaban sobre lo efímero de las glorias y placeres terrenales. Entre la colección de objetos diseminados sobre la escena y que refieren a aquellos que guardan relación nuestros placeres mundanos o que por su propia belleza deleitan nuestros sentidos -las riquezas, los manjares, los cuadros, los instrumentos musicales, los libros- aparecen dos señales que nos amonestan y advierten de la futilidad de esta clase de distracciones frente al inexorable paso del tiempo y nuestro compartido destino mortal: la calavera, y la vela.

Ideas similares acerca del inexorable y destructor paso del tiempo subyacen en las inquietantes figuras realizadas en parafina del escultor suizo Urs Fischer. A primer golpe de vista, pudieran recordarnos a aquellas nacaradas e ideales figuras de cera que pueblan el museo de Madame Tussauds de Londres. Pero a diferencia de estos amables retratos que fijan al hombre a un tiempo y lo inmortalizan, las esculturas de Fischer comparten nuestra naturaleza efímera, pues al dotarlas de su correspondiente mecha se transforman en auténticas velas humanizadas que provocan una desasosegante reflexión sobre el tiempo y nuestra condición mortal.

Así, por ejemplo, en el conjunto escultórico que fue presentado en la Bienal de Venecia, Fischer nos sitúa ante una doble composición escultórica: la de una detallada copia de la inmortal obra Giambologna "el Rapto de las Sabinas" enfrentada a la réplica de un común espectador. Tal vez en la vida real la longevidad de cada uno sea bien distinta, pero Fischer unifica las diferentes temporalidades, la del arte y la del hombre, en un efímero destino común. Durante los días que duró la exposición ambas ardieron lenta e imparablemente. A lo largo de este proceso de parsimoniosa devastación contemplamos indefensos como nada, ni la belleza ni su contemplación, nos redime de la decrepitud y de la muerte. Las esculturas de Fischer ilustran la condición humana por medio del ejemplo de las velas: pues la llama que nos da la vida es la misma que nos consume.
Urs Fischer - Bienal de Venecia 2011


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