Un nombre en el cielo



    Es posible que tal día como hoy, quizás en estos precisos instantes, alguna profesora de secundaria en algún instituto de Hazleton, Pennsylvania, o puede que un funcionario en excedencia en Murcia, extraigan de un cofre aterciopelado un singular certificado que, por gentileza de su conyuge y con motivo de su décimo aniversario de casados, les hace acreedores de una pequeña porción de firmamento. Y es que por menos de 40$ se han ganado el derecho de poner nombre, su nombre, a una estrella de las muchísimas que pueblan nuestro firmamento.

Esta pequeña fruslería romántica alude, sin embargo, a un gesto simbólico de la mayor importancia. De esta forma, la estrella acuñada (diminuta a nuestros ojos pero puede que cientos de veces más grande que nuestro sol) abandonará al fin su injustificado anonimato y por la gracia de su epónimo (pongamos por ejemplo, Mary Jones o  Emilio García) podrá al fin enseñorearse en nuestro firmamento con nombre y apellidos, compartiendo un espacio nominal con estrellas, planetas y constelaciones de la más alta alcurnia, aquellas que recibieron sus nombres de reyes legendarios, de dioses, de ninfas, de héroes célebres que con sus hazañas se ganaron un lugar luminoso y un nombre en el cielo. 

  De esta forma, cuando la noche nos alcanza basta con levantar la cabeza y podremos encontrar, repartidos por nuestro firmamento, dramas épicos, y amores trágicos, luchas heroicas, penitentes y premiados, amados y amantes, vencedores y vencidos. Así, por ejemplo, próxima a la estrella polar encontramos a la constelación de Casiopea, esposa de Cefeo rey de los cefenos y cuya constelación está próxima a la consagrada a su cónyuge  Esta reina vanidosa despertó la furia de Neptuno (dios y también planeta) por alardear de ser más bella que las Nereidas. A modo de escarmiento el dios envió al monstruo Cetus (constelación del hemisferio sur) cuya furia sólo sería aplacada con el sacrificio de su hija Andrómeda (y cuyo prestigio le ha valido para dar nombre tanto a una constelación como a una galaxia). Por suerte, no muy lejos en el firmamento, encontramos la constelación de Perseo, valeroso héroe, que se ofrece a lomos de Pegaso para acabar con el monstruo marino y rescatar a Andrómeda.


constelación de Cassiopea- Gustave Moreau "Andromeda"

    Así en una porción de firmamento encontramos resumido uno de los ciclos míticos más populares de nuestro legado grecorromano. No es ni de lejos el único, cada rincón de la bóveda estrellada esta ocupada por un héroe o un atributo que simboliza u honra su memoria.  Este acto de transformación de un héroe en estrella o constelación es conocido como catasterismo. No es una característica exclusiva de los griegos, pues todas las culturas han llenado el cielo de figuras, objetos, dioses y de sus historias asociadas, pero es a ellos a quienes debemos sin duda los nombres e imágenes más célebres de nuestro firmamento,  aquellas que han prevalecido por encima de cambios históricos y culturales tiñendo nuestras noches de una delicada melancolía pagana. 

    El proceso de figuración a partir de las estrellas fue muy dilatado en el tiempo y en el espacio, pues algunas de las constelaciones más célebres, como los signos zodiacales, fueron ya identificadas en Mesopotamia y de ahí transmitidas de una cultura a otra. Sin embargo, los principales catasterismos y sus mitos asociados no fueron compilados de manera sistemática hasta el siglo III a.C gracias a Eratóstenes de Cirene, director de la biblioteca de Alejandría. Éste era sin duda un hombre de genio, a quien se le atribuyen inventos trascendentales como la esfera armilar, o cálculos asombrosos como la primera medición del diámetro de la Tierra. A pesar de ello, Eratóstenes se ganó el malicioso sobrenombre  de Beta, pues de él se decía que era el segundo mejor talento en todas las disciplinas que cultivó. 

En su catalogación del cielo, Eratóstenes incluyó algunas configuraciones estelares de invención muy reciente, hasta el punto que cabe preguntarse si no fue una aportación personalísima a la topología celeste. Es el caso de la Cabellera de Berenice. La leyenda oficial cuenta que Berenice, esposa del rey Ptolomeo III y también natural de Cirene,  ofrendó su célebre y hermosa cabellera a Afrodita por la salvaguarda de su marido durante sus misiones militares. Sin embargo, apenas pasada la primera noche la magnífica cabellera de la reina había desaparecido. El escándalo tan sólo fue apaciguado por el astrónomo Conon de Samos quien atisbó una nueva constelación en el firmamento que figuraba la cabellera catasterizada de la reina.
La cabellera de Berenice junto a la constelación del Boyero.

         Fuera Conon o Eratóstenes lo cierto es que los astrónomos egipcios no fueron los únicos aprovecharse de su ciencia para cometer tales actos de rastrera adulación. El mismo Galileo Galilei, campeón y mártir de la astronomía moderna, echó mano del más burdo lisonjeo al descubrir las lunas de Júpiter. Con el fin de ganarse el favor de sus poderosos mecenas, la familia Medicis, les consagró el nombre de aquellos satélites descubiertos bautizándolos como "estrellas mediceas". Sin embargo, Sus nombres actuales son obra del astrónomo alemán Simón Marius quien ya de paso trató de disputar a Galileo el mérito de su descubrimiento. Marius tuvo el acierto de bautizar los satélites de Jupiter con los nombres de cuatro de los amantes más célebres del más lúbrico de los dioses griegos. De esta forma Ío, Europa, Calisto y Ganímedes, fueron condenados de nuevo por la vía de la catasterización moderna a orbitar de nuevo y por toda la eternidad en torno a su divino seductor. 

      La querella entre Galileo y Marius no ha sido la única disputa sobre los nombres que deben regir en nuestros cielos. En 1627 el astrónomo alemán, y ferviente cristiano, Julius Schiller publica el Coellum Stellatum Christianum, una auténtica revolución nominal y espiritual del firmamento, pues tenía por objeto limpiar los cielos de aquel inapropiado y herético paganismo y adaptarlo a la imaginería cristiana. Así, en su atlas astronómico los doce signos zodiacales pasaron a representar a los doce Apóstoles, de forma que Escorpio pasó a ser San Bartolomeo, Leo, Santo Tomás y así sucesivamente. Tampoco escaparon a la evangelización el resto de las constelaciones: la Osa Mayor pasaba a ser la barca de San Pedro, Orion, san José y el propio Hércules se dividió en los tres Reyes Magos. Sin embargo, la reforma propuesta por Schiller, aunque recogida en algunos Atlas coetáneos como el célebre de Andreas Cellarius, nunca gozó de la aceptación suficiente como para desbancar la larga tradición del imaginario mítico grecorromano, y nuestros cielos siguieron celebrando gestas paganas de un pasado cada vez más lejano y extraño.
Coellum Stellarum Christianum- Julius Schiller

   El descubrimiento e incorporación de nuevos planetas a nuestro sistema solar puso de nuevo sobre la mesa otra polémica epónima: cuando en 1781 Herschel identifica el planeta Urano, varios nombres fueron puestos sobre la mesa: los partidarios de la tradición baboso-lisonjera pretendieron llamarlo Jorge III (monarca de turno sin especial competencia astronómica pero seguramente encantado de estampar su nombre nada menos que en un planeta), el astrónomo sueco Erik Prosperin, anticipándose a los acontecimientos, propuso llamarlo Neptuno, hasta que finalmente se impuso la lógica aplastante del alemán Johan Elert Bode: siguiendo el orden planetario, si Júpiter era hijo de Saturno lo sensato sería que Saturno precediera a su padre Urano. Con estos antecedentes, la búsqueda de un epónimo entre las divinidades del panteón grecorromano para las sucesivos planetas descubiertos resultó menos polémica, de esta forma que Neptuno y Plutón, alcanzaron su lugar en el firmamento cuando, ironías de la vida, ya nadie en la Tierra les rendía culto alguno.

    Debido al signo laico de los tiempos, y también al agotamiento de la onomástica mitológica, al privilegio divino le ha sucedido el mérito humano, de tal suerte que las academias astronómicas han honrado a sus más dignos y talentosos representantes, con un nombre y un lugar en el firmamento. Así, Edmond Halley se ganó su cometa, William Herschel encontró acomodo en un cráter lunar, Galileo cuenta con dos: uno en la Luna y otro en Marte, los mismos que Le Verrier, mientras que Kepler legó su nombre a una supernova por él descubierta... aunque si en un lugar la comunidad científica derrochó ingenio y no poco sentido del humor fue en la superficie del más femenino de los planetas, Venus. Cuando la sonda Magallanes logró desvelar su geografía, la Unión Astronómica Internacional afrontó una revolución en la nomenclatura, pues todo un planeta con sus múltiples accidentes geográficos debía ser bautizado de golpe. Llegado el momento la comunidad astronómica decidió con excelente criterio destinar por completo al universo de la mujer: diosas, ninfas, heroínas y mujeres notables se reparten cada uno de los accidentes geográficos de la superficie del planeta:  Sus continentes refirieron a las diosas del amor (Lada Terra, Afrodita Terra, Istar Terra) sus colinas a diosas de la fertilidad, no faltan cráteres con nombre de astrónoma (Maria Mitchell). Tan solo un hombre, el físico escocés, James Clerk Maxwell ha gozado de la regalía de hacerse un hueco en este gineceo nominal. 

    Es en este marco privilegiado, donde se celebran a los dioses inmortales y se inmortalizan a los hombres célebres donde el oportunismo comercial ha venido a posar sus garras tratando de sacar tajada de su belleza y su historia milenaria. Así, en un acto sin precededentes de democratización mercantil del firmamento han ascendido a los cielos, amas de casa, policías jubilados, funcionarios en excedencia, taxistas, corredores de seguros y todo aquel que haya sido amado de la forma más cursi. Tampoco hay que poner, nunca mejor dicho, el grito en el cielo, pues aún obviando la escasa oficialidad de este tipo de souvenirs, en el universo hay sitio para todos. Tan sólo nuestra querida Vía Láctea contiene entre 200.000 y 400.000 millones de estrellas, siendo una pequeña galaxia entre varios cientos de miles de millones. Nuestro firmamento es lo suficientemente amplio para acoger con holgura la más nimia de nuestras vanidades. Con todo, a poco que lo pensemos, no deja de resultar chocante como cambia el signo de los tiempos: para ganarse un nombre en el cielo, antaño se pagaba con el honor, con el mérito, acaso con la vida, hoy preferimos hacerlo con American Express.

btemplates

0 comentarios:

Publicar un comentario