La noche cóncava y la noche convexa
El primer hallazgo de
nuestra expedición es esta pequeña joya que en formato timelapse nos muestra el
deslumbrante espectáculo de un cielo estrellado bajo la límpida atmósfera del
desierto de Namibia. Recomiendo, a ser posible, verlo a pantalla
completa y con las luces apagadas (consejo válido también para el vídeo
que cierra esta entrada). A buen seguro que a la mayoría de
nosotros, la visión de una bóveda celeste en todo su esplendor nos resulta tan
exótico como los arrecifes coralinos del atolón de Bora-Bora.
Incluso cuando debemos
conformarnos con la versión enlatada, al redescubrir la abrumadora belleza de
un firmamento resplandeciente uno no puede reprimir cierta sensación de
paraíso perdido o de paisaje truncado. Así como la noche urbanita extiende un
manto plano de penumbra, en la noche estrellada el cielo da cuenta de su verdadera infinitud; las diferentes intensidades de sus astros dotan a la oscuridad de
hondura y amplifican nuestra intuición de sus inabarcables dimensiones. Sólo
así podemos imaginar hasta qué punto aquella bóveda centelleante debía provocar
en el hombre antiguo una intuición precisa de su insignificancia e inspirar un
sincero sentimiento de veneración religiosa.
En cambio,
allí por donde se extiende la civilización moderna y, en especial, en nuestras
ciudades la contaminación lumínica ha enmudecido al cielo, que permanece ciego,
postergado, reducido a un deslucido telón oscuro, incapaz de ofrecernos su
antigua grandeza. Aquel cielo nocturno al que antaño se dirigía el hombre siguiendo
el rastro de lo divino es ahora un espacio desprovisto de
significación, inhabilitado para ser ya guía, misterio o inspiración.
Por el contrario, la noche significante ha invertido su campo de acción, traspasando la línea del horizonte, se refleja en la tierra en la misma medida que pierde sustancia en el cielo. A buen seguro que hoy son los dioses quienes, desde las alturas celestes, contemplan las constelaciones terrenales como un oráculo intextricable.
En cierto
modo, no deja de tener algo de justicia poética el hecho de que contempladas
desde el satélite, las estrelladas regiones terráqueas, sean precisamente los
lugares en los que es imposible contemplar el espectáculo de un cielo iluminado.
Sin embargo, no quisiéramos
dejarnos arrastrar la fácil nostalgia de una belleza nocturna y de una
sensibilidad religiosa periclitadas. También esta nueva noche, desvelada por la
luz artificial, ha excitado desde el primer momento la imaginación y el genio
del hombre de la misma forma que antaño lo hizo el luminoso firmamento. Ya
fuera con las tenues de las farolas de gas, ya con nuestros crepúsculos de
sodio o con fluorescencias multicolores, la noche, ha seguido siendo musa
inspiradora de nuevos mitos y nuevas bellezas.
Chicago |
No, la noche
no ha muerto... Cierto es que han cambiado los códigos para interpretarla,
cierto que su apariencia se ha transformado. La noche cóncava y celeste,
ancestral y sagrada parece batirse en retirada frente al imparable ascenso de
la noche convexa y mundana, moderna y laica, pero ambas, a su manera, mantienen
intacta su capacidad de hechizo, y nosotros, apenas podemos sustraernos a
ese influjo, pues aún siendo animales diurnos o precisamente por ello, llevamos
la noche como la cara oculta de nuestra naturaleza.
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