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Lasciva y marcial


    
   La posición de nuestra querida Tierra en la 3º órbita del sistema solar, divide bajo nuestro punto de vista a los restantes planetas en dos grupos: aquellos que se ofrecen a nuestra visión desde nuestro hemisferio nocturno (Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Plutón) y los que lo hacen desde nuestro hemisferio diurno (Mercurio y Venus).

   Sin embargo, nuestro Sol, tan diligente a la hora de iluminar la superficie terrestre se convierte en un serio inconveniente a la hora de observar los cuerpos celestes, ya que, a su manera, es un agente de contaminación lumínica de primer orden. Los planetas diurnos son ocultados por el brillo cegador de la luz solar y tan solo cuando la intensidad de nuestro astro declina pueden lucir y ser observados por unas horas en nuestro firmamento. De esta forma Mercurio y Venus pueden emerger radiantes en el horizonte cuando el Sol todavía no ha despuntado, pero a medida que nuestro astro se eleva se desvanecen en el fulgor diurno para finalmente reaparecer con la llegada del crepúsculo haciendo prevalecer de nuevo su brillo.
Orbita de Venus y visibilidad desde la tierra.- PM y UM primera y última aparición de Venus como estrella matutina. UT  Y PT primera y última aparición de Venus como estrella vespertina

     Esta manifestación desdoblada entre la aurora y el crepúsculo confundió con frecuencia a los antiguos astrónomos. Venus, que debido a su especial brillo e intensidad, destacó desde edad muy temprana en las observaciones astrales y sus mitos asociados, fue a menudo considerada como dos estrellas diferentes.  Los chinos, al menos, apañaron un matrimonio, entre la estrella matutina y la vespertina. Venus representaba la unión entre los dos géneros el matinal-masculino del esposo Tai-po y el del crepuscular-femenino de su esposa Nu-Chien. 

     Los egipcios llamaron Sebatuaty a la estrella vespertina y Pencherduau (casa del dios de la mañana) al lucero matutino aunque también fue conocido como Bennu Osiris, el ave Fenix egipcio que anuncia el renacimiento solar, y representado bajo el aspecto de una garza real. Bajo esta forma puede apreciarse en una esquina del magnifico techo astronómico que cubre la tumba del arquitecto egipcio Senenmenut hacia el siglo XV antes de Cristo. 
Techo astronómico de la tumba de Senenmenut

     Tampoco griegos y romanos escaparon al equívoco. Los griegos llamaron al lucero que anuncia la noche Hesperus y al que presido los primeros rayos del alba Phosphoros. Si Hesperus (Vesper en los romanos) era una estrella que presagiaba las inciertas horas de la noche, Phosphoros traía consigo la bendición de un nuevo día. Por ese motivo la llamaron Lucifer ("portador de la luz") nombre con el que paradójicamente el cristianismo acabaría refiriendo al mismísimo príncipe de las Tinieblas debido a un equívoco interpretativo de un Salmo del profeta Isaías.

     En cambio, los sabios astrónomos mesopotámicos ya habían intuido en aquella apariencia dual la personalidad bipolar de una única diosa: los sumerios la llamaron Inanna y los semitas, Ishtar. Ambas fueron el producto de una síntesis de divinidades femeninas de procedencia diversa y en ocasiones opuesta;de hecho, con el paso del tiempo la personalidad compleja y voraz de Inanna fue absorviendo atribuciones y cualidades de otras divinidades menores, hasta el punto en que Inanna/Ishtar acabó representando de una forma genérica a lo femenino en lo sagrado. En origen, Inanna debió proceder de alguna antigua diosa del almacén comunal y había heredado a su vez el puesto celeste de Delebat, diosa del planeta Venus. Pero ante todo Inanna/Ishtar se distinguió principalmente por encarnar una polaridad simbólica radical: ser a un tiempo la cruel diosa de la guerra y del amor voluptuoso.

     Sin embargo, Ishtar no agota el espectro del simbolismo femenino. Pues ella no es una diosa ni protectora ni maternal. El papel fecundante que se presumiría de su condición femenina y voluptuosa lo desempeña  más bien, su compañero sentimental el dios pastor Dumuzi (o Tammuz en sumerio),  arquetipo del dios-rey de la vegetación cuyo cíclico sacrificio permite la renovación del ciclo natural y la abundancia de las cosechas.

     El ámbito de dominio de la diosa refiere más bien a la esfera de poder y a sus dos principales instrumentos: el sexo y la violencia. En la antigua Mesopotamia, donde las ciudades eran los bastiones de la civilización frente al barbarismo nómada, sexo y violencia se rebelan como las dos herramientas más eficaces para extender el dominio de la civilización a través de la carne: la violencia doblega, el sexo domestica.  Es así como en el célebre poema mesopotámico,  Gilgamesh logra domeñar al salvaje Enkidu, para convertirlo en su fiel amigo. Enkidu es un gigante silvestre enviado por los dioses para castigar el caracter disoluto y prepotente de Gilgamesh. Si el rey de Uruk quiere vencerle primero debe apartarlo de su medio salvaje que representa su fuerza y su refugio. Así Gilgamesh le envía un regalo envenenado del mundo civilizado: una prostituta del templo de Ishtar para que se doblegue a sus encantos. Tras yacer con ella siete días y siete noches, Enkidu ha perdido el vínculo virginal que le mantenía ligado a la naturaleza, y descubre que los animales con los que hasta entonces le tenían por uno de los suyos, se apartan ahora espantados. El sexo ha civilizado a Enkidu.

     Como vemos, en los templos de Ishtar el sacerdocio era desempeñado por hieródulas, prostitutas sagradas, que instruían a los jóvenes en los saberes que se transmiten a través de la piel. Su prestigio era equiparable o superior al de las patricias casadas y su estatus estaba amparado por el código de Hammurabi. 

Con todo el sacramento de la prostitución, no era exclusivo de las sacerdotisas, pues la hierodulía  era la forma ritual en que las muchachas vírgenes de Babilonia se iniciaban en el sexo. Según cuenta Herodoto en el s. V,  las jóvenes babilónicas acudían al templo de Ishtar para rendirle su tributo de sexo. Se disponían formando rectos pasillos que los hombres recorrían para escoger. Ni el precio ni el cliente podían ser rechazados, pues se trataba de un sagrado sacramento, las mujeres debían acostarse con el primer hombre que pagara un precio por sus sagrados servicios. CUmplido el rito podían retirarse a sus hogares, entonces ya ningún oro podría pagar el precio de sus cuerpos. Las jóvenes más bellas consumaban pronto su servicio, mientras que las menos agraciadas podían llegar a permanecer años en el templo. 
     Con el tiempo, la diosa Ishtar fue extendiendo su dominio en otras culturas: fue la Astarté fenicia, la Astoret israelita, la Astar abisinia, la Attar ugarítica y la Hathor egipcia. Y en todas ellas se replicaba esa personalidad a un tiempo seductora y cruel, amorosa y despiadada, cautivadora y brutal, hechicera, sanguinaria, lujuriosa, atroz...

     Grecia no recibió de forma tan directa el influjo de la potente cultura Mesopotomica. Aunque a menudo sus divinidades replicaron algunos arquetipos comunes a las religiones politeístas, en su desarrollo mítico el panteón heleno conservó su singular originalidad. 

En el caso griego el desdoblamiento del planeta Venus en dos entidades celestes diferentes (Hesperus y Phosphoros) se repitió en el caso de la personalidad bipolar de Ishtar. De esta forma, la Afrodita griega, tan sólo acogió las atribuciones de una diosa del amor sensual y olvidó en cambio sus atribuciones guerreras. Al igual que Ishtar, Afrodita no encarna la fecundidad sino el impulso sensual que la hace posible, y por eso también en los templos de la diosa griega se practicaba la hierodulía.

En cambio, la faceta guerrera de la Ishtar mesopotámica, no está presente en Afrodita; la  dimensión cruenta de la diosa babilonia parece, en cambio, ajustarse como un guante a la personalidad de otra divinidad helénica: Atenea, diosa guerrera y patrona de los ejércitos. Su fogosidad belicosa parece, curiosamente, haber apagado la de su sexo pues, pese a su belleza y a su carácter intrépido, Atenea es una diosa virgen. 

     Roma repetiría el esquema griego, y Afrodita rebautizada como Venus acabaría legándonos un nombre y un lugar destacado en nuestro firmamento. Por el contrario, en la escisión de Ishtar, Atenea-Minerva saldría malparada, pues, a pesar de su importancia, se vio despojada de un merecido lugar en el esquema planetario.

Venus y Minerva
 Minerva no tardaría, sin embargo, en tomarse la revancha. El paradigma femenino que encarnaba,  mezcla de áscesis guerrera y pudor doméstico, iba a encontrar un fácil acomodo en el imaginario de una nueva religión que a fuerza de perseverancia, lucha y sacrificio iba ganando terreno en el Imperio Romano: el cristianismo.  

     El ideal ascético y espiritual de los cristianos repudió sin dilación a la diosa del amor sensual y quedó en cambio seducido por el carácter doméstico a la par que guerrero de Minerva. Así, en un contexto en el que las misiones evangélicas se mezclaban con las misiones militares, la belicosa virgen pagana influyó en la inocente virgen cristiana. La cándida María se transformó en no pocas ocasiones en patrona de ejércitos, en valedora de las más infames carnicerías perpetradas en su nombre y en el de su Hijo. Al verla, todavía hoy, desempeñar el siniestro papel de patrona castrense, a uno le da por pensar que, tal vez, de haberle pedido opinión, aquella humilde muchacha de Nazaret hubiera escogido ser patrona de las rameras.

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La noche que fue primera


"Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios:
"que exista la luz" Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas. A la luz la llamó día y a las tinieblas, noche."
[Génesis]




Existió una noche primera y primordial, una noche anterior a nuestra noche, la del firmamento estrellado, la que muere ahogada en el día, la de las horas contadas. Es la noche que antecede al mundo, al cosmos ordenado y al tiempo que transcurre. De una forma u otra, todas las cosmogonías antiguas trataron de describir ese escenario germinal del que habría de surgir todo. Los griegos lo llamaron Caos, y el imaginario moderno llevado por la tardía descripción de Ovidio, lo supuso como una amalgama tumultuosa, un movimiento continuo y desordenado de la materia del que no era posible discernir forma alguna:


                  Antes del mar, de la tierra y del cielo que lo cubre todo,

la naturaleza ofrecía un solo aspecto en el orbe entero, 
al que llamaron Caos: una masa tosca y desordenada,
que no era más que un peso inerte y gérmenes discordantes,
amontonados juntos, de cosas no bien unidas.[...]
Y aunque allí había tierra, mar y aire, 
inestable era la tierra, innavegable era el mar
y sin luz estaba el aire: nada conservaba su forma,
cada uno se oponía a los otros, porque en un solo cuerpo
lo frío luchaba con lo caliente, lo húmedo con lo seco,
lo blando con lo duro y lo pesado con lo ligero. 
                                                                          Las Metamorfosis

Pero lo cierto es que en la mayor parte de las tradiciones cosmogónicas ese Caos originario responde más bien a una imagen de serena y oscura quietud.  Es el espacio de lo inexistente, de lo que todavía es pura potencia, una posibilidad de existir a la que falta el impulso germinal de un Ser Creador. La etimología griega de Caos ( Χάος  "hendidura" "espacio que se abre) apunta hacia la imagen de un abismo, un vacío sin final, ni limites, sin duda una potente imagen del vértigo de lo indeterminado.


Otros relatos cosmogónicos recogen también este escenario abisal, pero ya no se trata de la ubicua imagen del vacío sino ese agujero sin límite, se halla colmado por el vasto océano de las aguas primordiales. La imagen acuática no es en absoluto ociosa pues las aguas "simbolizan la totalidad de las virtualidades" y en su unidad no fragmentada se dan todas las posibilidades de forma sin necesidad de llegar a definir forma alguna. Las aguas simbolizan la sustancia primordial de la que nacen todas las formas y a la que finalmente han de volver, son principio y final del cosmos.

La cosmología sumeria nos sitúa en ese preciso escenario, que no era otro que el paisaje que vio nacer a su civilización: las cenagosas marismas que cubrían la desembocadura del Tigris y el Éufrates, en el Sur de Iraq, hace más de 5000 años. Los sumerios lo encarnaron en el cuerpo de una Diosa, Nammu, que en un acto de autoprocreación daría origen al cielo (personificado en el dios An) y a la tierra (el dios Ki). Durante el período babilónico la tradición cosmogónica sumeria se desarrollaría de forma distinta pero partiendo de elementos semejantes: el papel de Nammu sería ejercido por dos monstruos acuáticos con aspecto de serpiente (Apsu, las aguas dulces y estancadas) y Tiamat (las aguas saladas) cuyo entrelazamiento daría origen a los dioses y a la creación.


Hebreos, egipcios y mayas repiten con una similitud asombrosa la cosmogonía acuática, pero en ellos las aguas primordiales son un principio pasivo e inconsciente, que contiene potencialmente el cosmos pero es incapaz de desarrollarlo por sí mismo sino que necesita del impulso exógeno de un Ser Creador. En el Génesis, el espíritu divino sobrevuela esas aguas primordiales, aunque nada se nos dice de su propio origen que se presupone eterno. En las cosmologías egipcia y maya, en cambio,  las aguas anteceden a la propia divinidad. Así, por ejemplo, en la historia de la creación elaborada en Heliópolis, Ra, el dios solar, emerge de las aguas primordiales (Nun) creándose a sí mismo haciéndose autoconsciente. El Popol Wuj, tal vez el mejor testimonio de las tradiciones mitológicas mesoamericanas, describe este estadio primigenio de la siguiente manera: 


"No se manifestaba la faz de la tierra. Solo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión. 

No había nada que estuviera de pie; solo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia. Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche. Solo el Creador, el Formador, Tepes, la soberana Serpiente Emplumada, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad"


Lo cierto es que la explicación del origen del cosmos situaba al narrador mitológico ante un reto lingüístico e imaginativo mayúsculo: la paradoja de describir de forma plástica y convincente aquello que por definición no tiene existencia, el estado de las cosas antes de que éstas hubieran surgido. Lo Increado se sitúa en un desconcertante limbo entre la Nada y el Ser: no es parte del Cosmos pero constituye su sustrato, carece de modo y de forma pero virtualmente las contiene todas, es la materia prima de todo lo existente pero se sitúa en un plano anterior a la existencia, es lo que todavía no es.  


Lo abisal, lo acuático, lo silencioso y lo nocturno, serán las herramientas simbólicas a través de las cuales dar expresión a lo inefable; pues en estos valores concurren las principales cualidades de la indeterminación: en el abismo sin fin no existe ni límite ni punto de fuga, no está fijada, por tanto, ninguna coordenada espacial. Lo fluido elude la forma a la vez que las contiene todas, las aguas expresan un estadio de indeterminación formal sin negar su potencia germinal. El silencio niega toda existencia, pues solo lo que existe puede ser nombrado. La oscuridad impide la manifestación del Ser, la luminosa epifanía de la existencia.


Éste era el aspecto de la Noche de los Tiempos, un escenario carente de cualidades, de dimensión física y temporal. La Creación pone fin a la cadena de indeterminaciones: Primero emerge la divinidad primigenia que inicia la Creación rompiendo el silencio y nombrando a las cosas para que éstas  existan.  Al ser fijado su nombre las formas emergen de entre las aguas abisales que las contenían virtualmente, se definen, tienen extensión y límites. La aparición del Cosmos cobra desde el primer momento el carácter de una epifanía luminosa. La divinidad revela su poder creador arrojando luz sobre la Noche de los Tiempos para que pueda manifestarse la Creación.


Por otra parte, la irrupción de la luz no elimina las tinieblas, sino que las acota y ordena, establece un ritmo de alternancia, introduciendo a la Creación en la sucesión temporal, pues en el Caos nada acontece, y por tanto no hay devenir. De esta forma la noche caótica se reintegró en el orden de cosmos, su oscuridad dio cobijo a las estrellas en el cielo y a las bestias en la tierra. Aunque siempre conservó una cierta reverberación de su pasado caótico y terrible, una velada amenaza de que si pudo ser nuestro origen también podría ser nuestro final. En la noche pervive el peligro de la regresión a lo informe. 


Pese su indudable potencia cultural, los mitos cosmogónicos han tenido una escasa fortuna en las artes plásticas. La paradoja lingüística que suponía la descripción del Caos parecía redoblarse al tratar de expresarlo plásticamente ¿cómo representar lo que aún es informe?¿cómo abordar con los modestos medios de la imaginación humana los instantes primeros de la irrupción cósmica? No debe extrañarnos que el arte Occidental pasara de puntillas ante este episodio tan crucial como abstracto, prefiriendo escoger otros pasajes de la Creación en el que el Universo parecía ir cobrando una forma más precisa y fotogénica.


Con la llegada del romanticismo, y su apuesta estética por los espectáculos grandilocuentes, algunos artistas ensayaron las primeras tentativas de situarnos en en los primeros compases de la Creación del Cosmos. Ivan Aivazovsky fue un prolífico y exitoso pintor armenio, especializado en el género de las marinas. Pintaba embravecidos paisajes marinos y batallas navales donde el agua y el fuego se entremezclaban de forma furiosa, e. No es difícil suponer de dónde le vino la inspiración para pintar "La Creación del Mundo" (1864) en el que un Yahveh resplandeciente parece poner orden sobre las oscuras aguas primordiales. 


Ivan Aivazovsky "la Creación del Mundo" 1864
El recurso luminoso es también el empleado por el célebre pintor y grabador británico John Martin, en su aguafuerte "La Creación de la Luz" para la ilustración de dicho tema en la obra "El Paraíso Perdido" de Milton. En este singular grabado Martin se atreve con la representación de un tema bíblico tan popular como artísticamente inédito: la separación del día y la noche. La majestuosidad del tema tal vez hubiera merecido su conversión pictórica en una obra de gran formato. Al fin y al cabo John Martin, conquistó su celebridad gracias a obras tremendistas en las que plasmaba las catástrofes bíblicas en unos cuadros llenos de agitación y grandilocuencia. Esta estética efectista y espectacular fue plagiada por los pintores de panoramas que, para enojo del propio Martin, convirtieron sus obras más afamadas en populares atracciones de feria.

John Martin "la Creación de la Luz" 

Curiosamente, es en un singular panorama del siglo XXI donde mejor ha quedado sintetizada la imagen de aquel inquietante escenario oscuro y húmedo, virtual y evanescente que encarnaba el Caos primordial. La instalación "Your Negotiable Panorama" (2006) del artista islandés Olafur Eliasson, parece situarnos en los instantes previos al estallido del cosmos. El panorama consiste en un oscuro cuarto circular ocupado por un estanque poco profundo. En su centro se haya un proyector circular de luz y una máquina que produce olas en las tranquilas aguas del estanque, de tal suerte que el reflejo de la luz se agita y reverbera en las pantallas circundantes. A buen seguro esta imagen espectral propuesta por Eliasson satisfacería al mitógrafo más exigente: tal vez el universo infinito se puso a rodar con un leve estremecimiento de luz en mitad de la noche eterna.

Olafur Eliasson "Your Negotiable Panorama" 2006