La luz que nos guía


Al caer la noche Hero enciende una antorcha desde lo alto de la torre para guiar a su amado Leandro, quien desafiando olas y mareas, cruza a nado en medio de la oscuridad el brazo de mar del Estrecho del Helesponto para gozarla por unas horas antes de regresar con los primeros rayos del sol a su patria. Hero es una bella sacerdotisa del templo de Afrodita en Sestos y, extraña paradoja, ha consagrado su virginidad para atender los sagrados servicios de la diosa del amor. Leandro es un joven no menos agraciado que habita en la orilla opuesta, en Abidos. Las fiestas de Venus, dan la ocasión para el encuentro entre los dos jóvenes que desencadena el amor, un amor que ha de ser clandestino, y obliga al esforzado Leandro a toda una gesta atlético-amorosa, retando al mar con la fuerza de sus brazos y el único aliento de la luz sostenida por Hero.

Pero la afrenta al orden divino no tardará en ser pagada, la llegada del invierno encrespa cada noche el mar y también la paciencia de los jóvenes amantes obligados a una penosa separación. Ignorando la amenaza cierta del mar embravecido Hero enciende la tea y Leandro no duda en arrojarse de nuevo al piélago. Pero el viento y la lluvia apagan la luz de Hero, privado de la luz Leandro pierde el rumbo y la vida en el tumultuoso mar. Las olas arrastran su cadáver hasta la falda de la torre y Hero desesperada se arroja desde lo alto poniendo el consabido colofón a otra leyenda de amores imposibles.
Hero y Leandro,según Paul Rubens, 1605 y William Turner, 1837

Aunque el mito de Hero y Leandro nos ha llegado a través de elegantes versiones latinas de Ovidio y de Museo el Escolástico, y de las muchas revisiones modernas pictóricas y literarias, la historia tiene todos los indicios de un claro origen marinero. Y es que ya desde muy antiguo, los navegantes más experimentados, como los griegos y los fenicios, echaron mano de toda clase de guías luminosas, fueran naturales o artificiales para prosperar en sus expediciones marítimas. La primera orientación llegó de las estrellas y permitió la navegación en alta mar y de noche, pues lo común hasta entonces era no perder la costa de vista y fondear los barcos al caer el sol. Pero ya desde mediados del s.VIII a.C se tiene noticia del uso de señales luminosas para señalar la posición de los puertos. 

Pero será en el Egipto de los Ptolomeos en el siglo III a.C cuando se levantaría en la pequeña isla de Faros una construcción formidable que habría de causar admiración entre los antiguos al punto de ser considerado como una de las siete maravillas del mundo antiguo relatadas por Antípatro de Sidón: el célebre faro de Alejandría. La misión de este gran faro de más de 130m de altura era ser una referencia inconfundible en la monótona y llana costa Egipcia. Otra de las siete maravillas, el famoso y  también desaparecido coloso de Rodas, una estatua en bronce que representaba al dios Helios de 30m fue también un faro que señalaba la entrada al puerto de la ciudad. 

Los romanos extendieron los faros a medida que se fue expandiendo su imperio: Desde el Mar Negro hasta Dover en la costa Sur Inglaterra, se erigieron numerosos y formidables faros como el de Ostia, o la Torre de Hércules, en la Coruña, el más antiguo del mundo en funcionamiento. Pero con el colapso del Imperio, los faros fueron abandonados, el comercio de ultramar desapareció y los mares volvieron a caer en la más absoluta oscuridad hasta mediados del siglo XII. Apenas algunos monasterios costeros se prestaban a encender luces en sus torreones para servir de guía a los barcos en la noche. Recurso también imitado por piratas y bandoleros, que con frecuencia encendían falsas señales de fuego para que los barcos embarrancaran y así poderlos asaltar.

Sin embargo, no hacían falta ardides y trampas humanas para temer al mar pues la naturaleza ya proveía las travesías de peligros suficientes como para temer navegar de noche. Una de las amenazas de naufragio más probable, la colisión con arrecifes próximos a la costa motivó la construcción ya en el siglo XVII de uno de los grandes hitos en la historia de la navegación: la construcción de faros en los salientes rocosos situados en alta mar. 


El primero de ellos fue Eddystone, en 1689, a catorce millas de la costa de Plymouth, construido sobre un peñasco que era engullido por el mar al subir la marea y se transformaba en una trampa invisible para los numerosos barcos mercantes. El faro fue obra de Henry Winstanley, un armador de barcos que se jugaba mucho en esa empresa. Resulta difícil exagerar la magnitud del desafío: la tecnología de la época distaba mucho de poder culminar con garantías una obra en esas condiciones, nadie tenía experiencia en construcción bajo el agua, el transporte de los materiales en grandes barcazas era sumamente penoso, las olas y mareas suponían un peligro constante y la construcción en un espacio tan limitado complicaba enormemente la obra. Con todo el faro fue finalmente levantado tras tres años de duros trabajos y el 14 de diciembre de 1689 se encendieron por vez primera las lámparas de sebo. Al año siguiente el faro fue ampliado en su base y elevado otros siete metros. El experimento fue un éxito y durante varios años cesaron los naufragios, pero el faro temblaba y crujía durante las tormentas y Winstanley decidió mudarse allí durante algunas noches para estudiar detenidamente el problema. Lo cierto es que experimentó en carne propia las limitaciones de su estructura pues en la noche del 25 al 26 de noviembre de 1703 una tremenda tormenta borró de la faz del mar al faro y al farero. Un día más tarde, un barco volvía a naufragar de nuevo en Eddystone. 
Construcción de Bell Rock hacia 1824
Dada su contrastada utilidad, el faro sería rehecho y reformado en varias ocasiones y sirvió de ejemplo para la erección en mitad del mar de otros tantos faros llevados a cabo por hombres tan ingeniosos como intrépidos: Bell Rock en Escocia, Needles Point en la isla de Wight, Fasnet Rock en Irlanda, Bishop Rock en las islas Sorlingas; Cordouan en Francia... formaron una red de atalayas luminosas que alejaban a los marineros de un más que probable naufragio a la vez que anunciaban la llegada a tierra firme. 
Bell Rock, Needles Point (Inglaterra) Fastnet Rock (Irlanda) Cordouan  (Francia)

Aunque lo cierto es que en los comienzos, el brillo de sus luces dejaba mucho que desear: la mayor parte de los faros eran iluminados por medio candelabros con velas de sebo, o lámparas de aceite.  Ambos sistemas producían mucho humo, suponían una amenaza constante de incendio e iluminaban poco, sólo en óptimas condiciones podía verse su débil destello a 7 millas de distancia. El empleo de espejos curvos para dirigir la luz y la lámpara de Argand permitieron amplificar su potencia hasta la llegada en el siglo XIX de la lámpara de gas y la célebre lente de Agustín Jean Fresnel, que por medio de círculos concéntricos permitía focalizar la luz de difusa de la combustión en un haz dirigido. 

Pero a los desafíos de la ingeniería para levantar e idear los faros le sucedía otro aún mayor: mantenerlos en funcionamiento. En estos diminutos peñascos sometidos a todas las inclemencias marinas el oficio de farero se ejercía con no pocas dosis de heroísmo. Las tareas, aunque pocas, eran siempre pesadas, pues las condiciones de confinación y aislamiento las hacían aún más arduas: el farero debía encender, mantener y apagar las luces, ejercer de vigía y ser el primer socorrista en caso de naufragio, pero sobre todo debía sobrevivir en un miserable peñasco, conseguir víveres y combustible en continuos viajes a tierra firme y resistir al pavoroso aislamiento al que podían someterlo las tormentas que podían prolongarse durante días fiando su vida a la resistencia de la construcción frente al embate furioso de las olas, todo para cumplir con el trascendental cometido de mantener viva una guía de luz en mitad de la noche.

Tal vez por eso siento especial predilección por el modo en que los ingleses nombran a estas solitarias y airosas construcciones, lighthouses (casas de luz) pues su etimología parece reforzar una imagen ya de por sí trasparente: frente a un mar nocturno y brutal que representa la irresistible atracción de la muerte, los faros, sean éstos reales o metafóricos, simbolizan la promesa luminosa una tierra firme, de la seguridad, del hogar, del amor y, en definitiva, de la vida. También nosotros, cuando la noche juega a extraviarnos, nos aferramos con anhelo a la guía incierta de las luces en el horizonte. No de otra forma sabemos que mientras Hero sostenga la lámpara encendida sigue viva la esperanza de escapar a nuestro propio naufragio.


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