El reloj del cielo
Es bien sabido, y numerosos hallazgos arqueológicos lo atestiguan,
que el hombre antiguo necesitó de la guía celeste para ordenar su mundo espacial y temporalmente. El
cielo cardinaba el espacio pero también señalaba los ciclos temporales, tanto los
diarios y anuales del sol como los mensuales indicados por las fases de la luna, y el carácter estacional de estos fenómenos tuvo que ser reconocido desde
edad bien temprana pues marcaba un calendario esencial para la supervivencia
del grupo.
Para comprender la importancia de los astros en la medición del tiempo debemos hacer un esfuerzo de imaginación y situarnos en un
mundo sin horario ni calendario. Días y noches tienen una longitud variable de
invierno a verano y sin el auxilio del almanaque es realmente difícil de
aprehender y controlar el lapso de un año. El hombre primitivo debió guiarse primeramente a través de señales climáticas y biológicas, como los cambios de temperatura, el comienzo de las lluvias, las
floraciones o las migraciones de las aves para tener un control de su propio
tiempo. Pero ¿cómo saber que se está a punto de llegar el invierno en un otoño
inusualmente cálido? Los meses no repiten con exactitud de un año a otro las
condiciones atmosféricas, y en una tribu nómada un retraso de un par de semanas
en emprender la trashumancia podría poner en peligro la supervivencia del
grupo. El control del tiempo cronológico permitía anticipar el comportamiento
del tiempo climático con una antelación suficiente como para preparar las
migraciones estacionales.
Sin embargo, el hombre primitivo no hacía grandes distinciones
entre los acontecimientos astronómicos y los atmosféricos, sino que los englobaba todos dentro de la
fenomenología celeste. Prueba de ello es que con frecuencia el panteón
celestial no hacía distingos entre los dioses con atribuciones estelares y los
que gobernaban el rayo o los vientos.
Pero no debió pasar mucho tiempo hasta que el hombre primitivo comenzó a atar
cabos y establecer relaciones entre los ciclos astrales y los estacionales,
entre la aparición de ciertas estrellas y un cambio de tendencia en la
condiciones atmosféricas.
Puede que ya en el mismo Paleolítico, las tribus de cazadores
recolectores, comenzaran a tener un conocimiento bastante preciso del
firmamento. Un conocimiento que debió hacerse todavía más perentorio con la
llegada de la revolución agrícola del Neolítico, pues el calendario astral
señalaba las fechas propicias para la siembra y la recogida de las cosechas.
Este saber profundo de la estructura del cielo
no debiera resultarnos tan sorprendente, pues hasta no hace mucho, en las
largas noches de invierno y aún en las más cortas de verano, cuando la luz
artificial era escasa y siempre insuficiente, la actividad humana se veía limitada
a comer, dormir, hacer el amor y entretenerse observando el cielo estrellado.
En cualquier caso, este primer reconocimiento de las propiedades del firmamento fue disperso y poco
sistemático. No sería hasta la llegada de las grandes civilizaciones de
Mesopotamia, China y Mesoamérica, en las que al elemento agrícola se le
superponía una estructura urbana, un poder centralizado y el registro histórico
por medio de la escritura, que todo
aquel saber celeste cristalizara en una cartografía exhaustiva del cielo, es
decir, en una astronomía.
Pero probablemente todo comenzó mucho antes. Frente a la variable
duración de los días y las noches, el hombre encontró su primera guía para
regular el tiempo gracias a las fases lunares. Tras este descubrimiento no debió pasar mucho tiempo para
que el hombre reconociera cierta estructura estable en el cielo estrellado, como
por ejemplo que las estrellas guardan una relación de distancia constante con
la salvedad de unas pocas estrellas errantes (así se llamaba a los planetas visibles
Júpiter, Venus, Marte, Saturno y Mercurio) que siguen sus orbitas. La distancia fija entre las estrellas permitía agruparlas en constelaciones, de
las cuales algunas eran especialmente significativas, pues indicaban durante la
noche los itinerarios que el sol recorría durante el día, así como la luna y
los planetas. Dichas constelaciones acabarían conformando el zodiaco que tan
largo recorrido ha acabado teniendo en nuestra historia cultural, aun cuando la
mayoría desconoce su significación astronómica.
La primera astronomía también
descubrió que todas las estrellas giran circunvalando un polo fijo (el norte o
el sur en función del hemisferio en el que nos encontremos) describiendo con
sus órbitas círculos concéntricos. La estrella situada en ese polo, es decir,
la estrella polar, permitía cardinar el espacio, pues señalaba una dirección
fija en la noche, de forma más precisa incluso que la salida y la puesta de
sol.
Las estrellas más próximas al polo, las que nosotros conocemos
como estrellas circumpolares, no se
ocultan nunca bajo el plano del horizonte, pero no así las más alejadas del
polo. Y estas aparecían y desaparecían atendiendo a un calendario bastante
preciso. De esta forma la cronología diurna encontraba su complemento y a
menudo su refinamiento en los ciclos que acontecían durante la noche.
trazas de las estrellas en torno a la estrella polar En el vídeo podemos observarlas en movimiento |
Con el paso de los siglos la fijación de un calendario, de una
convención cronológica sobre el tiempo cíclico nos ha hecho perder la conciencia del origen astronómico del tiempo regular, así como de la coincidencia de ciertos fenómenos astrales con las sucesivas estaciones del año. Nos resulta del todo innecesario
observar el cielo para saber que agosto será caluroso, y desconocemos cuáles
son las constelaciones cuya presencia o ausencia en el firmamento nos permiten identificar
el mes en el que estamos. Nuestro calendario se ha solarizado completamente y
apenas una escueta referencia a las fases de la luna añade una nota de color
nocturno en nuestro almanaque.
Sin
embargo, algo de aquella íntima y primitiva relación entre lo atmosférico y lo astronómico, o lo que es lo mismo, entre climatología y
cronología, ha pervivido en nuestro idioma castellano, pues empleamos una misma palabra para
designar a ambas: el Tiempo, ya sea cálido o cíclico, frío o inexorable, húmedo, breve, seco, prolongado, tormentoso, fugaz, plácido o eterno.