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A la luz de las velas (una historia laica)


Para ser una antigualla hay que decir que, a diferencia de otros muchos utensilios periclitados, la vela ha encontrado una jubilación dorada en nuestro hipertecnificado mundo, ya sea como atrezzo romántico, como accesorio para la expresión de una espiritualidad más o menos sincera o como imprescindible elemento decorativo.

Seguramente, en su amable retiro contemporáneo tenga mucho que ver el enorme prestigio con el que contó en el pasado. Al fin y al cabo, su antigua importancia resulta difícil de exagerar. Fue, durante siglos, la principal fuente de luz en las noches oscuras, privilegio sólo disputado por las lámparas de aceite. Fue la única que, aún leve y vacilante, permitía guiar los pasos en el interior de las viviendas, fue también un amuleto mágico al que se le suponían las más variadas potencias e incluso un alimento de emergencia, pues en no pocas ocasiones las originales velas de sebo llegaron a alimentar a tropas asediadas por el enemigo y en otras a inoportunos roedores.

El mecanismo de una vela, no por sencillo, resulta menos ingenioso. Se trata alimentar mediante un combustible sólido una mecha interna, o pabilo, por medio de un aglomerado de grasa animal o cera que le otorga forma y rigidez a la vez que alimenta de forma constante a la llama. Se conoce de la existencia de las velas desde el antiguo Egipto, aunque por entonces se trataba de velas realizadas mediante juncos que se empapaban en sebo fundido. Los romanos mejoraron la técnica y introdujeron la mecha de papiro, o pabilo, que ralentizaba el consumo y fueron los primeros en emplear la cera de abejas. Pero esta técnica resultaba cara por lo que normalmente empleaban la grasa animal, principalmente de oveja o de vaca.

Estas primeras velas realizadas con sebo animal, producían un humo negro y maloliente, y una luz inestable, pues necesitaban una atención constante. Si no se recortaba cada media hora tiempo la mecha carbonizada, la llama comenzaba a tintinear y a consumir sebo muy rápidamente, por lo que siempre debían tener a alguien atento para "despabilarlas". La figura del despabilador era común en los teatros del S.XVII, se trataba de un muchacho que recorría cada cierto tiempo el escenario despabilando las velas, una operación sin duda delicada que podía dar al traste una escena de especial intensidad dramática. Aunque su función debía realizarse de forma discreta, su presencia no era del todo ignorada, pues cuando completaba a la primera el capado de todas las mechas recibía también su ración de aplausos. Más codiciado todavía era el oficio palaciego de cerero mayor; encargado de fabricar, disponer y encender las velas allí donde requiriera el señor, un oficio que tenía más trabajo del que pudiera parecer, pues no era infrecuente que el cerero mayor tuviera un par de asistentes a su cargo.
Velas en el Vaticano y en el Covent Garden - tijera para despabilar
Mientras, las codiciadas velas de cera estaban prácticamente reservadas a la iglesia y los ricos. Y aún estos últimos las empleaban con mucha mesura, destinándolas exclusivamente para las estancias principales o para las grandes ocasiones y las visitas distinguidas. Esta frugalidad se extendía a cualquier uso injustificado de las velas, y encenderlas durante el día no podía ser considerado más que un gesto de extravagancia y disipación. Las velas, aun siendo de sebo, eran un producto caro, y especialmente gravado con impuestos, y se prohibía su producción casera. Tan sólo las frágiles velas de junco estaban exentas de imposiciones, y era la única salida de las familias más pobres para escapar a la terrible oscuridad. Niños, mujeres y ancianos las realizaban en casa con cualquier grasa a mano, disolviéndola en la olla y mojando los carrizos hasta aglutinar una cantidad suficiente de sebo.

A partir del siglo XVIII, nuevas materias primas se añadieron en la fabricación de velas. Con el auge de la industria ballenera comenzaron a fabricarse un  producto de confusa etimología, el spermaceti, de "sperma" semén y "ceti" ballena. Pero en realidad no era tal, se trataba de una grasa vascularizada que se extraía de la cabeza de los cachalotes (y que en inglés se las conoce como sperm whales) y que forma su característico abultamiento craneal. Las velas de spermaceti eran muy valoradas pues no producían mal olor ni se reblandecían con el calor.

extracción del spermaceti de un cachalote
El siglo XIX aportaría las velas de estearina, un gliceril éster de ácido esteárico, derivado de la grasa animal y cuyo origen estuvo vinculado a uno de los primeros grandes escándalos de salud pública. En 1810, Michel Chevreul logró separar de la grasa animal la parte sólida de la líquida. La parte sólida, la estearina, fundía a temperaturas más elevadas que el sebo crudo lo que la hacía muy apreciada para la producción de velas, pero era más frágil y menos brillante que las de cera. Los manufactureros franceses lograron corregir el problema mediante un producto que se mantuvo celosamente en secreto hasta que en 1834 las autoridades tiraron de la manta y descubrieron que se trataba del letal arsénico, pasando a prohibirlas de inmediato. Esta mala praxis siguió vigente en Inglaterra por lo menos un par de años más hasta que estalló su correspondiente escándalo. La prensa inglesa tan propensa a sacar buen partido de una noticia jugosa las bautizó con el sonoro nombre de corpse candles (velas cadáver).

Desgraciadamente el descubrimiento en 1850 de la parafina, un derivado del petróleo, tal vez el material definitivo para la elaboración barata de velas de calidad, llegó cuando su gran época comenzaba a declinar. Con la llegada de las nuevas fuentes de luz de gas y posteriormente de electricidad, el gran reinado de las velas como fuente de luz nocturna tocó su fin.

La prolija historia de la relación del hombre y las velas fue recogida por el arte y la literatura de todas las épocas, normalmente a modo pequeñas escenas o de discretas anécdotas que desde los márgenes de los cuadros nos ofrecen un fresco retrato de aquella antigua vinculación o bien actúan como un símbolo hermético de algún mensaje "velado". Pero en otras ocasiones su luz evanescente pasaba a ocupar el centro de la escena contaminando toda la pintura de un intenso efecto dramático. Todo gravita en torno a una íntima comunión con la breve esfera de claridad que ofrecen las velas; la vida se arracima en torno a ellas, y más allá, la pintura, y la misma existencia se desvanecen sin remedio.

Jan van Eyck - Paul Rubens - Judith Leyster
Así, aquella luz divina de Caravaggio que se arrojaba milagrosamente sobre santos y mártires se hace, en sus sucesores, mundana y laica gracias a la intercesión de las velas. Aunque no por ello debemos entenderla como una luz menos espiritual. Así, al menos, lo comprendió George de la Tour, el heredero amable del tenebrismo. El pintor francés supo trasladar los recursos de composición lumínica de Caravaggio a escenas bíblicas de una delicada intimidad. En la Tour el candor de las velas se confunde con el de sus propias criaturas: humildes, frágiles, dignas, silenciosas y espirituales. 
"San José carpintero"(1642) "El pensamiento de San José" (1640) George de la Tour
Viendo los cuadros de la Tour uno tiende a olvidar que aquellas velas iluminaban mal y olían aún peor, que ennegrecían las paredes y los pulmones, que provocaban pavorosos incendios cuyas víctimas podrían contarse por miles. Olvidamos incluso que antaño también nosotros fuimos polillas sedientas de luz, que vivíamos encadenados a sus ínfimas burbujas de claridad para no sucumbir a la inacción y a los terrores de la noche. Olvidamos que el arte también existe para inventar un recuerdo amable de nuestra antigua sumisión a la luz cicatera e insuficiente de las candelas y que éramos rehenes de su frugal resplandor. Y pese a todo han pervivido a una merecida obsolescencia, quién sabe si indultadas por nuestra desmemoria o seducidos por su belleza, lo cierto es que, aún hoy,  permitimos que su culpable llama continúe encandilándonos desde el centro de una mesa preparada para el romance.

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Un crepúsculo terrible

Ante el espectáculo de una puesta de sol, quien más o quien menos se ha preguntado alguna vez por qué el cielo adquiere esas vistosas tonalidades rojizas. Lo curioso del caso es que para comprenderlo debiéramos cuestionarnos previamente por qué el cielo es azul durante el día, hecho que, sin embargo, damos por descontado sin advertir que no es en absoluto obvio dado que la luz es blanca y el aire transparente. 

La explicación del fenómeno se halla en la refracción de la luz solar al entrar en contacto con la humedad del aire. Al llegar a nuestra atmósfera la luz solar se descompone en sus diferentes longitudes de ondas; las más cortas, el violeta y el azul (entre 380nm y 500nm) son las primeras en separarse del espectro, y en lugar de incidir directamente sobre la tierra, trazan un recorrido zigzagueante, rebotando por toda nuestra bóveda celeste. Debido a que la gama de los violetas se encuentra en menor cantidad en la luz solar y que nuestro ojo es menos sensible a la luz violeta que a la azul, vemos el cielo con su característico tono azulado y no violáceo. Al caer la tarde, en cambio, varía el ángulo de incidencia de los rayos sobre la tierra que llegan de forma tangencial, la refracción es más intensa y de tal suerte que la gama de los amarillos y los anaranjados comienzan a hacerse visibles, tan sólo la onda larga de los rojos llega prácticamente sin incidencias, aunque ésta también puede llegar a ser visible si hay un número suficiente de partículas suspendidas en el aire.

Sin embargo, debió resultar muy difícil para el hombre primitivo disfrutar alegremente de la belleza de estos singulares efectos de la óptica. La imaginación mítica se afanó en la interpretación de aquellas vistosas señales que emitía el cielo durante los atardeceres que anunciaban las horas inciertas de la noche. Urgía una explicación para aquellos cielos enrojecidos, en la misma medida que urgía relato de cuanto deparaba al sol cuando éste se sumergía tras la línea del horizonte.

Y es que antes de que la astronomía nos hubiera desvelado cómo el mecanismo de rotación de la tierra produce la alternancia entre el día y la noche, la amenazante idea de una caída última y definitiva del sol no parecía tan descabellada. Ni tan siquiera la terca constancia de los ciclos solares parecía garantizar la eternidad de sus rutinas. Pues aún cuando el hombre imaginara al astro rey como al más poderoso de los dioses, o precisamente por eso, lo estaba también antropomorfizando, esto es, asimilándolo a nuestra naturaleza, de tal forma que nuestro astro indiferente acababa sujeto a los caprichos de una psicología y a las tribulaciones propias de quien vive inserto en una historia.

Así que la belleza de un crepúsculo no podía apaciguar la comprensible preocupación acerca del misterioso periplo que emprendía el sol cuando éste cruzaba la línea del horizonte y nos relegaba a la devastadora oscuridad. ¿Qué territorios transitaba cuando traspasaba el poniente y se sumergía en el inframundo?¿Qué pruebas había de superar antes de renacer  renovado y majestuoso en el extremo contrario del horizonte?

Si el sol era fuente de toda vida y energía vital, un garante de la fertilidad que gobernaba desde la altura de los cielos el reino de los vivos, el crepúsculo señalaba el inicio de un viaje nocturno a través del reino de los muertos. En numerosas culturas, desde Egipto hasta Melanesia, el oeste marcaba la frontera entre el reino de los vivos y de los muertos. De esta forma el sol, en su trayectoria diurna, actuaba de psicopompo, es decir, de guía de las almas de los difuntos hacia su destino final en el inframundo occidental.

 Pocos pueblos adoraron al sol con mayor fervor que la civilización del antiguo Egipto. Esta devoción acarreaba la consiguiente inquietud por cuanto acontecía al sol cuando se ocultaba tras la línea del horizonte. La religión egipcia elaboró durante el Imperio Nuevo una pormenorizada descripción del periplo del sol durante las horas de la noche en el libro del Amduat. Este conjunto de inscripciones funerarias narraba como la barca solar de Ra, que había surcado los cielos durante el día a través del lomo de Nut, cruzaba cada noche la Duat, el inframundo. Ra transportaba en su barca en calidad de secretario, el alma del difunto faraón  de tal forma que su destino quedaba encadenado a la suerte que corriera la divinidad a lo largo de su travesía nocturna.
Escenas del Amduat en las tumbas de Thutmosis III y Amhenotep II
Durante la noche, la barca solar de Ra, debía cruzar las doce puertas de la Duat que correspondían a las doce horas nocturnas. El viaje del sol a través de los dominios de Osiris, es decir, del reino de los muertos, no estaba exento de peligro, pues allí acechaban oscuros enemigos dispuestos a destruirle. Colectivamente fueron llamados Sebau, demonios, de entre los que destacaba Apofis, que bajo el aspecto de una terrible serpiente encarnaba los aspectos más oscuros de la noche, a los que Ra debía vencer para volver a remontar victorioso cada mañana. La batalla era terrible, Apofis, atacaba con nieblas y eclipses y otros fenómenos que ocultaban la luz del sol, con el fin de romper el orden cósmico que encarnaba el dios solar. Por fortuna Ra no estaba solo en su barca, contaba con Horus como timonel, le protegían Seth y Miuty el gran gato de Heliópolis, y también Isis y Nepthys, Maat y Thot, en definitiva, los dioses más importantes del panteón egipcio colaboraban en la lucha contra las fuerzas de la noche a fin de que el declinante Atum-Ra pudiera amanecer bajo el triunfante aspecto de Khepri-Ra. Los destellos de la encarnizada batalla eran visibles durante nuestros crepúsculos y auroras bajo el aspecto de un cielo enrojecido.
Apofis siendo derrotada por Seth y Miuty
Al igual que en Egipto, buena parte de las religiones politeístas, contaron con sus propias narraciones acerca de las singulares epopeyas del astro rey surcando el cielo y el inframundo. Pero con el triunfo de las grandes corrientes monoteístas, el sol, y por extensión la naturaleza, fueron despojados de sus vestimentas antropomórficas. Con ellas desaparecieron también aquellos soberbios dramas solares. Ahora, la naturaleza probaba la existencia de Dios pero no la sustanciaba, la narración mítica pasó a ser protagonizada por hombres santos y seres angelicales sin una vinculación reconocible con las fuerzas vivas de la naturaleza. 

Sin embargo, el ocaso siguió pareciendo al hombre un fenómeno más estremecedor que hermoso. Al fin y al cabo, anunciaba la inminencia de la noche y de sus innombrable peligros: algunos bien reales y laicos, como los derivados de las diferentes modalidades criminales, otros no menos imaginarios y sobrenaturales, como la amenaza de espectros, demonios y brujas que campaban a sus anchas al abrigo de la noche.

 En definitiva, por extraño que pueda parecernos, nuestro embeleso por los crepúsculos es más bien una invención bastante moderna. Para ser más precisos debemos al Romanticismo alemán el detalle de habernos enseñado a contemplar la puestas de sol con la mirada limpia del diletante. De entre los muchos románticos que dieron nueva expresión al ocaso, tal vez nadie como Caspar David Friedrich, mostró como en el limbo entre el día y la noche los objetos se transforman, viran sus colores, alargan sus sombras, se vuelven evanescentes y tiñen el paisaje de un irresistible pathos nostálgico que nos conecta de nuevo con lo sobrenatural.
Caspar David Friedrich- La abadía (1810) El soñador (1820-1840)
Sin embargo, de entre los innumerables atardeceres que retrató a lo largo de su vida, me inclino por uno que no es tal. En "Luna saliendo del mar" (1822) Friedrich juega con una ambigüedad que nada tiene de casual, pues el ocaso que figuramos es en realidad un despertar, el sol que declina es en cambio una luna que despunta, y las rojas veladuras del cielo señalan el lejano rastro de una batalla en la que, por una vez, la noche ha ganado la partida.
Caspar David Friedrich "Luna saliendo del mar" (1822)

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Lluvias que no son


El hombre antiguo tuvo a la lluvia por una de las hierofanías más palmarias de la fuerza sagrada de los cielos. La divinidades más poderosas, se manifestaban amontonando nubes, descargando el rayo y precipitando una lluvia que podía ser fructífera o devastadora, dispensadora de vida o de muerte según los méritos o las culpas de los mortales. Como sabemos, en la periodicidad de los fenómenos pluviales influyen decisivamente los ritmos estacionales y no los husos horarios. Por tanto, no tiene sentido asociar estas manifestaciones climáticas al día o a la noche. Aunque si tomamos la palabra en un sentido amplio, sí existen,  dos tipos de lluvia de muy distinto signo que se dan exclusivamente durante la noche.

La primera de estas lluvias nocturnas la encontramos en el espacio exterior y tiene su origen en los cometas de ciclo corto que cruzan nuestro sistema solar. Al aproximarse al sol el meteoro es barrido por los vientos solares produciendo un visible desgaste de su superficie formando así la característica cola de los cometas. Los fragmentos que se desprenden de la cola del meteoro quedan a su vez atrapados en la órbita solar. Nuestro planeta se cruza con frecuencia con algunos de estos enjambres de meteoros. Cuando éstos entran en contacto con nuestra atmósfera se produce una ionización de su superficie y comienzan a desintegrarse, dando lugar a su característico trazo luminoso, en forma de brillante chispa que cruza el firmamento.

Las Leónidas vistas desde el espacio   -    las Perseidas
 A estos fenómenos lo conocemos como lluvias de meteoros, y su encuentro con la tierra es celebrado por numerosos aficionados a la astronomía que tienen marcado en su calendario sus periódicas visitas: las Leónidas en octubre, las Gemínidas en diciembre, las Perseidas (también conocidas como lágrimas de San Lorenzo) en agosto.  Estas singulares lluvias son bautizadas a partir del nombre de la constelación desde la cual parecen provenir los meteoros lo que  se denomina punto radiante. Así por ejemplo, las Perseidas deben su nombre al hecho de que parecen precipitarse desde la constelación de Perseo.

Precisamente, el gran héroe griego también tiene su papel en el segundo tipo de lluvia nocturna, no por ser en este caso una constelación de referencia sino por la legendaria forma en que fue concebido. Cuenta el mito que Acrisio, rey de Argos, recibió el tan manido oráculo de que un descendiente suyo, un futuro hijo de su hija, acabaría por darle muerte. Lógicamente alarmado, el rey decide encerrar bajo llave a su hermosa y única hija, Dánae, en una elevada torre a fin de que conserve por siempre su virginidad y evitar su fatal destino. Pero Zeus que había quedado prendado de la belleza de la muchacha y que, por supuesto, no daba una causa amorosa por perdida, se las ingenió para descender a la atalaya desde los cielos bajo la forma de una lluvia de oro y así dejó encinta a la muchacha quien alumbraría a uno de los más reputados héroes de la mitología clásica: Perseo. Tiempo después nuestro héroe acabaría, cómo no, cumpliendo accidentalmente con el vaticinio.
Dánae y la Lluvia de oro según Gossaert, Tiziano y Klimt.
 Poco podría haber imaginado Perseo que el episodio de su gestación pasaría a la posteridad por dar nombre a una conocida parafilia sexual igualmente lúbrica aunque menos fecundante. De la misma forma, una lluvia igualmente dorada aunque menos libidinosa se precipitaba al caer la noche en las ciudades europeas premodernas desde los ventanales de unas viviendas que carecían por completo de sistemas de canalización de sus desagües. En efecto, amparados en la impunidad que ofrece la noche, cientos de orinales y bacines eran vaciados desde las ventanas añadiendo a los habituales peligros de la noche urbana la nada infrecuente posibilidad de ser regado por orines ajenos.

Este tipo de prácticas ya fueron retratadas en las Sátiras de Juvenal en el siglo II D.C., al describir los peligros y vicios que acechaban en la noche romana. De hecho, llegaron a ser hábitos tan extendidos que con el tiempo acabaron siendo regulados por autoridades locales a fin de evitar males mayores. En el siglo XVIII, por ejemplo, en Edimburgo podían lanzarse los excrementos a partir de las 10:00 pm tras un toque de tambor y avisando previamente a los paseantes con un "Gardy-Loo!"  ("¡Agua va!"). En Marsella los residentes estaban obligados a dar tres avisos antes de vaciar las bacinillas por las ventanas, mientras que en la vecina Avignon la responsabilidad recaía sobre los transeúntes obligados advertir su presencia a gritos al pasar bajo las viviendas. 

Resulta evidente que semejantes prácticas debían causar no pocos incidentes y mucha comicidad de grueso calibre. No debe extrañarnos el hecho de que estas escenas fueran una jugosa materia prima para aquellos autores que hacían de la sátira el medio con el que cargar contra los vicios de la sociedad. Dieciseis siglos después de Juvenal otro afilado burlador, llamado William Hogarth recogía con su buril aquello que el mordaz romano había registrado con su pluma.

William Hogarth-
 "Cuatro momentos del día: la noche"
En una escena de su conocida serie satírica "Cuatro momentos del día" (1736), en la dedicada a las horas de la noche, una atribulada pareja, un matrimonio masón para más señas, recorre entre temerosa y abrumada las accidentadas calles de Londres. Como sucede tantas veces en las obras de Hogarth, los acontecimientos grotescos se agolpan en torno a la pareja protagonista en un torbellino de acciones cómicas, que construyen una escena llena de vida y agitación nocturnas: los ocupantes de un carruaje accidentado piden auxilio mientras un cohete se precipita en su interior, a la izquierda asistimos a una brutal extracción de muelas mientras debajo del porche de entrada se refugian los pordioseros para dormir… el marido agita asustado la vaina de su espada, la cual ha sido arrebatada por su juiciosa mujer; mientras tratan de abrirse paso con la luz del candil temerosos de cuanto acontece delante y detrás suyo sin caer en cuenta que la inminente desgracia les va a llover del cielo. Y es que incluso de noche se cumple el infalible dicho de que nunca llueve a gusto de todos.

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Ojos que brillan en la noche


La mirada centelleante del depredador nocturno es una de las referencias más características en el desarrollo de un imaginario relativo a los peligros y acechanzas de la noche. Ante la interrogante amenaza de dos brillantes ojos suspendidos en medio de la oscuridad, el hombre dejaba a su imaginación la tarea de completar la alimaña que debía esconderse tras aquella lacerante mirada, su fantasía y sus particulares fantasmas hacían el resto, exagerando el peligro, multiplicando a la bestia para sumirle en el más intenso terror. No debe extrañarnos que tal imagen haya sido uno de los motivos recurrentes sobre los que se ha edificado nuestro bestiario de monstruos y demonios nocturnos.


La responsable de este inquietante fulgor es una membrana de tejido situada en la parte posterior del ojo que poseen numerosas especies nocturnas conocida como tapetum lucidum y que tiene por misión de reflejar a modo de espejo los rayos de luz hacia los fotorreceptores del ojo permitiendo optimizar la visión en condiciones de escasa luminosidad. La consecuencia indirecta de este mecanismo es que los ojos de estos animales brillan en la oscuridad. Los gatos, animales que no en vano han sido asociados frecuentemente con la brujería, lo poseen, al igual que los perros, murciélagos, los caballos, los bóvidos en general y algunos reptiles. 

El hombre por ser animal diurno no dispone de este práctico mecanismo óptico. En su lugar la estructura de nuestro ojo está constituida por millones de células especializadas en detectar diferentes longitudes de onda de la luz transformándolos en impulsos nerviosos que son enviados a nuestro cerebro, el cual interpreta y ordena esta información haciendo posible la visión en color, capacidad que muchos animales nocturnos tienen muy limitada. 

En nuestro ojo existen dos tipos de células fotorreceptoras: los conos, que actúan en condiciones de alta luminosidad (visión fotópica), y que son de tres tipos según el color que los estimula: rojo, verde y azul. Y por otro lado los bastones que actúan en condiciones de baja visibilidad (visión escotópica) pero que sólo son sensibles al azul, lo que explica que nuestra visión nocturna sea prácticamente monocromática.

A pesar de que frente a los seis millones de conos hay en nuestros ojos casi cien millones de bastones, es evidente que nuestra azulada visión escotópica resulta bastante limitada para desempeñarnos con soltura en la oscuridad de la noche. Tal vez por ello el ingenio humano ha ideado diversos artilugios capaces de dotarnos de visión nocturna. Se trata de instrumentos ópticos capaces de traducir al espectro visible aquella luz reflejada que nuestros ojos no son capaces de detectar, bien sea porque es demasiado débil (intensificadores de imagen) bien porque se de trata de infrarrojos (cámaras de infrarrojos) o bien por detectar la energia que percibimos como calor (cámaras térmicas). Estos artilugios fueron empleados primera y principalmente con usos científicos y militares, pero no pasó mucho tiempo hasta que los artistas vieran también un filón técnico a explotar

Uno de los pioneros en el empleo artístico de la visión nocturna es el fotógrafo japonés Kohei Yoshiyuki (1946). Su serie fotográfica "Koen " nos sitúa en el Japón de finales de los años 70 cuando en plena burbuja inmobiliaria, miles de parejas tokiotas, incapaces de encontrar intimidad en sus ínfimas viviendas o demasiado jóvenes para poder procurarse una propia, se refugiaban en los parques de los distritos de Shinjiku y Yoyogi para sus encuentros sexuales. Los amantes clandestinos atraían a otra fauna no menos furtiva: numerosos voyeurs acechaban cada noche en aquellos parques a la espera de saciar sus propios apetitos. Pero lejos de mantenerse en un discreto segundo plano se apostaban amparados en la oscuridad a escasos centímetros de las parejas e incluso aprovechaban el ensimismamiento de los amantes para colar furtivamente la mano, lo que no pocas veces desembocaba en broncas tremendas. Yoshiyuki retrató estas chocantes escenas en la que la superposición de instintos y apetitos -amor, deseo, gregarismo, celos, violencia- investía la conducta humana de una inquietante animalidad.
Kohei Yushiyuki "Koen" 1979
Para fotografiar en condiciones de tan baja luminosidad sin ser descubierto, Yoshiyuki se pertrechó de una cámara con flash y película de infrarrojos, de tal suerte que la luz del fogonazo era invisible al ojo humano y apenas el click del disparador podía delatar su presencia. La evanescente luminosidad del flash de infrarrojos con el que revela a las furtivas criaturas nocturnas dota a sus fotografías de un hálito espectral. 

Pero hay algo todavía más turbador en la obra de Yoshiyuki, pues su condición de fotógrafo no le sustrae de su condición de mirón de igual forma que tampoco nos redime a nosotros desde nuestra condición de público. Sin que podamos evitarlo, Yoshiyuki nos arrastra a esa cadena trófica de predaciones sucesivas, de tal suerte que las barreras entre actores, creadores y público quedan continuamente transgredidas: también al otro lado de la fotografía, desde donde acechamos por igual a amantes y voyeurs, quedamos atrapados en un laberinto de miradas yuxtapuestas. 

Mientras, la cámara infrarroja de Yoshiyuki media entre nosotros y la oscuridad, nos enseña los secretos que esconde la noche trazando un camino de luz por el que transcurre nuestra mirada, y a uno le da por pensar que tal vez, a la manera de los felinos, el ojo de su cámara brilla en la noche en el instante de ser disparada.

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El reloj del cielo


Es bien sabido, y numerosos hallazgos arqueológicos lo atestiguan, que el hombre antiguo necesitó de la guía celeste para ordenar su mundo espacial y temporalmente. El cielo cardinaba el espacio pero también señalaba los ciclos temporales, tanto los diarios y anuales del sol como los mensuales indicados por las fases de la luna, y el carácter estacional de estos fenómenos tuvo que ser reconocido desde edad bien temprana pues marcaba un calendario esencial para la supervivencia del grupo.


Para comprender la importancia de los astros en la medición del tiempo debemos hacer un esfuerzo de imaginación y situarnos en un mundo sin horario ni calendario. Días y noches tienen una longitud variable de invierno a verano y sin el auxilio del almanaque es realmente difícil de aprehender y controlar el lapso de un año. El hombre primitivo debió guiarse primeramente a través de señales climáticas y biológicas, como los cambios de temperatura, el comienzo de las lluvias, las floraciones o las migraciones de las aves para tener un control de su propio tiempo. Pero ¿cómo saber que se está a punto de llegar el invierno en un otoño inusualmente cálido? Los meses no repiten con exactitud de un año a otro las condiciones atmosféricas, y en una tribu nómada un retraso de un par de semanas en emprender la trashumancia podría poner en peligro la supervivencia del grupo. El control del tiempo cronológico permitía anticipar el comportamiento del tiempo climático con una antelación suficiente como para preparar las migraciones estacionales.

Sin embargo, el hombre primitivo no hacía grandes distinciones entre los acontecimientos astronómicos y los atmosféricos,  sino que los englobaba todos dentro de la fenomenología celeste. Prueba de ello es que con frecuencia el panteón celestial no hacía distingos entre los dioses con atribuciones estelares y los que  gobernaban el rayo o los vientos. Pero no debió pasar mucho tiempo hasta que el hombre primitivo comenzó a atar cabos y establecer relaciones entre los ciclos astrales y los estacionales, entre la aparición de ciertas estrellas y un cambio de tendencia en la condiciones atmosféricas.

Puede que ya en el mismo Paleolítico, las tribus de cazadores recolectores, comenzaran a tener un conocimiento bastante preciso del firmamento. Un conocimiento que debió hacerse todavía más perentorio con la llegada de la revolución agrícola del Neolítico, pues el calendario astral señalaba las fechas propicias para la siembra y la recogida de las cosechas.

 Este saber profundo de la estructura del cielo no debiera resultarnos tan sorprendente, pues hasta no hace mucho, en las largas noches de invierno y aún en las más cortas de verano, cuando la luz artificial era escasa y siempre insuficiente, la actividad humana se veía limitada a comer, dormir, hacer el amor y entretenerse observando el cielo estrellado.

En cualquier caso, este primer reconocimiento de las propiedades del firmamento fue disperso y poco sistemático. No sería hasta la llegada de las grandes civilizaciones de Mesopotamia, China y Mesoamérica, en las que al elemento agrícola se le superponía una estructura urbana, un poder centralizado y el registro histórico por medio de la escritura,  que todo aquel saber celeste cristalizara en una cartografía exhaustiva del cielo, es decir, en una astronomía.

Pero probablemente todo comenzó mucho antes. Frente a la variable duración de los días y las noches, el hombre encontró su primera guía para regular el tiempo gracias a las fases lunares.  Tras este descubrimiento no debió pasar mucho tiempo para que el hombre reconociera cierta estructura estable en el cielo estrellado, como por ejemplo que las estrellas guardan una relación de distancia constante con la salvedad de unas pocas estrellas errantes (así se llamaba a los planetas visibles Júpiter, Venus, Marte, Saturno y Mercurio) que siguen sus orbitas. La distancia fija entre las estrellas permitía agruparlas en constelaciones, de las cuales algunas eran especialmente significativas, pues indicaban durante la noche los itinerarios que el sol recorría durante el día, así como la luna y los planetas. Dichas constelaciones acabarían conformando el zodiaco que tan largo recorrido ha acabado teniendo en nuestra historia cultural, aun cuando la mayoría desconoce su significación astronómica.


 La primera astronomía también descubrió que todas las estrellas giran circunvalando un polo fijo (el norte o el sur en función del hemisferio en el que nos encontremos) describiendo con sus órbitas círculos concéntricos. La estrella situada en ese polo, es decir, la estrella polar, permitía cardinar el espacio, pues señalaba una dirección fija en la noche, de forma más precisa incluso que la salida y la puesta de sol.

Las estrellas más próximas al polo, las que nosotros conocemos como estrellas circumpolares,  no se ocultan nunca bajo el plano del horizonte, pero no así las más alejadas del polo. Y estas aparecían y desaparecían atendiendo a un calendario bastante preciso. De esta forma la cronología diurna encontraba su complemento y a menudo su refinamiento en los ciclos que acontecían durante la noche.
trazas de las estrellas en torno a la estrella polar
En el vídeo podemos observarlas en movimiento

Con el paso de los siglos la fijación de un calendario, de una convención cronológica sobre el tiempo cíclico nos ha hecho perder la conciencia del origen astronómico del tiempo regular, así como de la coincidencia de ciertos fenómenos astrales con las sucesivas estaciones del año. Nos resulta del todo innecesario observar el cielo para saber que agosto será caluroso, y desconocemos cuáles son las constelaciones cuya presencia o ausencia en el firmamento nos permiten identificar el mes en el que estamos. Nuestro calendario se ha solarizado completamente y apenas una escueta referencia a las fases de la luna añade una nota de color nocturno en nuestro almanaque.  

Sin embargo, algo de aquella íntima y primitiva relación entre lo atmosférico y lo astronómico, o lo que es lo mismo, entre climatología y cronología, ha pervivido en nuestro idioma castellano, pues empleamos una misma palabra para designar a ambas: el Tiempo, ya sea cálido o cíclico, frío o inexorable, húmedo, breve, seco, prolongado, tormentoso, fugaz, plácido o eterno.


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Una vendetta lunar


Para  los astrónomos la luna es algo más que un simple satélite de la tierra. En primer lugar porque se trata del quinto satélite más grande del sistema solar y el mayor en relación en relación al tamaño de su  planeta, pues su diámetro de 3476km es un cuarto del diámetro de la tierra. Y aunque su masa sea 1/81 parte de la de la tierra su gravedad es apenas 1/6 menor. Otra singularidad es el hecho de que se trate del único satélite de la tierra, pues lo habitual es que lo planetas tengan muchos o ninguno.

Todo ello ha llevado con frecuencia a los astrónomos a considerar a la tierra y la luna, no como una pareja tipo planeta y satélite subordinado sino como un sistema planetario doble. Lo que sucede es que la predominancia de la masa del planeta tierra, hace que el baricentro de las fuerzas gravitatorias se sitúe en el interior de la corteza terrestre, exactamente a 1700km de su superficie o, lo que es lo mismo, un cuarto de su radio, por lo que la órbita final es, a grandes rasgos, la propia de un satélite con su planeta.

La luna gira en torno a la Tierra con una órbita elíptica a una distancia media de 384.000km con un perigeo (punto más cercano) de 354.000km y un apogeo (punto más lejano) de 404.000km.  Con una velocidad de 1km/s, la luna tarda en dar una vuelta alrededor de muestro planeta 27d 7h y 43min si se considera el giro respecto al fondo estelar, (revolución sideral)  pero 29d 12h 44m si se considera respecto del sol (revolución sinódica) que es la que tomamos como referencia del mes lunar. Esta discrepancia es debida a que mientras la luna gira en torno a nuestro planeta, éste ha ido completando su propio giro al sol. Además  como la luna tarda el mismo tiempo en dar una vuelta sobre sí misma que en torno a la tierra, nos muestra siempre la misma cara, esta lentitud en el el movimiento rotatorio de la luna obedece a que la gravitación de la tierra frena casi completamente el giro de la luna.


Estos son algunos datos que, a grandes rasgos, nos permiten describir a la luna de forma objetiva, sí, y exacta, también, pero que sin duda oscurece otros aspectos fundamentales  que atañen a la peculiar experiencia humana respecto a nuestro querido satélite. Pues la relación del hombre con la luna antes que científica ha sido simbólica, religiosa y emocional, y no necesariamente por este orden. Así que tratar de definirla con fría objetividad forense es como describir la bella figura de la amada a través de su Indice de Masa Corporal. El hombre antiguo no necesitó del irrefutable dato empírico para reconocer en ella a una poderosa fuerza del cosmos, capaz de marcar el ritmo del mundo a través de sus fases, de regular las mareas o de cardinar el espacio. 

Pero, ante todo, y precisamente por esta ausencia de cosificación a la que la redujo la ciencia moderna, el pensamiento antiguo imaginó a la luna como una fuerza viva y sagrada cuyo influjo se extendía por todos los rincones del planeta. No es de extrañar su personificación en numerosas divinidades que ocupaban un alto rango en sus respectivos panteones celestes: Sin en Babilonia, Khonsu, Isis, Thot en Egipto, Selene y Artemisa en Grecia, Luna y Diana en Roma, Tanit en Cartago, Coyolxauhqui entre los aztecas. A estas divinididades en virtud de su carácter lunar se les atribuían poderes tales como el control del ritmo de las lluvias y las aguas, un destacado papel en el renacimiento de las almas o un decisivo influjo sobre la fertilidad de los campos, las bestias y también de las mujeres. 

La singular vinculación simbólica de la luna con la mujer y su fertilidad tenía sin duda su origen en la sincronía de los ciclos lunares con los de la menstruación femenina, pero también por el papel que se le atribuía en el control del elemento acuático, también asociado con la mujer. Son numerosas las leyendas y mitos en los que la luna, en ocasiones bajo la forma de serpiente (animal de fuerte vinculación simbólica con la luna) copulaba con la mujer. Las esquimales solteras, por dar un ejemplo, evitan mirar a la luna llena por miedo a quedar embarazadas.

No era ése el único poder sobre la raza humana en general y las mujeres en particular, desde el período medieval estaba extendida la creencia que la luna tenía un papel determinante sobre el curso de las enfermedades por su efecto sobre todos los humores del cuerpo humano, y también por ser su causa primera ya que se pensaba que contaminaba la atmósfera nocturna con pestilentes efluvios. El satélite también estaba en el origen de los súbitos cambios de temperamento, los raptos criminales y otras alteraciones psicológicas... durante la fase de luna llena aumentaba el riesgo a quedar atrapados bajo su influjo o, lo que es lo mismo, a conducirse como un lunático. Las mujeres, como no podía ser de otra manera, estaban especialmente expuestas a sus efectos pues ellas son criaturas lunares por excelencia.

influencia de la luna sobre la cabeza de las mujeres
Pero todo este rico imaginario comenzó a truncarse cuando en 1610 un físico y matemático pisano de nombre Galileo Galilei posó por vez primera su mirada mediante su telescopio de reciente invención sobre la superficie lunar. Descubrió entonces tras aquella faz luminosa se ocultaba un territorio yermo y rugoso, muy alejado de las quiméricas fantasías que había imaginado el hombre hasta entonces. Galileo, como un moderno Acteón, posó su indiscreta mirada sobre Diana desnuda, pero en lugar de recibir por su atrevimiento el correspondiente castigo de la diosa, inició un lento pero imparable proceso de objetivación que conduciría al desencantamiento de la luna y a la destrucción tanto de las supersticiones asociadas como de su rico simbolismo. 

Tal vez por ello, casi 300 años más tarde, un ilusionista metido a cineasta, un encantador profesional y un selenita de tomo y lomo llamado Georges Méliès, imaginó la manera de reparar la afrenta. En uno de sus más entrañables sainetes cinematográficos, una luna divina y hechicera se toma un merecido desquite con un incauto astrónomo (un sosias del propio Galileo) que con humana ingenuidad ambiciona sacrificarla al falso dios de la ciencia.





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Epífisis en las Vegas


Buena parte de nuestra forma de interpretar la noche viene condicionada por el hecho de ser animales diurnos. En el ser humano las horas nocturnas están reservadas en buena parte al sueño y esa circunstancia nos lleva a asociar sus cualidades atmosféricas y exógenas a experiencias endógenas, sean estas fisiológicas o anímicas. Así, interpretamos la noche a partir de su conexión con la pasividad, el onirismo y el instinto en la misma medida que relacionamos el día con la actividad, la vigilia y la razón.

Sin embargo, y aunque nuestra experiencia cotidiana a parezca desmentirlo, no hay nada en la noche que induzca inexorablemente al sueño. El mismo crepúsculo que nos invita a la modorra, es una llamada a la actividad para miles de especies que encuentran en la noche sus oportunidades de caza, alimentación y procreación, en definitiva, su vigilia. De esta forma la evolución natural ha compartimentado la vida en nichos ecológicos divididos por franjas horarias, de tal suerte que cada especie fue encontrando su particular ciclo circadiano (ritmo biológico de un día) para optimizar sus posibilidades de supervivencia. Y no sólo la fauna, existen plantas que, al haberse especializado en los polinizadores nocturnos, han adaptado su fenología y morfología de tal suerte que sus flores, de colores claros e intensa fragancia, se abren de noche.

Cactus epifito "Dama de la noche"                                                           lechuza común

Entonces ¿qué nos induce a dormir durante la noche? aunque el sueño es un proceso neurológico muy complejo, podríamos resumir diciendo que la responsable de indicarnos la hora de dormir es una pequeña glándula de apenas 5mm de diámetro situada en en el diencéfalo llamada epífisis (y no, esta vez no se trataba de una diosa egipcia) también conocida como glándula pineal. La epífisis actúa coordinada y conectada a nuestro reloj endógeno en el núcleo supraquiasmático y éste a su vez a la retina, de tal suerte que se regula en función de la intensidad lumínica que nos llega desde el ojo. A lo largo del día la glándula pineal es inhibida por la luz pero al caer el crepúsculo se activa produciendo una hormona, la melatonina, que participa en numerosos procesos celulares y endocrinos, pero que a nosotros nos interesa porque regula en buena medida nuestro ciclo circadiano, y en especial los períodos de vigilia y sueño. 


Con todo, la acción de la epífisis no es fulminante, ni nuestra respuesta a los cambios atmosféricos es directa ni mecánica. Buena prueba de ello es que podemos mantenernos despiertos a voluntad durante la noche. Pero si es cierto que la deshinibición de la epífisis durante las horas nocturnas, facilita los estados de somnolencia y cierta disminución de nuestra vigilancia racional, favoreciendo la emergencia de nuestro instinto.

No debe extrañarnos que todos aquellos espacios arquitectónicos destinados a poner en juego nuestra faceta instintiva, sea de naturaleza libidinosa, lúdica o pulsional, tengan en la hábil manipulación de la intensidad lumínica la verdadera llave de su éxito. Se trata de transportarnos a un reino donde se conjuguen hábilmente los efectos hipnóticos de la noche con una vigilia alterada, constantemente torpedeada por intensos estímulos sensoriales que nos impiden caer en el sopor pero que, a su vez, rebajan nuestras facultades y alertas racionales y cognitivas.

Tal vez en ningun lugar como en las Vegas se encarne mejor el manido slogan de "la ciudad que nunca duerme". La ciudad de Nevada ha alcanzado una merecida fama gracias a la puesta en escena de un universo artificial que parece negar la posibilidad de todo condicionamiento natural, incluido el cotidiano transcurrir de las horas de la jornada. Durante el día el inclemente sol del desierto invita a guarecerse en los interiores acondicionados y sin vistas de las salas de juegos y espectáculos, por la noche en cambio, las calles se iluminan hasta el punto de no parecer más que una prolongación natural de sus casinos.
En las Vegas, interiores y exteriores se confunden con frecuencia
Sin embargo, el tono atmosférico de las Vegas, ciudad donde la estimulación de nuestra naturaleza instintiva y pulsional alcanza su paroxismo, no trata de imitar la luminosidad del día ni la apaciguante oscuridad de la noche, sino más bien todo parece transcurrir en un ocaso perenne.  El espacio atemporal de las Vegas parece detenido en un crepúsculo que anuncia el despertar de nuestra glándula pineal al tiempo que adormece nuestra buena y mala conciencia. A su vez, el constante bombardeo de nuestros sentidos, con estímulos auditivos y multicolores, nos envuelve en un universo onírico que, paradójicamente, impide caer en la tentación del descanso.

 De esta forma la hiperestimulante atmósfera de las Vegas ilumina una voluntad instintiva y caprichosa, librada a los placeres del consumo, de la sensualidad y del azar, anunciándonos  un hombre nuevo, un ser artificial y primitivo a partes iguales, que vive despierto en un sueño mientras se deja arrullar por el mudo rumor de su epífisis.