La luz que nos guía

Pero la afrenta al orden divino no tardará en ser pagada, la llegada del invierno encrespa cada noche el mar y también la paciencia de los jóvenes amantes obligados a una penosa separación. Ignorando la amenaza cierta del mar embravecido Hero enciende la tea y Leandro no duda en arrojarse de nuevo al piélago. Pero el viento y la lluvia apagan la luz de Hero, privado de la luz Leandro pierde el rumbo y la vida en el tumultuoso mar. Las olas arrastran su cadáver hasta la falda de la torre y Hero desesperada se arroja desde lo alto poniendo el consabido colofón a otra leyenda de amores imposibles.
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Hero y Leandro,según Paul Rubens, 1605 y William Turner, 1837 |
Aunque el mito de Hero y Leandro nos ha llegado a través de elegantes versiones latinas de Ovidio y de Museo el Escolástico, y de las muchas revisiones modernas pictóricas y literarias, la historia tiene todos los indicios de un claro origen marinero. Y es que ya desde muy antiguo, los navegantes más experimentados, como los griegos y los fenicios, echaron mano de toda clase de guías luminosas, fueran naturales o artificiales para prosperar en sus expediciones marítimas. La primera orientación llegó de las estrellas y permitió la navegación en alta mar y de noche, pues lo común hasta entonces era no perder la costa de vista y fondear los barcos al caer el sol. Pero ya desde mediados del s.VIII a.C se tiene noticia del uso de señales luminosas para señalar la posición de los puertos.
Pero será en el Egipto de los Ptolomeos en el siglo III a.C cuando se levantaría en la pequeña isla de Faros una construcción formidable que habría de causar admiración entre los antiguos al punto de ser considerado como una de las siete maravillas del mundo antiguo relatadas por Antípatro de Sidón: el célebre faro de Alejandría. La misión de este gran faro de más de 130m de altura era ser una referencia inconfundible en la monótona y llana costa Egipcia. Otra de las siete maravillas, el famoso y también desaparecido coloso de Rodas, una estatua en bronce que representaba al dios Helios de 30m fue también un faro que señalaba la entrada al puerto de la ciudad.
Los romanos extendieron los faros a medida que se fue expandiendo su imperio: Desde el Mar Negro hasta Dover en la costa Sur Inglaterra, se erigieron numerosos y formidables faros como el de Ostia, o la Torre de Hércules, en la Coruña, el más antiguo del mundo en funcionamiento. Pero con el colapso del Imperio, los faros fueron abandonados, el comercio de ultramar desapareció y los mares volvieron a caer en la más absoluta oscuridad hasta mediados del siglo XII. Apenas algunos monasterios costeros se prestaban a encender luces en sus torreones para servir de guía a los barcos en la noche. Recurso también imitado por piratas y bandoleros, que con frecuencia encendían falsas señales de fuego para que los barcos embarrancaran y así poderlos asaltar.
Sin embargo, no hacían falta ardides y trampas humanas para temer al mar pues la naturaleza ya proveía las travesías de peligros suficientes como para temer navegar de noche. Una de las amenazas de naufragio más probable, la colisión con arrecifes próximos a la costa motivó la construcción ya en el siglo XVII de uno de los grandes hitos en la historia de la navegación: la construcción de faros en los salientes rocosos situados en alta mar.

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Construcción de Bell Rock hacia 1824 |
Dada su contrastada utilidad, el faro sería rehecho y reformado en varias ocasiones y sirvió de ejemplo para la erección en mitad del mar de otros tantos faros llevados a cabo por hombres tan ingeniosos como intrépidos: Bell Rock en Escocia, Needles Point en la isla de Wight, Fasnet Rock en Irlanda, Bishop Rock en las islas Sorlingas; Cordouan en Francia... formaron una red de atalayas luminosas que alejaban a los marineros de un más que probable naufragio a la vez que anunciaban la llegada a tierra firme.
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Bell Rock, Needles Point (Inglaterra) Fastnet Rock (Irlanda) Cordouan (Francia) |
Aunque lo cierto es que en los comienzos, el brillo de sus luces dejaba mucho que desear: la mayor parte de los faros eran iluminados por medio candelabros con velas de sebo, o lámparas de aceite. Ambos sistemas producían mucho humo, suponían una amenaza constante de incendio e iluminaban poco, sólo en óptimas condiciones podía verse su débil destello a 7 millas de distancia. El empleo de espejos curvos para dirigir la luz y la lámpara de Argand permitieron amplificar su potencia hasta la llegada en el siglo XIX de la lámpara de gas y la célebre lente de Agustín Jean Fresnel, que por medio de círculos concéntricos permitía focalizar la luz de difusa de la combustión en un haz dirigido.

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