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Amores que matan

En el singular panteón que compone nuestro sistema solar, tan sólo dos planetas son encarnados por divinidades femeninas: la Luna y Venus; esta relación fue seguramente establecida gracias a que sus ciclos orbitales coincidían con los propios de la mujer. Como es bien sabido los ritmos lunares se acompasan oportunamente con los de la menstruación femenina. El caso de Venus la relación no es tan inmediata pero sí evidente. Pues, pese a que Venus completa su orbita alrededor del sol en 224 días, los propios movimientos orbitales de la Tierra retrasan la percepción del ciclo venusino, de forma que parece prolongarse hasta los 260 días bien sea como estrella de la mañana o de la noche. Un lapso de tiempo que coincide, en buena medida, con la duración de un embarazo.


     Tal vez fuera por su supuesta condición femenina, tal vez porque ambas eran diosas inspiradoras del amor y de la belleza, lo cierto es que tanto poetas como astrónomos figuraron que sus superficies planetarias estaban cubiertas por paisajes suntuosos y delicados, acordes a su pedigrí divino, cuando lo cierto es que ambos planetas albergaban un paisaje de desoladora devastación. 

     Así, mientras los astrónomos creyeron ver procelosos mares sobre la superficie lunar, los astronautas recogieron muestras rocosas, de una sequedad que sobrepasaba la de cualquier material de existente sobre la superficie de la tierra.

     En el caso de Venus, el equívoco sobre la naturaleza del planeta fue incluso mayor. A grandes rasgos Venus es un planeta bastante similar a la Tierra, es el más próximo a nosotros y tiene dimensiones parejas, lo que lo situaba en una excelente posición como candidato a albergar vida extraterrestre. Además en 1871, el astrónomo y poeta ruso Mijail Lomonosov descubrió que su superficie estaba recubierta por un manto de nubes que impedía contemplar la superficie del planeta. Dicho manto es el responsable además de que la luz del sol se refleje con tanta intensidad (hasta un 80%) produciendo el deslumbrante efecto con el que Venus aparece en nuestro firmamento.

     A partir de ese descubrimiento la fantasía sobre el planeta de la diosa del amor se precipitó en una concatenación de conclusiones erróneas: aquel superestrato nebuloso que ocultaba la superficie del planeta era "posiblemente" una densa capa de vapor de agua. Dicho vapor debía proceder "razonablemente" de extensas lagunas que "seguramente" cubrían casi toda la superficie venusina. El agua es un elemento primordial en el nacimiento de la vida, cosa que era "probable" en un planeta de características tan similares a las de la Tierra, así que era "plausible"  pensar que Venus fuera un vergel "hipotéticamente" habitado por las más exóticas especies animales y vegetales. De esta forma allí donde nuestra mirada no pudo posarse lo hizo, como acostumbra a suceder, nuestra prolija imaginación, y de un opaco manto de nubes acabamos figurando un Edén extraterrestre.

     Nada más lejos de la realidad, pocos planetas reúnen condiciones tan adversas para albergar la vida. Tal vez antaño Venus poseyera océanos en su superficie, pero éstos se evaporaron hace mucho tiempo. El vapor de agua combinado con los gases emanados de las erupciones volcánicas rodearon al planeta produciendo un progresivo e imparable efecto invernadero:  pues permitían que los rayos del Sol calentaran la superficie de la tierra a la vez que impedían que el calor escapase. Mientras, el Sol descomponía en la estratosfera el vapor de agua en sus componentes, y cuando el hidrógeno escapó de la atmósfera el oxígeno se recombinó con los otros gases hasta producir anhídrido carbónico, el más eficaz y tóxico de los gases invernadero, acelerando e intensificando el proceso de calentamiento.

     Los primeros estudios sobre el espectro electromagnético de Venus hacia 1920 y las exploraciones radiotelescópicas hacia 1956 comenzaron a revelar su árida realidad. La constatación definitiva llegaría con el envío de las expediciones espaciales soviéticas Venera que entre 1961 y 1983 fueron lanzadas a Venus. Aquellas naves no tripuladas apenas resistieron operativas una hora a las terribles condiciones que les impuso el planeta: con una temperatura en superficie de 480º y una presión atmosférica 90 veces superior a la de la Tierra, aquellas primeras sondas espaciales quedaron fritas en cuestión de minutos. El planeta del amor descubrió ser en realidad una fatídica trampa mortal.
Una de las escasas imágenes de la superficie de Venus tomada por la sonda Venera en 1980

 Sin embargo, por esta vez no se podía acusar a la mitología de haber inducido al engaño, pues en cualquiera de sus muchas tradiciones la divinidad que encarnó el planeta Venus (fuera Inanna, Ishtar, Astarté, Afrodita o su epónima Venus) representó a la diosa del amor, pero también a la de la Muerte en Vida. Por decirlo de otra forma, tras la seductora imagen de aquella divinidad del placer carnal y del amor se escondía una auténtica femme fatale: pues  gracias a su irresistible belleza y encanto, conducía a sus ingenuos amantes hacia un fatal destino. Venus en cualquiera de sus encarnaciones mitológicas no sólo es presentada como  una mujer enamoradiza y lujuriosa, sino también veleidosa, egoísta y cruel. No es extraño, por tanto, que cualquiera de sus escarceos amorosos supongan la segura ruina de sus pretendientes. Así se advierte en la epopeya de Gilgamesh, cuando el heroico rey de Uruk elude los requiebros de Ishtar y la rechaza en estos términos:

¿a cuál de tus esposos has amado para siempre?
¿quién pudo satisfacer tus insaciables deseos?
Deja que te recuerde cuántos sufrieron,
cómo todos ellos encontraron un amargo final. 
Recuerda qué le sucedió a aquel hermoso joven, Tammuz:
lo amaste cuando ambos erais jóvenes; 
luego mudaste de parecer y lo enviaste al inframundo,
y le condenaste a ser llorado un año tras otro.

En la mitología mesopotámica, Tammuz/Dumuzi, representa la figura de un dios-pastor, señor de las cosechas, quien cometió el craso error de ser el consorte de Ishtar. Sin embargo, su unión es tan cruenta como necesaria, o mejor dicho, necesariamente cruenta, pues el amor fecundo de Ishtar garantiza la fertilización de las cosechas siempre y cuando éstas se renueven constantemente por medio del ciclo sin fin de la vida y la muerte. 

La justificación mítica que los mesopotámicos hicieron de los  ciclos estacionales en la naturaleza, nos ha llegado a través celebre relato de "Ishtar en los infiernos". Cuenta el mito que Ishtar decidió en cierta ocasión bajar a los infiernos a visitar a su detestable hermana Ereshkigal, señora del inframundo. Ésta le tiende una trampa en la que Ishtar despojada de sus atributos, de su fuerza y poder, es apresada, vejada, y reducida a un despojo cadavérico. Aunque no por mucho tiempo, pues el astuto dios Enki se las ingenia para devolverle la vida. Sin embargo,el infierno es un espacio que se rige por leyes que ni los mismos dioses pueden dejar de observar: si la diosa desea salir del inframundo debe encontrar un chivo expiatorio que la sustituya. E Ishtar, implacable diosa del amor, condena a su amante, Dumuzi. Cuando los demonios acuden apresarlo Dumuzi escapa y se esconde en casa de su hermana, Gestinanna. Sin embargo los demonios no tardan en seguirle la pista, es entonces cuando Gestinanna, en un generoso acto de amor fraternal, se ofrece para compartir la injusta penitencia de su hermano, de tal suerte que Dumuzi, dios de la cosecha, tan sólo deberá permanecer en adelante la mitad del año en el inframundo, para emerger exuberante la otra mitad.

El mito de Ishtar y Tammuz conoció infinidad de versiones y traducciones en las mitologías de Oriente Próximo antes de extenderse a Occidente. De hecho, los ecos de aquel infortunado romance resuenan en la tradición grecorromana a través de los idilios de Afrodita. Quienes tienen a Afrodita por la amable diosa del amor hacen mal en ignorar su sustrato mito-poético primordial: de una forma  u otra, Afrodita traía la destrucción del rey sagrado que copulara con ella pues sólo su muerte garantizaba el recomienzo del ciclo de la vida. 

 Amar al amor, desear a la misma Afrodita, tiene ese funesto precio: la muerte. Pues el amor, es el germen de la vida y ésta tan solo puede afirmarse sobreponiéndose a la muerte. El amado debe morir para poder renacer en el amor, y de idéntica forma opera la naturaleza cuando renueva su aspecto sin fin a través de la eterna rueda del nacimiento y la muerte. Un fenómeno circular que esplende en la superficie, y se marchita en el subsuello, antes de renacer de nuevo y poner de nuevo en marcha el ciclo eterno.  No de otra cosa nos habla el célebre idilio entre Afrodita y Adonis. 

Adonis es un hermoso pastor (arquetipo equivalente al del dios-vegetal) amado y disputado por dos diosas de signo opuesto y complementario: Afrodita y Perséfone. Sobre la faz de la Tierra Adonis vive en un idilio perpetuo con la diosa del amor, pero todos los desvelos de Afrodita por protegerle serán vanos, nada podrá evitar su muerte, tan inexorable como necesaria. Según el mito, Adonis herido de muerte por un jabalí regresa a los dominios de Perséfone. Tras numerosos litigios entre ambas diosas, Zeus resuelve que Adonis permanezca la mitad del año en brazos de Afrodita y la otra mitad bajo tierra, con Perséfone.

Como divinidad que representaba la Muerte en Vida, Afrodita recibió numerosos epítetos que contrastaban con su carácter afable de diosa del amor: en Atenas se la conocía como la Mayor de las Parcas y hermana de las Erinias, también era conocida como Melenis ("la oscura") o Escotia ("la Negra") o más evidentes aún, Andrófona ("asesina de hombres") o Epitimbria ("la de las tumbas").

Sin embargo, a partir del Renacimiento, el arte Occidental construyó un imaginario entorno a la diosa que, centrado en su dimensión más amable, olvidaba por el contrario su lado oscuro y violento. Venus emerge bella y luminosa de las aguas de la mano de Botticelli, de Cabanel o de Bouguerau, yace lánguida como silente objeto de contemplación en Giorgione o en Velázquez, o se acicala ausente con Tiziano, Chasseriau y Godward. En todas ellas Venus se  ofrece misteriosa y discreta, distante y coqueta. Por lo general, la Venus postrenacentista se representa más casta que lúbrica, más exhibicionista que incitante, más Artemisa que Afrodita, y de esta suerte se desvanece cualquier advertencia de peligro sobre la oscura amenaza que subyace en tan complaciente belleza.

"El nacimiento de Venus"- Boticelli- Bouguerau
"Venus durmiente" Giorgione- "Venus del espejo" Velázquez
"Venus Anadiómena" Tiziano y Chasseriau- "Venus recogiéndose el cabello" Godward
Sin embargo, a finales del siglo XIX, un escritor austríaco de origen, gustos y perversiones  aristocráticas llamado Leopold von Sacher-Masoch, supo entrever en otra célebre "Venus del espejo" de Tiziano un atisbo de su sádica naturaleza primigenia. Aquella Venus vanidosa,  que dejaba caer graciosamente su mantón de armiño, inspiraría a Sacher-Masoch el título de su célebre novela de la misma forma que sus vivencias personales inspirarían su contenido. Pues a grandes rasgos "la Venus de las pieles" es una transcripción, levemente adaptada, de su peculiar romance con la escritora Fanny Pistor: una peculiar relación ama-esclavo en la que Sacher-Masoch aceptó pasar por su lacayo, pública e íntimamente, a lo largo de un Grand-Tour sexual por Venecia.


En un momento de la novela, Severin von Kumsiemski, alter ego de Sacher-Masoch, confiesa a su ama equivalente, Wanda von Dunajew “El dolor posee para mí un encanto raro, nada enciende más mi pasión que la tiranía, la crueldad y, sobre todo, la infidelidad de una mujer hermosa”. De esta forma, la novela transcurre entre extremadas pasiones y humillantes postraciones, besos encendidos y azotes de fusta, conmovedora belleza, refinados fetiches, caricias y vejaciones a partes iguales. La vivacidad con que Sacher-Masoch dibujó tan ilustrativa antología de la perversión lúbrica, le valió, a su pesar, una fama escandalosa y el extraño honor de dar nombre a una conocida parafilia sexual: el masoquismo, descrita y bautizada por vez primera en el tratado "Psicopatía sexual" del doctor Krafft-Ebing de 1886.



Sin embargo, no debemos descuidar que tras este singular libertino se ocultaba un aristócrata de refinada formación clásica. Sin duda, Sacher-Masoch no olvidaba que en origen Venus era la diosa que guiaba al hombre hacia su autoconocimiento a través del doble misterio de la carne: por la vía del placer y pero también del dolor. Ambas pulsiones son puertas que conectan nuestra piel con nuestro yo profundo, vías de intimación que lejos de oponerse se amplifican por medio de veladas resonancias. 



La verdadera Venus, la seductora e implacable, nos enseña que amar y sufrir son una misma cosa, que el hombre sólo se somete por la fuerza del dolor y del deseo y que todo anhelo de lo bello conlleva su penitencia. En pleno paroxismo amoroso Severin, al igual que en vida hizo Sacher-Masoch, firma un contrato que le deja a merced de su íntima y despiadada diosa; dicho contrato contiene un anexo final: una nota de suicidio autografiada. Como genuino amante de Venus, Severin descubre que tan sólo alcanzará la plenitud si accede a su destrucción, si renuncia completamente a sí mismo. A cambio, se llevará dos valiosas lecciones: primera, que no existe delicadeza más engañosa que la del encanto femenino y segundo, que el amor, tomado en dosis convenientes, mata.