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Antes Rey que Estrella

 

Muchas son las cualidades que hacen destacar a Júpiter por encima del resto de planetas de nuestro sistema solar.  Es, huelga decirlo, el de mayor tamaño, con un volumen 1300 veces superior al de la Tierra y su masa es dos veces y media la de todos los demás planetas del sistema solar combinados. Sin embargo, su sustancia, aunque colosal, es etérea: Júpiter es una inmensa esfera de gas, un gigantesco fenómeno meteorológico sin superficie solida alguna.

Su imagen distintiva, con sus franjas blancas y ocres marcando sus latitudes, son, en verdad, tormentas centenarias y franjas de nubes estabilizadas por vientos que recorren el planeta hacia el este y el oeste. Las diferentes tonalidades de estas bandas toman su color del azufre, fósforo y otras partículas en suspensión de la atmósfera jupiterina. Mención especial merece su característica Gran Mancha Roja en el hemisferio Sur, una colosal tormenta anticiclónica de un tamaño superior al de la Tierra, que gira en sentido inverso con vientos de hasta 600 km/h y que lleva rugiendo al menos 350 años, cuando fue avistada por vez primera por Giovanni Cassini en 1665.

Pero, bajo ese manto de nubes multicolores, la esencia de Júpiter es otra bien distinta: el planeta está formado principalmente por hidrógeno y helio. Esto lo convierte, en esencia, en una estrella que nunca llegó a prender, un sol frustrado, una stella abortiva. Júpiter quedó lejos de alcanzar la masa crítica que hubiera hecho de él una segunda estrella y, a nuestro sistema solar uno de signo binario. En esta tesitura nuestro cosmos hubiera sido otro bien distinto y las noches terrestres un raro fenómeno al quedar nuestro planeta encajado entre dos soles imperecederos.

En su lugar, Júpiter optó por reinar entre los planetas y en nuestros cielos nocturnos. Para un atento observador celeste, Júpiter aparece como un objeto de brillo firme sin el característico titilar de nuestras estrellas. Se desplaza lentamente de este a oeste, completando una vuelta por el zodiaco cada doce años, a razón de un año por signo zodiacal. Por este motivo Júpiter fue considerado como regente de los grandes ciclos, de las generaciones y los reinados. Así, en la tradición astrológica China, Júpiter era conocido como Suixing (“estrella del año”), una suerte de metrónomo celeste que marcaba los destinos colectivos más que personales, asociado a los reinados, las dinastías y las transformaciones del mundo. Era importante seguir sus prescripciones astrológicas para gozar de su conocido influjo beneficioso.

De manera simétrica, a miles de kilómetros de China, en la tradición astronómica helenística, Júpiter también era conocido como “Gran Benéfico” (Megas Euergetes), una puerta de acceso a la plenitud y la abundancia a través del conocimiento y la justicia. Una suerte de escudo protector que fomentaba la generosidad y la filantropía.

El vínculo del planeta con el dios epónimo, ya era otro cantar. Sin duda, Zeus/Júpiter era el gran rey del panteón griego, y un pilar en el orden del cosmos pero no siempre su comportamiento fue modelo de generosidad filantrópica. Gobernaba con puño de hierro sobre los olímpicos, y era el garante de la justicia entre los dioses y por extensión entre los humanos. Pocas veces su implacable ley se mostraba misericorde con sus ajusticiados. Bien lo supo Prometeo, condenado por robar el fuego olímpico y encadenado por ello a una roca en el Cáucaso, donde un águila inclemente le devoraba su hígado cada día, solo para que se regenerara por la noche y poder reiniciar el tormento.


Prometeo - Theodor Rombouts

No menos cruel fue el destino del mortal Ixión, acusado de intentar seducir a su esposa Hera. Pese a ser el más lubrico de los dioses, Zeus, lejos de mostrarse comprensivo ató a Ixión a una rueda candente que jamás detenía su giro infernal en el abismo primigenio del Tártaro.

Zeus de Esmirna
Pero de entre todas sus potencias, Júpiter era reconocido por ser el detentador del rayo y los fenómenos celestes, atributos del poder de la naturaleza sobre la Tierra. El rayo fue un regalo de los Cíclopes (Brontes, Estéropes y Arges) tras haber sido liberados por Zeus del inframundo al que les había encadenado Urano, su padre, temeroso de la prodigiosa fuerzas de sus propios hijos. El rayo fue el arma definitiva en la Titanomaquia,  la batalla donde se dirimió el orden del cosmos y tras la cual, Zeus acabaría reinando sobre las demás divinidades.

Los paralelismos de Zeus con su contraparte mesopotámica son algo más que asombrosos. Marduk, su equivalente babilónico, forma parte del grupo de los dioses jóvenes, una segunda generación de divinidades que nacen tras los dioses primordiales Apsu (las aguas dulces) y su esposa Tiamat (las aguas saladas). Apsu está molesto con ellos pues resultan ser muy ruidosos y decide aniquilarlos, pero Ea, dios de la sabiduría, se anticipa y mata a Apsu. Tiamat, en venganza, recluta un ejército de monstruos presta a acabar con los díscolos dioses. Es entonces cuando presas del pánico, éstos deciden buscar un campeón que los defienda: Marduk. Éste, accede con la condición de reinar sobre ellos en caso de victoria. Los dioses aunque aceptan a regañadientes le conceden el rayo y los vientos para librar la batalla de la que saldrá finalmente victorioso. En el combate Marduk parte a Tiamat en dos con su rayo, y con su cuerpo dividido crea el cielo y la tierra, estableciendo el orden primordial del cosmos.

Marduk - sello cilíndrico del s. IX a.C.

La iconografía babilónica difiere, en cambio, de la representación romana, y prefiere centrarse en su papel como organizador del cosmos, y no tanto en su representación antropomórfica. Como símbolo es a menudo encarnado a través de la estrella de ocho puntas o a través del emblema de la azada, con la que se representa su papel de agrimensor y ordenador de la tierra. Otras veces es su dragón híbrido Mushussu quien le representa. En su versión antropomórfica en cambio, muestra los rasgos soberanos de un rey de larga túnica y armado con arco, maza o espada.

En el contexto grecorromano, en cambio, Júpiter es encarnado con una majestad definitivamente humana. En su versión más canónica Júpiter se muestra como un varón barbado e imponente, blandiendo el rayo, o el cetro gobierna el universo desde su trono celeste acompañado de su fiel águila, símbolo de su dominio de los cielos y su visión penetrante sobre el devenir de los mortales. Así lo debió representar Fidias en Olimpia, en una colosal escultura crisoelefantina, hoy desaparecida, que le valió la consideración como una de las siete maravillas del mundo antiguo.

Júpiter y Tetis - Dominique Ingres

Los emperadores romanos del alto imperio buscaron paulatinamente la asimilación de su figura a la del propio Júpiter, y a menudo incorporaron atributos divinos con los que manifestaban estar traspasados por el Genius Iovis (el espíritu protector de Júpiter). Los emperadores a partir de Augusto iniciaron un proceso de divinización en tierra, haciéndose erigir templos dedicados a su propio culto. Pero sin duda el punto álgido se alcanzaba al momento de la muerte del emperador cuando se realizaban los ritos funerarios y la apoteosis (proceso de divinización del emperador). Esta tradición funeraria inaugurada por el propio Augusto, contemplaba la elevación de una pira de varios pisos de altura, una procesión pública con participación de sacerdotes y senadores y la liberación de un águila en el momento de la incineración como símbolo del ascenso del alma del emperador al trono de Júpiter.

Busto de Calígula 

Pero si hubo un emperador que llevó la asimilación de su persona la del dios del trueno al paroxismo, ese fue sin duda Cayo Julio César Augusto Germánico, más conocido, a su pesar, por un apodo que perduró desde su infancia: Calígula, “botitas”.  Su reinado fue tan breve (del 37 al 41) como desmedido en crueldad y extravagancia, fruto de unos delirios de grandeza que le llevaron a creerse, o al menos a querer ser tratado como un dios viviente, como Jupiter Optimus Maximus

Suetonio, ese magnífico compilador de chismes y maledicencias, no escatima en su “Historia de los Doce Césares” en dar detalles jugosos de su lascivia desmedida, pero también de sus brutales desvaríos: Se sabe que tenía relaciones incestuosas con sus hermanas Agripina, Julia Livia y su favorita Drusila, pero esto no era óbice para que las ofreciera como proxeneta a sus favoritos. De hecho, se afirma que consagró una parte del palacio imperial como prostíbulo donde obligaba a matronas y jóvenes de las familias nobles a trabajar allí como forma de humillar a la aristocracia.

Su crueldad no le iba a la zaga, se dice que participaba personalmente en numerosos tormentos y ejecuciones, que por lo general eran arbitrarias y dictadas por su capricho: “¡Que sientan que mueren!” ordenaba a sus verdugos. En cierta ocasión obligó asistir a padres a las ejecuciones de sus hijos, para luego invitarlos a un banquete en palacio, y obligar a los desgraciados progenitores a amenizar la velada contando chistes.

Pero no dejemos que nuestra avidez por la truculencia nos desvíe del tema: su delirio no fue tan solo monstruoso sino también megalomaníaco. Calígula fue sin duda el emperador que llevó más lejos el proceso de asimilación con Júpiter: cuenta Suetonio que al poco de alcanzar el poder pidió que se decapitaran las estatuas de los lugares más sagrados de Roma para poner su rostro en su lugar, y sentado entre ellas exigía ser adorado como un dios. Se sabe también que ordenó construir un puente que conectara su palacio con el templo de Júpiter como si de una extensión de su propia casa se tratara. Como buen histrión, le gustaba disfrazarse de Júpiter  cuando no Hermes o Diana y no contento con ello, obligaba a sus hermanas a secundarle en el papel a la guisa de consortes divinas como Juno o Venus.  

No es de extrañar que con esta mezcla de extravagancia y crueldad, Calígula se granjeara enemistades y buscara su propia ruina. No faltaron conjuras y complots para acabar con su vida. Hartos de sus continuas humillaciones la guardia pretoriana apoyada por miembros del senado planearon su asesinato en el noveno día antes de las calendas de febrero. La víspera del magnicidio Júpiter se manifestó bajo la forma de diversos augurios: un rayo cayó sobre el Capitolio, y su estatua sedente de Olimpia que iba a ser transportada a Roma emitió un sonoro bramido. El propio Júpiter se le apareció en sueños a Calígula propinándole una patada con el dedo del pie y haciéndole caer estrepitosamente a tierra. El destino de Calígula estaba sentenciado.

Fue acorralado en un pasaje y apuñalado por los conspiradores hasta la muerte. Se dice que algunos de sus fieles llevaron su cadáver secretamente hasta los jardines de Lamia, y fue quemado en una pira hecha a toda prisa. Calígula quien ansió como nadie la apoteosis en vida encontró la más mundana de las muertes.

Toda esta disparatada y cruenta historia bien merece una modesta enseñanza final: ya fuera de la estirpe de los dioses o de los farsantes, el vanidoso Calígula, que intentó empatarse a Júpiter, bien podrían haber extraído del astro, que prefirió quedarse en planeta, una valiosa lección moral: Es preferible brillar como rey, que arder como estrella.


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El Apetito de las Polillas




Existe algo íntimamente perturbador en el furioso espectáculo de la polilla revoloteando confusa alrededor de una fuente de luz. Más allá de la fascinación o repulsa que la escena provoca, subyace un sentimiento compasivo hacia esa fatal hipnosis que cautiva a la criatura hasta el punto de hacerle anhelar la trampa de una fatal incandescencia. 


A poco que pensemos parece  contradictorio que un animal nocturno sienta un apetito semejante hacia la luz artificial en lugar de huir de ella como hacen otros especímenes noctívagos. La explicación más extendida entre la comunidad científica es que las polillas orientan su vuelo en relación a la luna, haciendo que ésta siempre quede a un lado de su cuerpo. La distancia enorme de la luna impide cualquier tipo de aproximación por lo que el vuelo permanece rectilíneo. Pero cuando este insecto topa con una bombilla esta distancia absoluta desaparece y su sistema de orientación queda completamente confundido De esta forma la polilla revolotea alrededor de la fuente de luz tratando que esa falsa luna quede siempre alineada a uno de sus costados.

El engaño producido por esta luz falaz, inspiró en 1983 al ensayista Guy Debord, un ingenioso título en forma de palíndromo en latín para un documental que denunciaba los males de la sociedad de consumo: “In girum imus nocte et consumimur igni” (Damos vueltas en la noche y nos consumimos en el fuego”). La metáfora era evidente. Nosotros, los humanos, también actuamos como polillas, revoloteando hipnotizados frente a los falsos esplendores de la sociedad del consumo, para finalizar, como ellas, consumidos en su fuego. 
Pero el efecto hipnótico del resplandor nocturno, ha cautivado a hombres y mujeres mucho antes del advenimiento de la moderna sociedad de consumo. Sucedía ya en el París de finales del s.XVIII, en los albores de la revolución industrial, cuando al caer la noche sus habitantes emergían como insectos voraces de luz en busca de teatros, bailes y cafés donde aplacar su apetito nocturno. 

Efectivamente, los sucesivas mejoras en el alumbrado urbano democratizaron un viejo privilegio aristocrático: el ocio nocturno. Hasta mediados del siglo XVIII la posibilidad de realizar fiestas durante la noche exigía un dispendio tan enorme en iluminación artificial que tan solo las élites cortesanas, y entre ellas solo las más pudientes, podían permitírselo. De tal suerte que estas fiestas resultaban una excelente oportunidad para la ostentación de la riqueza personal. 

Aquellos que se aventuraban a la escasa y poco reputada oferta de ocio nocturno, se adentraban en un mundo descarnado donde a menudo se cruzaba la frontera del delito: tabernas poco recomendables, salas de juego clandestinas, billares y precarios prostíbulos, conformaban el espectro de los placeres y divertimentos de la noche. 

Pero la extensión del alumbrado público fue modificando de manera imparable el paisaje del ocio y las pautas de comportamiento de los habitantes de las ciudades, que progresivamente demandaban nuevas formas de satisfacer sus apetitos nocturnos.

Baile en el Moulin de la Galette. Auguste Renoir, 1876
A finales del siglo XVIII estas hipnóticas burbujas de luz que anunciaban el ocio y el placer se situaban en el exterior de las ciudades, pues hasta entonces pesaba sobre los teatros una antigua prohibición de instalarse dentro del recinto amurallado de las mismas. Por si fuera poco, junto a ellos, se situaban otras atracciones: cafés y merenderos, como las guinguettes a la orilla de los ríos o en los molinos (como el posteriormente célebre Moulin de la Galette) que se situaban en Montmartre, por aquel entonces un arrabal a las afueras de París. También era posible encontrar salas de baile, circos, echadores de cartas y exposiciones de curiosidades, en una burbuja de luz que cobijaba por igual a aristócratas y clases populares.

Las sucesivas transformaciones urbanas marcarán el regreso del ocio, las luces y sus enjambres de noctámbulos al corazón de las ciudades. Por una parte la ciudad crece y engulle aquellas zonas suburbiales donde se instalaba el ocio de tal suerte que este quedaba integrado en su mismo núcleo. Por otra parte, todo se acelera con la introducción del alumbrado de gas a partir de 1820, abrigando a las ciudades bajo un gran manto de luz. Finalmente la transformación urbanística de París del barón Haussmann entre 1852 y 1870, cambiará de forma radical aquella fisonomía precaria del ocio nocturno de lo tenderetes efímeros y de los casetones de feria. En el recién estrenado escenario de los boulevares, generosamente iluminados por las farolas de gas se situará una renacida arquitectura del espectáculo en todo su esplendor: salas de teatro, cafés concierto, music halls, y a la cabeza de todas ellas, la fastuosa Ópera de Garnier.

En los nuevos boulevares, al caer la noche y bajo la luz de las recién instauradas farolas de gas, también revoloteaba otro enjambre de hambrientas polillas, aquel que formaban la legión de prostitutas de toda edad y condición, que recorrían las calles a la caza de clientes. 

Prostitución en el Palais Royal
 Las autoridades se esforzaban por controlar, o cuanto menos reglamentar su proliferación, tratando de diferenciar entre la prostitución tolerada y la clandestina. Las primeras estaban inscritas en la Prefectura y eran conocidas como las “filles soumises”, y debían cumplir con algunas limitaciones en la oferta de sus servicios: un horario que restringía su exhibición apartándolas de la castidad del día, pero también de lo más profundo de la  noche. También observaban restricciones en sus lugares de captación de clientes como los jardines públicos, los pasajes o los alrededores de las iglesias. 

Sin embargo, allí donde no alcanzaba la prostitución tolerada de las filles soumises llegaba la clandestina de las filles insoumises: más audaz y libre, pero también más precaria y vulnerable. En ocasiones se trataba de una prostitución informal y oportunista, una fórmula eventual para escapar de la miseria, o como complemento salarial. Las más habituales se exponían a la represión policial y por eso identificarlas no siempre era tarea sencilla: a menudo vestían ropas de bailes escotadas y cuellos engarzados de abalorios, ofreciéndose a formas de seducción ostentosas y a un ambiguo comercio de la carne. A principios de siglo era frecuente encontrarlas en las calles o en las trastiendas de los mercaderes de vino. A finales del siglo XIX juegan a confundirse con las bailarinas profesionales en las populares salas de baile de Montmartre, auténticas trampas de luz en la noche del París de la Belle Époque

Es en las fiestas nocturnas de los salones de ocio como L’Elysée Montmartre, La Boule Noire, Le Bal de la Reine, el popular Moulin de la Galette o el exclusivo Moulin Rouge, donde al sonido de grandes orquestas se arremolinan los insaciables bailarines. Suenan nuevos y frenéticos ritmos, como la polka y se innovan las formas de baile: a la antigua contradanza del siglo XVIII le suceden la quadrille y el chahut, en las cuales comenzarán aparecer figuras acrobáticas como el “tulipán tormentoso” (tulipe orageuse) en el que las chicas levantaban las faldas girando sobre sí mismas. Bailes, en definitiva, que anticipaban la gran explosión popular del cancán francés. Todas estas desinhibidos bailes no estuvieron exentas de sus contrapesos y controles por parte de las autoridades. Y así, un inspector especial apodado, por los clientes el Padre Pudor velaba porque las bailarinas llevaran bien puestas sus enaguas en el momento de levantar sus piernas de manera espectacular. 

Con el cancán algunos de sus bailarines alcanzaron una fama sin precedentes tan solo a la altura de sus excesivos sobrenombres: Grille d'Égout (Reja de Alcantarilla), Nini Pattes-en-l’air, (Nini Patas al Aire) la Sauterelle (el  Saltamontes), y reinando sobre todos ellos, Jane Avril (de nombre real Jeanne Louise Beaudon)   Valentin le Désossé (Valentín el Deshuesado) y Louise Weber más conocida como “la Goulou”, (La Glotona)  así apodada por su costumbre de subirse a las mesas y beberse las consumiciones de los clientes. Ambos bailarines quedaron inmortalizados en los carteles diseñados por la mano de otro animal nocturno: Henri de Toulouse-Lautrec. 

La Goulou y Valentin le Dessossé por Toulouse Lautrec. 

Nacido en el seno de una familia de la alta aristocracia francesa, Lautrec tomó el partido de la vida bohemia y encabezó el grupo de jóvenes artistas que se sumergió con avidez en el trasiego de la vida moderna y el ocio noctámbulo del París finisecular. Nadie como él habitó la fiebre nocturna de los cabarets y los prostíbulos. Nadie sucumbió como él al infierno de los placeres desmedidos, del alcohol y de las putas. Pero tampoco nadie retrató con una sensibilidad tan falta de prejuicios morales, aquellas vidas a caballo entre el oropel del espectáculo y la marginalidad lumpen.
En el Salon de la rue des Moulins, Toulouse Lautrec, 1894

El final de aquellas frenéticas criaturas hipnotizadas por la luz que poblaron el imaginario artístico y nocturno del París fin-de-siecle fue, con demasiada frecuencia, cruel: muchos de ellos quedaron devastados por la sífilis como el propio Toulouse-Lautrec, pero también Paul Gauguin, Guy de Maupassant, George Seurat, Jules Gouncourt o Charles Baudelaire.

El destino tampoco fue amable con muchas de aquellas mujeres que se entregaron al sacerdocio de los efímeros placeres de la noche. El declive de sus nombres corrió paralelo al de su juventud. En el mejor de los casos, cayeron en un progresivo olvido, pero no todas corrieron esa forma de expiación silenciosa.  Jane Avril acabó casandose con un pintor alemán que dilapidó sus bienes dejándola moir en la pobreza más absoluta.

En cuanto a Louise Weber, su suerte cambió el día que decidió abandonar el Moulin Rouge. Ignoraba, quizá, que era Montmartre y su noche quien había construido su alma, y no ella quien la había dado al lugar. A partir de entonces, se suceden en su vida amores y negocios en declive: intentó producir sus propios espectáculos, abrir salas de baile, incluso probó suerte con la danza del vientre. Pero la fortuna le había abandonado y el alcohol ya tomaba las riendas de su vida.

En, 1929 ya en el lecho de muerte, tras años de penoso trasiego por la vida, la más febril de las polillas aún encontró las fuerzas para inquirir al sacerdote que le estaba administrando la extremaunción: "Padre, ¿usted cree que Dios podrá perdonarme? yo soy la Goulue"


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Esa vida que soñé



En el año 1999 los hermanos Wachowsky estrenaban Matrix, una película que estaba llamada a convertirse en un clásico inmediato de la ciencia ficción. En ella, el héroe protagonista descubría con asombro que aquella vida rutinaria y banal en el que había pasado buena parte de su existencia no era más que un inmenso sueño digital compartido por toda una humanidad adormecida y controlada por las máquinas que gobernaban el mundo al otro lado de nuestra conciencia. 

El éxito de la película fue arrollador y en su momento conoció entre sus innumerables fieles no pocos brotes de paranoia  e ingenuos acercamientos a la vieja y árida rama filosófica de la ontología. 

Porque pese a su estética vanguardista e innovadora, lo cierto es que Matrix hundía sus raíces en una idea que de forma recurrente había sobrevolado el pensamiento filosófico y espiritual a lo largo de la historia: ¿Está hecha nuestra existencia de la misma materia de los sueños?

Dicho de otra forma, dado que mientras soñamos, la viveza e intensidad de nuestras ensoñaciones nos impide cuestionar la veracidad de lo soñado, por absurda que sea. ¿Cómo estamos seguros de que cuanto vivimos despiertos no es sino otra forma más sofisticada de ensueño del que tal vez algún día lleguemos a despertar?

Al fin y al cabo nuestro cerebro, ese centro a partir del cual se construye nuestra imagen del mundo, es una caja cerrada sin contacto directo con la realidad exterior. Todo aquello que percibimos no es más que una reconstrucción de nuestro sistema nervioso que reinterpreta las señales eléctricas que le llegan a través de los sentidos. Pero ¿con qué fidedignidad? y sobre todo ¿quién garantiza que las ventanas de nuestros sentidos están realmente abiertas cuando estamos despiertos? ¿acaso no creemos en la existencia del mundo que soñamos mientras dormimos? 

 La neurología nos aporta una explicación a esa asombrosa credulidad en las horas del sueño. Efectivamente, cuando dormimos nuestra actividad cerebral varía sustancialmente respecto a nuestra vigilia y, como resultado, nuestra conciencia muestra un comportamiento alterado. El análisis de la actividad neuronal durante el sueño mediante electroencefalograma (EEG) muestra una intensa actividad en el sistema límbico subcortical (área encargada de nuestra gestión emocional) y por el contrario una baja actividad en el córtex frontal (ámbito donde residen buena parte de nuestras capacidades para el pensamiento abstracto y la autoconciencia) La forma de los sueños, nuestro comportamiento en ellos, es una consecuencia directa de estas pautas de activación cerebral. Durante los sueños nos dejamos arrastrar irreflexivamente por las desatadas pasiones que nos atropellan. Y lo que es más importante: habitamos los sueños sin cuestionar su sustancia ni su realidad por ilógica que ésta nos resulte. Somos incapaces de caer en cuenta de su condición ilusoria hasta que despertamos. La pregunta consecuente no se hace esperar ¿podría suceder lo mismo cuando estamos despiertos?

Esta pregunta subyacía en el radical método con el que René Descartes (1596-1650) trató de alcanzar una verdad, por mínima que fuera, que pudiera considerarse indubitable. Tal vez inspirado por la falsa conciencia del mundo que nos ofrecen los sueños Descartes puso en cuestión la realidad tal y como se ofrecía a sus sentidos, pero también la lógica con la que lo pensamos. Al final de este largo proceso de descrédito de lo real, Descartes creyó llegar a sostener una máxima de mínimos, el único principio fiable a una conciencia incrédula: Cogito ergo sum. Más allá, de esa idea primordial, todo podía ser considerado ilusión, falsedad, fantasmagoría, en definitiva: sueño. 

A esa misma idea, aunque alcanzada por métodos menos analíticos, acababa también llegando el príncipe cautivo de “La Vida es Sueño”, la célebre obra teatral de Pedro Calderón de la Barca. Prisionero hasta donde alcanza su memoria, Segismundo es engañado y cree que la breve libertad de la que ha disfrutado por un día no ha sido más que un sueño. Como resultado, el protagonista termina dudando de la entera realidad de la existencia humana:
¿Qué es la vida? un frenesí
¿Qué es la vida? una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños sueños son.
Descartes y Calderón, esto es, la filosofía y el drama barrocos, ponían en duda la sustancia de la realidad pero no alcanzaron a cuestionar al sujeto pensante, dueño al fin y al cabo de una existencia soñada. Y sin embargo, casi dos milenios antes, en China, los sabios taoístas, con su sentido circular del cosmos y su concepción fluida del ser, ya nos habían legado una brevísima y delicada parábola, que desde su absoluta sencillez destruye toda oposición entre soñador y soñado, y hace temblar los cimientos de cuanto creemos que somos: 

“Érase una vez, Zhuang Zhou soñó que era una mariposa, una mariposa revoloteando felizmente. No sabía que él era Zhou. De repente, despertó y era palpablemente Zhou. No supo entonces si era Zhou, quien había soñado que era una mariposa, o una mariposa soñando que era Zhou“



“La Parábola del Sueño de la Mariposa” del Zhuangzi (“el libro del maestro Zhuang”, s. IV a.C.) nos sumerge en una dialéctica circular de la que no podemos estar seguros de nuestro estatus ontológico. ¿Qué entidad tiene cuanto soñamos? ¿ y nosotros? ¿acaso somos también  el mero producto de un sueño?. Por extraña que parezca esta idea a los ojos de Occidente a los ojos de los primeros habitantes Australia, la respuesta era clara: sí.

En efecto, en las cosmogonías de los aborígenes australianos (un variado abanico de credos y panteones regionales) el mundo que conocemos, éste que pisamos y tocamos con nuestras manos, fue fundado en una era primordial, conocida como el “Tiempo del Sueño”, un espacio-tiempo mágico habitados por entidades divinas cuyos actos fundacionales dieron origen las reglas que conformaron nuestro mundo. En abierto contraste con la ciencia ficción de Matrix, y de forma aún más sorprendente, en el sistema totémico australiano es el mundo onírico el que gobierna y controla nuestros destinos: nombra y da forma a las cosas, establece las leyes naturales y las conductas consuetudinarios, en definitiva, nos da la vida y el Ser.  


Pero sin duda es en la cosmogonía hinduista donde encontramos el refinamiento último de esta compleja dialéctica entre lo real y lo soñado. El prolijo panteón hindú está presidido por el Trimurti (la tres formas):  Brahma, la divinidad creadora, Vishnu que preserva el universo y Shiva, la potencia destructora. Sin embargo, como sucede en buena parte de las religiones politeístas, la identidad y función de estas divinidades es flexible y cuenta con diversas versiones, que a menudo se resuelven a través de las diferentes personificaciones o avatares con las que los dioses son representados. 

Maha Vishnu es el avatar que encarna el aspecto más grandioso de Vishnu y su verdadero potencial creador. Bajo esta apariencia, el dios se nos muestra acostado y de su sueño yóguico (yoga-nidra) emerge los distintos universos,  mientras sueña todas las actividades de los seres que en ellos habitan. 
 Escultura representando el yoga-nidra de Vishnu. 
Existe, sin embargo, otra versión del mito sostenida por las corrientes vishnuístas que da una vuelta más de tuerca en esta poliédrica jerarquía entre lo real y lo onírico. Según este relato, es Vishnu quien sueña a Brahma, la divinidad creadora, 
quien a su vez crea el cosmos a partir de una emanación de su pensamiento. Para los vishnuístas el universo que habitamos no es siquiera sueño, sino el pensamiento de un ser que a su vez, ha sido soñado.  

A aquella etnia, cultura o individuo que alcanza a vislumbrar dudas semejantes sobre la sustancia real de su existencia, deben antojársele vana y estéril toda ambición y todo orgullo humano. Pues, tomado desde esta perspectiva, cuanto creemos odiar o amar, cuanto poseemos o anhelamos, todo cuanto, en definitiva, somos, no es más que sueño; o peor aún: un sueño dentro de otro sueño. ¿Cabría imaginar desesperanza mayor? 
Esta desazón profunda por un mundo inasible del que nada podemos retener encontró también un espíritu que la soñara.  En 1849, Edgar Allan Poe publicó “A Dream within a Dream”,  el conmovedor lamento ante una existencia evanescente a la que no sabemos cómo aferrarnos: 

¡Toma este beso sobre tu frente!
Y, me despido de ti ahora,
No queda nada por confesar.
No se equivoca quien estima
Que mis días han sido un sueño;
Aún si la esperanza ha volado
En una noche, o en un día,
En una visión, o en ninguna,
¿Es por ello menor la partida?
Todo lo que vemos o imaginamos
Es sólo un sueño dentro de un sueño.

Me paro entre el bramido
De una costa atormentada por las olas,
Y sostengo en mi mano
Granos de la dorada arena.
¡Qué pocos! Sin embargo como se arrastran
Entre mis dedos hacia lo profundo,
Mientras lloro, ¡Mientras lloro!
¡Oh, Dios! ¿No puedo aferrarlos
Con más fuerza?
¡Oh, Dios! ¿No puedo salvar
Uno de la implacable marea?
¿Es todo lo que vemos o imaginamos
Un sueño dentro de un sueño?

"Un sueño dentro de un sueño" 
Edgar Allan Poe, 1849.

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De cenotafios y colmenas

Los apologetas del genio individual se enfrentan a un simpático dilema cuando descubren la cautivadora obra de Monsu Desiderio, quien produjo buena parte de su trabajo en el Nápoles de principios del s. XVII. Lo que resulta desconcertante en este singular autor es que tras su originalísimo estilo, y peculiar sobrenombre no se oculta un artista, sino dos. Dos pintores franceses nacidos en Metz que, tras un largo periplo, acabaron desarrollando su singular talento en el Sur de Italia: François de Nomé y Didier Barra.

La obra de Monsu Desiderio, partía de aquella vieja fascinación por el paisaje urbano del Quatrocento italiano pero se distancia de su imaginario idealizado y luminoso al imprimirle un oscuro y personalísimo sello. Mientras que en las escenas del primer Renacimiento encontramos un espacio guiado, de un modo tan directo como ingenuo, por las estrictas leyes de la perspectiva, en las composiciones de Desiderio hallamos un amontonamiento de arquitecturas que conforman un espacio urbano caprichoso y ensoñado, una suerte de anticipación barroca de los espacios alucinados y límpidos que Giorgio de Chirico idearía a principios del siglo XX.

La imagen onírica viene reforzada por la atmósfera nocturna que envuelve estas escenas. La noche en Desiderio no es la noche plácida que invita al reposo, ni la estrellada que conduce a la inspiración, sino aquella inquietante y tenebrosa que anticipa el apocalipsis. En efecto, buena parte de sus cuadros retratan diferentes escenas de hecatombes legendarias: la caída de la Atlántida, la torre de Babel, Sodoma y Gomorra.  Incluso allí donde el tema no lo precisara la escena parece engullida por telón de fondo que se alza oscuro y amenazante.


Lo fascinante en Desiderio es como traslada el peso narrativo de la escena de la figura humana a la arquitectura. Frente a unos personajes jibarizados que actúan de manera testimonial, el drama se traslada a los muros y columnas de palacios tan magníficos como lúgubres. Desiderio es un maestro en la elocuencia de lo inerte. En este sentido las arquitecturas de sus cuadros parecen doblemente petrificadas, se yerguen ante nosotros como herméticos jeroglíficos, carentes de interior, como si jamás hubieran albergado a los vivos. ¿Acaso a los muertos? tal vez ni eso. De la severidad de las fachadas que anuncia la inminencia de su ruina colegimos el carácter simbólico del cenotafio: un monumento a los difuntos, pero sin difuntos.

 Aunque tal vez nuestra interpretación de la obra Desiderio esté empañada de un sesgo excesivamente romántico. Al fin y al cabo, esos paisajes lúgubres, jalonados de arquitecturas herméticas y fantasmales que se erguían en mitad de una oscuridad opresiva, debieron ser una estampa frecuente, por no decir omnipresente, en el Nápoles de principios del siglo XVII. A la nula iluminación pública, se sumaba una paupérrima iluminación privada, las familias apenas contaban con unas pocas horas de la tenue luz de un hogar, una vela o una lámpara de aceite. El aventurado paseante nocturno no podía contar en absoluto, con que un poco de esa luz hogareña se desparramará más allá de los confines de la casa para orientarle en mitad de la noche. Y no tan sólo por lo exiguo de la luz, sino también porque en aquel entonces pocas ventanas, apenas las de las casas más nobles, y a veces ni eso, contaban con vidrios en sus ventanas. El resto de las viviendas se contentaban con cerrar los vanos con hules, lienzos e incluso papeles impermeabilizados, de tal suerte que al alcanzar la noche, cada edificio se convertía en un recinto hermético e inexpugnable: el efímero panteón de los durmientes.

El vidrio apenas era empleado durante la Edad Media en las grandes vidrieras de las catedrales y en los castillos de los nobles. Como la técnica no permitía la fabricación de grandes paños, los vanos en los muros acostumbraban a ser pequeños y las carpinterías muy tupidas. El material no comenzó a extenderse por Europa, y de forma muy desigual hasta el siglo XVI. Fue en los Países Bajos de este período donde los constructores locales adoptaron de forma extensa grandes ventanales vidriados, conformados por pequeños cuarterones, que acabarían dotando a las casas holandesas de su singular personalidad.

Pieter Janessen Elinga
Durante el día los hogares gozaban de una luminosidad incomparable, que fue  celebrada por los grandes pintores neerlandeses.  Las casas establecieron una nueva relación con el exterior, abriendo vistas al paisaje urbano. 

Pero esta permeabilidad de la mirada se invertía al caer la noche. Tal y como podemos comprobar empíricamente, la transparencia del vidrio sólo se produce desde el lado más oscuro hacia el más iluminado, mientras que en la dirección contraria la transparencia se convierte en reflexión. Por tanto, si los nuevos ventanales vidriados eran capaces de ofrecer una cierta protección de la privacidad a lo largo del día, durante las horas nocturnas invertían el sentido de su transparencia revelando impúdicamente la intimidad de los hogares, transformados en pequeñas escenografías de lo doméstico.

Fue de esta forma como, gracias a la mejora constante de la iluminación doméstica, y la apertura de mayores y más generosos ventanales, aquel perfil lóbrego de la ciudad nocturna, fue paulatinamente perforado por pequeñas celdas de luz que aquí y allá se iban abriendo en mitad de las oscuras masas de piedra. Aquellos volúmenes densos y compactos de la  arquitectura en la noche comenzaron a transformarse en luminosas colmenas:  formas  huecas y permeables, capaces de albergar a los vivos. Y a su vez, aquellos cenotafios mudos e insondables en teatros imprevistos de la intimidad doméstica. En aquellos imprevistos escenarios se perfilaban las siluetas y la vida que palpitaba en el interior de aquellas arquitecturas otrora opacas y silenciosas.

Resulta siempre llamativo, como en ocasiones el goteo leve pero tenaz de gestos inadvertidos y modestos puede a la postre alcanzar la fuerza torrencial que asociamos a los cambios sociales y estéticos más relevantes. Aquella inversión de la mirada nocturna producto de la iluminación y la transparencia introdujo una nueva conciencia de la intimidad en los hogares. Expuestos ahora a la vista de noctámbulos y mirones, los sistemas de protección frente a la mirada intrusa no tardarían en aparecer: cortinajes visillos, contraventanas.

Con todo, esta nueva estampa de la escena doméstica encuadrada e iluminada en mitad de la noche, como una pequeña escenografía de la vida íntima, quedó grabada en el imaginario colectivo como una tentación asequible, una invitación irrenunciable a la curiosidad fisgona, ávida de conocer los inconfesables secretos que se esconden tras la santidad de los hogares que se cerraban sobre sí mismos al caer la noche. Esta querencia chismosa acabaría convirtiéndose en un cliché irrenunciable de los relatos policiales, en el que el juego de pantomimas y sombras chinescas recortadas en la luz se ofrecía como un jugoso recurso para el equívoco y un reto para la mente deductiva, al punto que Hitchcock lo convertiría en el tema central de su célebre película “La Ventana Indiscreta” de 1954.


Cayendo en la misma pulsión fisgona pero con intenciones estéticas y narrativas bien distintas el fotógrafo alemán Michael Wolf abordó su serie fotográfica “Window watching”, en la que el objetivo de su cámara se colaba furtivamente en las celdas luminosas de las tupidas e infinitas colmenas de la densa Hong Kong. Las imágenes de Wolf muestran retazos del alma viva que se esconde tras la jungla de cemento y que tan sólo puede ser revelada observando cada una de las celdas de la inmensa colmena que se iluminan en mitad de la noche. Pero es ese mismo carácter de celda el que imprime a las imágenes ese aroma de aislamiento y hastío que asola a la muda comunidad de los insomnes.




En la serie “Transparent City” realizada en Chicago años más tarde, Wolf aproxima y aleja el objetivo alternativamente para revelar la magnitud de la colmena humana. Frente al imponente escenario de los rascacielos atravesados por millares puntos de luz, uno parece escuchar el verdadero zumbido de la gran urbe americana. Pero este ruido gregario está a su vez formado por precarios episodios individuales que sólo son visibles cuando la colmena se ilumina en mitad de la noche haciendo evidente su consistencia porosa y su alma viva.

Transparent City” también alude a aquel viejo ideal de los padres de la arquitectura moderna que fijaron para las generaciones futuras de arquitectos la imagen de construcciones completamente diáfanas y cristalina, cuya honestidad y transparencia constructiva debía correr en paralelo a la honestidad y transparencia moral de sus moradores, pues su vida privada ya no contenía barrera alguna al ojo público. Fue tal vez Mies van der Rohe, quien de manera más radical dio forma a esa ética y estética de lo transparente. Ya en fecha tan temprana como 1919, idea un rascacielos para la Friedirichstrasse de Berlín, un imponente edificio de líneas expresionistas, semejante a un gélido acantilado cuyas fachadas en vidrio y metal permitían la penetración total de la luz y la visión.




Aquella poderosa imagen, más premonitoria que utópica, se haría realidad cuando Mies van der Rohe inicia su etapa americana, y aquellas arquitecturas transparentes y ensoñadas cobraron la consistencia de lo real.  Una realidad que, sin embargo, Mies se encargó de desmaterializar hasta sus últimas consecuencias: en su célebre casa Farmsworth, la idea de la construcción es reducida a su mínima expresión, apenas tres planos horizontales para definir suelos y techos, y los elementos indispensables para sostenerlos, todo lo demás pura transparencia y pura luz. La colmena se desvanece de puro etérea.

Mies van der Rohe sentó un canon que sería ampliamente replicada por los arquitectos modernos y cuya influencia aún perdura en nuestros días, hasta el punto que esta estética de la arquitectura desmaterializada se asimila indefectiblemente al genuino espíritu moderno. Tal vez por ello la obra de Hugh Ferriss nos resulta tan atractiva como desconcertante. Ferriss, arquitecto de formación, pero dibujante por vocación desarrolló una original obra como delineante y grafista, realizando perspectivas de los grandes rascacielos que se construyeron en Nueva York a principios de siglo, o desplegando poderosas imágenes de utopías arquitectónicas y colosales obras de ingeniería fantástica, en dibujos llenos de dramatismo y sentido escenográfico. Sin construir nada de relevancia los dibujos de Ferriss influyeron enormemente en la forma de concebir la arquitectura de toda una generación de arquitectos. Pero si comparamos sus imágenes con las del rascacielos de Mies para la Friedrichstrasse, percibimos que le anima un espíritu completamente opuesto. Frente a la evanescencia de la colmena miesiana, Ferriss nos devuelve a la grave solidez de los cenotafios de Desiderio, trasladados esta vez a un contexto plenamente moderno.

En efecto, en mitad de una atmósfera dramática y nocturna los rascacielos de Ferriss se yerguen como antaño lo hicieron los palacios de Desiderio, opacos y densos, solemnes y misteriosos.  Las formas, por supuesto, han variado, el paisaje se ha tecnificado, el espacio parece más limpio y ordenado y, sin embargo, sospechamos que el enigma que encierran continúa siendo el mismo. Más allá de su altiva presencia, la noche les delata: también son construcciones vacías, puro signo, en definitiva, cenotafios. O tal vez algo peor: la oscura premonición de una catástrofe que aún está por alcanzarnos.




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Oscuro Objeto de Deseo

Cada arte se define por la suma de sus virtudes y sus conflictos. Ellos son las fuentes de las que emergen tanto su voz expresiva como sus elocuentes silencios. Cada arte nos habla de una faceta de la realidad a la vez que calla sobre otra. Por eso, si interesante es dejarse guiar por la forma particular en que cada arte nos descubre lo real no menos apasionante es conocer la cara que ha quedado oculta a su mirada.
Así, la pintura, se expresa iluminando el instante, pues es el arte que apela a nuestra visión fijando en la tela un presente eterno y luminoso. Cada trazo congela en el lienzo una realidad fugaz, cada pincelada es un bocado de luz que revelará finalmente la escena representada. Por el contrario, tiempo y oscuridad resultan a la pintura cuerpos extraños pues conducen inevitablemente hacia lo  inaprensible y lo inefable
La representación pictórica del mito de Eros y Psique nos ilustra perfectamente este  principio acerca de las cualidades y los límites de la pintura, pues nos plantea una singular paradoja acerca de la visión. De la mano de Apuleyo conocemos la historia de Psique, princesa bellísima que fue raptada por el viento y llevada al palacio encantado de Eros, donde el mismo dios pretendía desposarla. Por la mañana un séquito de presencias invisibles la agasaja con toda clase de obsequios humanos y divinos que han de prepararla para la noche de bodas: sus etéreas criadas le preparan el baño y como transportados por una ligera brisa, llegan a su mesa los platos más exquisitos mientras de los rincones de palacio resuena una dulce melodía de cítara acompañada de un melodioso coro de voces incorpóreas.
Solo al caer el velo de la noche llega a palacio Eros, y como una ciega brisa de dulzura y pasión penetra en el lecho y en la carne de Psique consumando en la más absoluta de las oscuridades el matrimonio entre lo humano y lo divino. Pero antes de que los primeros rayos del sol alumbren su unión el huidizo esposo abandona la estancia.  Es entonces cuando Psique conoce la condición y el precio por disfrutar de tan divinos placeres: es forzoso que sus ojos nunca contemplen el aspecto de su olímpico esposo.

François-Eduard Picot, "Eros y Psique" 1817

Es bien sabido que de la ley nace el drama, pues a cada norma le corresponde su trasgresión y a cada trasgresión su conflicto.
 A fuerza de repetirse, este ritual de ciega pasión se instala en la rutina y en el corazón de Psique hasta embriagarla de amor. Pero este estado de felicidad se verá roto cuando las hermanas de Psique la visitan en su  palacio y asisten entre asombradas y envidiosas el esplendor que por doquier se ofrece. El inquisitivo interrogatorio sobre la identidad de su amante no se hace esperar. Psique resiste pero a la postre se ve forzada a confesar que desconoce el aspecto de su marido. A las envidiosas hermanas no les cuesta sembrar el veneno de la duda en la cabeza de la princesa. ¿Cómo puede saber ella si quien se oculta tras la oscuridad no es el divino amante sino un monstruo infernal?
Hundido el aguijón de la sospecha los días sucesivos se convierten en Psique en un torbellino de emociones, la muchacha aguarda la llegada de la noche consumiéndose en mil y una dudas, batiéndose entre el horror y el deseo, aguardando con anhelo pero también con terror la llegada de su esposo. Hasta que, siguiendo el consejo funesto de sus hermanas, decide resolver el misterio, y pertrechada de una daga y una lámpara de aceite, aguarda a que su amante se haya dormido tras haberla colmado nuevamente de placeres.
Es en este punto donde el pintor decide congelar la imagen que debe rendir cuenta de toda la historia: cuando Psique, daga en mano levanta la lámpara sobre el cuerpo dormido de Eros descubriendo aliviada la angelical estampa de su esposo. Un instante más tarde una gota de aceite hirviendo caerá sobre Eros, quien al despertar sobresaltado descubrirá la traición de Psique. La tragedia se ha desencadenado.
"Eros y Psique" Joshua Reynolds,1789
El instante tradicionalmente escogido por la representación pictórica de este célebre relato parece sin duda pertinente desde la vocación natural la pintura: iluminar un instante congelado. Dicha escena nos conduce a interpretar el mito como un relato moral sobre los peligros y límites de la curiosidad humana.
Pero leída fuera de los límites de la expresión pictórica, interpretándola al abrigo de la oscuridad, el cénit de la historia se desplaza hacia otro instante: aquel que precede a la revelación luminosa, cuando la noche cerrada es el oscuro telón de una espera que oscila entre el miedo y el deseo.
Mientras la noche perdura, la imagen del ángel y de la bestia se solapan y confunden en la imaginación de Psique; la espera agranda su impaciencia, la oscuridad su incertidumbre. Con la razón turbada por una imaginación que corre desbocada, para cuando el dios accede al lecho, Psique es ya puro instinto a merced del dios: mientras su sexo es penetrado al unísono por el terror y el deseo la joven accede a las corrientes más profundas del inconsciente, allí donde el nuestras emociones se confunden y muestran insospechados lazos de sangre.
Pues al contrario de lo que cabría esperarse de su naturaleza polar, miedo y deseo son dos instintos que lejos de anularse, se amplifican mutuamente subrayando así la esencia paradójica del alma humana: el hombre desea tanto el temor como teme al deseo.
El miedo es el rumor de fondo del deseo.  El goce nunca es completo si tras él no resuena el murmullo del peligro. El desafío transgresor del libertino descansa sobre la amenaza del castigo, pues solo el riesgo a la caída eleva el valor del placer que se consuma.
De igual forma el miedo posee un singular e innegable atractivo que nos conmueve profundamente. Nos hostiga como un seductor al que no queremos, sin embargo, perder de vista. Tal vez por eso, llegamos a añorar en su ausencia y nos sorprendemos en ocasiones regresando como niños curiosos hasta la comisura del peligro, tan sólo para sentir de nuevo el sensual estremecimiento del temor.
La sintonía de sendas pulsiones es la consecuencia inevitable de su común parentesco: ambas tienen su origen en la incertidumbre, ambas se alimentan de la sombra y encuentran su refugio en la noche. Son dos corrientes que rigen desde la oscuridad el curso del alma humana y que nada pueden esperar de las certezas que nos ofrece la claridad del día.
La pasión amorosa iluminada por una luz mundana deviene rutina doméstica o satisfacción pornográfica. Eros, en cambio, gusta de lo oculto y lo misterioso, es un apetito que se alimenta de nuestras expectativas en la misma medida que  mengua con nuestras certezas. Nos gobierna valiéndose de medias verdades que se completan con las ávidas imágenes que pueblan nuestra fantasía.
Frente al anhelo erótico, la angustia fóbica se ofrece como su reflejo negativo. Todo terror se alimenta de nuestras incertidumbres de la misma forma que cede ante la evidencia luminosa: bien se desvanece, bien se transforma en un peligro real. El miedo obedece a una tensión todavía irresuelta: una anticipación del mal, un espectro que acecha, un presagio fatídico, que nos atenaza y nos consume.
 Por eso, la revelación luminosa hace posible la pintura al precio de destruir el conflicto. La tensión dramática que descansaba en la alternancia y superposición del deseo y el terror se desvanece con el avance de la luz.
 Ante la mirada de Psique, que es la del pintor, Eros deviene ángel, bellísimo, sí, pero despojado de secretos, tal vez un objeto de su amor pero ya no de su deseo. Bajo la lámpara de Psique, Eros deja de ser erótico.
"Eros y Psique" Rubens - Jacopo Zucchi

De esta forma,  el mito narrado por el poeta “el Asno de Oro” en el siglo II, a pesar de ser frecuentemente representado por numerosos pintores y escultores permanecería como un desafío insuperable en el espacio de las artes visuales: ¿cómo comunicar una emoción que solo nos es posible conocer a ciegas? ¿Cómo mostrar a Eros sin arruinar su misterio?

No sería hasta el siglo XX, cuando, gracias a los nuevos horizontes abiertos en el campo de la representación y la concepción plástica que ofrecían las vanguardias, el célebre artista alemán Max Ernst resolvería, acaso sin proponérselo, la aporía planteada por Apuleyo casi dos milenios antes. 


 La solución al problema vendría  de la mano de una serie de collages surrealistas que Ernst produjo para la realización de varias novelas en imágenes entre las que destaca "Una semana de Bondad" de 1934. En estas obras Ernst lleva a cabo una interesante evolución en la técnica del collage que había definido su anterior etapa dadá. Si sus collages dadaístas se caracterizaron por la reunión dy confrontación de fragmentos dispersos en un espacio pictórico compartido, en sus collages surrealistas nos encontramos con leves alteraciones de imágenes de antemano completas, en su mayoría grabados extraídos de revistas de folletín decimonónicas, donde se recogían triviales historias de romances desenfrenados, honras perdidas y ajustes de cuentas. 
Estos folletines ofrecían en sus ilustraciones un amplio catálogo de las conductas humanas más irrefenables siendo material propicio para producir imágenes turbadoras, pues bastaba con alterar las reglas del universo lógico en que estas estaban insertas. Y en eso Max Ernst resultó ser todo un maestro.
Fue así como la mirada onírica que el surrealismo proponía sobre la vida resolvió las contradicciones que anidaban en el arte, pues solo desde esta óptica alucinada podemos contemplar lo misterioso sin disolverlo o habitar en la paradoja sin tener que resolverla. En el universo ensoñado de Ernst los contrarios se funden sin resistencia ni extrañeza. 
Es entonces cuando comprendemos que solo en el tenue espacio que media entre el sueño y la pesadilla Psique puede contemplar a su amante sin romper la íntima alianza entre el terror y el deseo. Bajo la perturbadora luz surrealista Eros es ángel sin dejar de ser monstruo.

Max Ernst "Una Semana de Bondad" (1934)