Una Verdad Oscura

A poco que nos sacudamos la bruma de indiferencia que la rutina deposita en nuestros ojos, no podemos sino admirarnos de la epifanía renovada del mundo que el amanecer nos brinda. Cada mañana el sol se adueña de nuestros cielos, cubre con sus rayos cuanto nos rodea e iluminándonos revela el milagro de lo mundano a nuestra mirada desterrando de su guarida oscura cuanto permanecía oculto, invisible e ignoto.

     Por eso, no debe extrañarnos que sean incontables las figuras metafóricas que asocian el imperio de la luz con la esfera de la verdad. Cuanto hay de verdadero en el mundo, es luminoso, claro, pues solo en la medida en que participa de la luz se hace evidente a nuestros ojos y, por extensión, a nuestro intelecto. La luz, por tanto, simboliza un momento de éxtasis cognitivo, pues conocer equivale a irradiar luz sobre todas aquellas cosas que resultaban hasta entonces oscuras y desconocidas. En numerosas tradiciones místicas el iluminado o el esclarecido designa a aquel que alcanza la máxima expresión del saber, el que llega a entrar en contacto con la Verdad. Platón, en su famoso mito de la caverna, hizo célebre el simbolismo que asimilaba la Verdad a una luz deslumbrante que no podía ser contemplada directamente a riesgo de ser cegado por su fulgor.
Alegoría de la Caverna de Platón

     Pero, bien mirado, esta epistemología diurna es cósmicamente provinciana; el hombre a menudo olvida su minúscula condición en la inmensidad  del universo, por lo que tiende a juzgar el mundo según desde la medida de su escasa estatura. Apenas un ligero cambio de perspectiva nos permite adivinar nuestra habitual cortedad de miras. Deslumbrados como estamos por los rayos solares, no somos capaces de despegar la mirada de la tierra y de sus mundanos asuntos; mientras ese cielo luminoso se muestra como un telón radiante e impenetrable que impide adivinar una realidad más profunda: que en la inmensidad del universo lo iluminado es la excepción y lo oscuro, la regla. Por el contrario, allí donde la Tierra da la espalda al Sol, allí donde es de noche, el hombre se enfrenta a una realidad más cierta y también más terrible: que el cosmos es infinito y no hecho a nuestra medida, que somos realidades insignificantes al capricho de fuerzas cósmicas que nos exceden y que apenas alcanzamos a comprender

     La traslación de esta imagen epistemológica al ámbito de lo moral concita paralelismos sorprendentes. La claridad del día expone a todo y a todos al  escrutinio y veredicto de la mirada. Bajo el imperio de la luz no solo se desvela nuestra dimensión física sino también nuestra dimensión moral, pues nada hay más palmario que los actos cometidos a plena luz del día. Nuestra conducta diurna se rige por los parámetros de una conciencia vigilante y vigilada, que nos induce a ofrecer nuestra cara más amable, a ojos de los demás, desterrando al ámbito oscuro, al de la noche, cuanto de vergonzante e inmoral se halla en nuestra conducta. 

En el Evangelio de San Juan encontramos resumida a la perfección los principios de esta dualidad en la conducta moral:
"Todo, el que obra mal detesta la luz y la rehuye por miedo a que su conducta quede al descubierto. Sin embargo aquel que actúa conforme a la verdad se acerca a la luz para que se vea que todo lo que él hace está inspirado por Dios"
Juan (3:20-21)
Sin embargo, en este breve pasaje evangélico encontramos el clásico enredo conceptual entre verdad y moral, que constituye la regla de oro de ese principio tan moderno de lo políticamente correcto y de ese otro tan antiguo como es la hipocresía: Sólo lo actos moralmente rectos se muestran desnudos a la luz del día. Esta equívoca idea tan solo puede conducir a una equívoca conclusión: tan sólo aquello que se muestra debe ser considerado como verdadero. ¿Pero acaso es menos verdadera aquella naturaleza que prefiere ocultarse entre las sombras? y en ese caso ¿Qué clase de Verdad quedaría reservada a la noche?

Si el día es un espacio de vigilancia moral colectiva, donde prima la coherción social y la conciencia sometida a la causa gregaria; la noche, con su despoblamiento oscuro, libera un espacio para la expansión individual y la relajación de las costumbres.  Las horas nocturnas dan cobijo para todas aquellas expresiones subjetivas que no pueden ser mostradas a la luz del día: los deseos inconfesables, la violencia atávica, el libertinaje y el hedonismo festivo, la sexualidad excéntrica y la promiscua. Una panoplia de verdades íntimas que solo encuentran  asilo en el anonimato que ofrece la noche.

Así, precisamente por anónimos y nocturnos, los bailes de máscaras se convirtieron en las grandes fiestas libertinas de la vida cortesana y elegante entre los siglos XVI y XVIII. Aparecieron por vez primera en las festividades de Carnaval hacia el siglo XV y ganaron popularidad en Italia e Inglaterra hacia el siglo XVI. Durante los siglos XVII y XVIII las mascaradas habían triunfado en buena parte de las cortes europeas. En ciudades como Venecia y Londres, estos festejos llegaron a tal éxito que se transformaron en fenómenos semipúblicos, desarrollados en parques y jardines en los que los que todo aquel que pudiera permitirse un disfraz a la altura podía participar en el festejo. Su principal atractivo residía en que bajo su ligereza festiva las mascaradas constituían un verdadero espacio de excepción moral en la opresiva vida aristocrática, y una efímera pantomima de nivelación social.
Mascarada en el Panteón- Oxford Street- 1777

 La vida en la corte languidecía a la luz del día bajo el estrecho corsé de las actitudes protocolarias, las buenas maneras y un acusado sentido de la jerarquía. Se trataba de una vida artificiosa, entregada a la gesticulación tan hueca y amanerada como meticulosa y estricta.  La rigurosa observación y vigilancia de este código de conducta tenía por objeto ordenar e identificar en la escala jerárquica a cada uno de los miembros de la corte según su cargo y su pedigrí.

Sin embargo, al amparo de la noche y de la máscara se producía un efímero pero intenso proceso de nivelación social: las jerarquías eran transgredidas, la autoridad desafiada, la locuacidad y la insolencia se desataban, aristócratas y plebeyos intercambiaban por unas horas los roles, los cortesanos podían disfrutar por unas horas de la informalidad y ausencia de etiqueta de las clases populares, éstas a su vez impostaban las maneras aristocráticas y se pavoneaban ufanos ante sus patrones. No solo los roles sociales eran transgredidos: la máscara también ofrecía una oportunidad de oro para toda clase de libertades sexuales impensables a plena luz del día... el travestismo tanto en hombres como en mujeres era algo más que una broma popular en este tipo de fiestas, era ante todo un ambiguo camuflaje y una oportunidad de oro para dar rienda suelta a toda clase de fantasías homosexuales severamente censuradas durante las horas del día. 
William Hogarth- Mascarada

 Con o sin máscara, la noche ha ido desde siempre asociada a un cierto relajamiento de las reglas que rigen durante el día, cuando la observación de la norma y la mutua vigilancia gobiernan sobre los impulsos individuales; pautas de conducta que parecen servir mejor a los fines racionales y productivos que prevalecen a lo largo de la jornada laboral. La noche, en cambio, era el único espacio librado al ocio para las explotadas clases trabajadoras. Era de noche cuando éstas se reunían ruidosas y ebrias en las cervecerías y las tabernas, para entregarse a los juegos de azar, al flirteo, la bebida y la conversación. No debe extrañar  que las casas de bebidas se transformaran en verdaderos centros de encuentro e intercambio social, en un ambiente de camaradería y de distensión moral. Su popularidad creció en la misma medida en que declinaron antiguas formas de entretenimiento popular, como las festividades religiosas, tal vez por su excesiva constricción y su paradójico sentido de la diversión reglada.

A estos divertimentos no fueron ajenos tampoco los jóvenes aristócratas, ávidos de aventuras barriobajeras y placeres prostibularios, reencarnando ese principio universal de la rebeldía y el desdén juvenil hacia sus propios orígenes. De esta forma, la noche también se llenaba de caballeros bravucones, jóvenes libertinos de alta cuna, que cometían toda clase de excesos con tal desmentirla: juerguistas violentos, duelistas en ocasiones, puteros y borrachos la mayor de las veces. Tras su bravuconería latía el espíritu de la sempiterna revolución juvenil, a saber: desafiar por medio de su hedonismo fatuo la mentalidad mercantilista y la racionalidad timorata de aquellos sus progenitores que sostenían sus vidas licenciosas. Cambiemos las espadas por los pinceles o las drogas, cambiemos las tabernas por los cafés concierto o por las discotecas, y descubriremos un invariable espíritu juvenil y rebelde que despierta y se libera al caer el sol en el horizonte. La noche también cuenta con sus verdades eternas.

Pero sin duda el mejor retrato del perfecto calavera, o mejor dicho de ese hombre moralmente desdoblado entre su verdad diurna (educada, buenista, refinada y reprimida) y su verdad nocturna (salvaje, hedonista, violenta y desinhibida) fue ideado por Robert Louis Stevenson en su genial novela "el Extraño Caso del Doctor Jeckyll y Mr Hyde". El argumento de esta magnífica obra ha sido popularizado a través de distintas versiones en el ámbito del teatro, del cómic y del cine en versiones groseras que tergiversan el verdadero drama moral que subyace en la historia. Pues, a diferencia de la imagen que se ofrece en estos entretenimientos de terror, Jeckyll y Hyde no representan dos seres antagónicos e irreconciliables en disputa por el gobierno de un cuerpo. 

De un lado, el doctor Jeckyll dista de ser una figura de la pureza y la rectitud sin fisuras sino más bien un hombre corriente sometido a la convención moral y a la represión de sus impulsos en aras de la preservación de su imagen pública y su lugar en sociedad. Por el otro, el ser desatado por sus experimentos, Mr Hyde (evidente juego de palabras con "hide" el que se oculta) no es una criatura independiente de la psiqué del doctor, sino que nace precisamente de ella: es su yo desencadenado, ebrio, librado de toda atadura moral, una revelación de lo salvaje que habita en los rincones más oscuros de nuestra alma.

" Había algo extraño en mis sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo y por su misma novedad, increíblemente dulce. Me sentí más joven, más ligero, más feliz en cuanto al cuerpo; en cuyo interior era yo consciente de una embriagadora temeridad, de un salvaje torrente de sensuales imágenes que se arremolinaban tumultuosamente en mi imaginación, una disolución de los vínculos de la obligación, una desconocida, aunque no inocente, libertad del alma. Desde el primer aliento de esta nueva vida me sentí más perverso, diez veces más perverso, un esclavo vendido a mi mal original y aquel pensamiento en aquel instante me reconfortó y me deleitó como el vino".

Y sin embargo, ni siquiera bajo el influjo de la pócima, Hyde puede escapar a la lógica luminosa: su yo monstruoso es también una criatura de la noche y como tal necesita de su amparo para realizar sus fechorías. Cuando la identidad de Hyde se apodera progresivamente del doctor, el monstruo se refugia en el laboratorio durante las horas del diurnas, pues ni siquiera ese yo desencadenado y salvaje siente el coraje suficiente para reivindicarse a plena luz del día. 


Aquella verdad oscura que el Dr Jeckyll alcanzó por mediación de las drogas Nietzsche la obtuvo gracias a la filosofía. Buena parte del ideario del pensador alemán se sustenta en una afilada crítica hacia la naturaleza moral de nuestras sociedades "civilizadas". En ensayos como "Humano, Demasiado Humano" o "Aurora" Nietzsche rastreó el origen del principio moral en el que se sustenta nuestra verdad diurna, hasta llegar a su sustrato más profundo, revelando su simiente no moral. Con frecuencia el origen de nuestros preceptos morales se hallan construidos sobre principios tan terribles o más que aquellos que se trataba de prevenir. Tan solo una larga cadena tradiciones y costumbres ha logrado hacernos aceptar aquellos principios como algo consustancial a la vida en sociedad.  Pero quien acepta vivir bajo el yugo moral debe pagar un precio elevado: a partir de ese instante la conciencia humana queda irremediablemente escindida entre aquella que obedece y vigila y aquella que escondida anhela y desea. Nosotros diríamos, entre su verdad diurna y su verdad nocturna. 

Nietzsche, terminó sus días entre delirios, con la mente perdida, quién sabe si víctima de aquellas terribles revelaciones a las que entregó su alma; su figura se unió a una larga lista de damnificados: fueran espadachines o libertinos, fueran monstruos o filósofos, quienes renegaron de las certezas del día acabaron consumidos por aquellas que obtuvieron de la noche. De  todo ello extraemos una doble paradoja y una simple conclusión: mientras la verdad diurna nos ciega la nocturna nos abrasa. Por eso vivimos traicionando constantemente a ambas. Lo único cierto es que solo habitamos confortablemente en la mentira. A ella no le preguntamos si pertenece al día o a la noche.

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