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Cielos simétricos


En todas las culturas y épocas, el cielo ha ocupado una posición de privilegio en la descripción de lo sagrado por ser la sede de la divinidad. El cielo ha sido, por tanto un apriorismo espacial, la escenografía para la representación de lo sobrenatural, dirección donde invocar las imprecaciones y las plegarias y donde leer las señales y oráculos de los dioses.


Por eso, en las diferentes cosmogonías el cielo fue siempre un concepto primigenio, uno de los primeros episodios de la creación, realidad necesaria para que pudieran existir las demás. Incluso cuando la bóveda celeste se personificó en la figura de un dios, no perdió nunca su carácter topológico y abstracto, su condición de espacio primigenio de lo sagrado.


Así, en la Teogonía de Hesíodo la bóveda celeste es encarnada por un ente primigenio a medio camino entre la divinidad y el lugar, Urano: 

"Gea dio primeramente luz al estrellado Urano, semejante a ella misma, para que la protegiera por todas partes con el fin de ser asiento seguro para los felices dioses"
Hesíodo " Teogonía"

Para los griegos Urano representaba el límite superior del cielo, su techo, y el epíteto estrellado que le asociaban, nos hace suponer que era imaginado y asimilado en su faceta nocturna. Así lo debió entender la postrera doctrina órfica, pues lo hizo descendiente de Nix, diosa de la noche. Pero lo cierto es que, en su versión más popular, la legada por la Teogonía de Hesíodo, Urano era un dios anterior a la noche, descendiente-esposo de Gea, la tierra. El mito cuenta que Urano acudía cada noche a cubrir a Gea, impidiendo que la numerosa descendencia de esta unión pudiera aflorar a la superficie, por lo que la propia Gea fabricó una hoz de pedernal que entregó a su hijo menor, el titán Crono, quien escondido entre sus grietas aguardó hasta la noche esperando la llegada de Urano para arrojarse sobre él y castrarle, arrojando su miembro al mar. De las gotas de su sangre nacerían las terribles Erinias, diosas detestables y vengativas, mientras que del esperma nacería la voluptuosa Afrodita. Urano, por su parte, se retiró herido para ocupar de forma definitiva su lugar como base y sustancia del firmamento.

"La castración de Urano" Giorgio Vasari y Cristofano Gherardi, 1560, Florencia.


Urano no era tan sólo un dios primordial, se trataba también de una divinidad de origen muy antiguo, posiblemente de origen indoeuropeo y conectado con el dios védico Varuna. Lo cierto es que durante el período clásico apenas se elaboraron representaciones de su figura tal vez porque su desarrollo mítico, una vez desposeído de su primacía por Crono, fue escaso.  Puesto que los dioses son inmortales, su castración equivalía a su agostamiento, evidenciaba su incapacidad de seguir jugando un papel fecundador en la formación del cosmos, y tal vez sirviera para justificar la postergación histórica de una divinidad del panteón original por otras más recientes llegadas con los nuevos pueblos colonizadores de la Hélade. Los antiguos griegos figuraron a Urano, el primordial dios celeste, como una divinidad melancólica y pasiva que contemplaba silente desde su exilio estrellado el gobierno de los olímpicos.


El estudio comparado de las mitologías nos sorprende a menudo con fascinantes paralelismos y curiosas simetrías. El crucial relato de la génesis del cielo no había de ser una excepción. Así, por ejemplo, el episodio de la separación de la tierra y el cielo, entre Gea y Urano, encuentra su equivalente en la cosmogonía egipcia.

 En la Gran Enéada de Heliópolis, el dios Geb, la tierra y la diosa Nut, el cielo, hermanos y amantes a la vez, como tantas veces sucede entre divinidades primordiales, son separados de su amoroso y asfixiante abrazo por su padre, Shu, pues su estrecha unión impedía que nada pudiera habitar entre ellos. Pero mientras que la acción divina que justificaba la separación del cielo y la tierra era violenta y dramática en Grecia, en Egipto, en cambio, dio lugar a una de las figuraciones más poéticas y sensuales de la bóveda celeste. Pues Nut, "la Grande que parió a los dioses", madre de Isis y Osiris, creadora del universo y de los astros, al ser separada de los brazos de Geb adoptó la forma de una hermosa mujer desnuda que, arqueando su cuerpo, cubría la tierra. 

Shu separa y sostiene a Nut mientras Geb yace en el suelo.
Papiro Greenfield, XXI dinastía, Museo Británico
De esta guisa, Nut formaba el arco celeste por el que podía circular la barca solar, recorriendo su cuerpo para acabar en su boca. Entonces Nut engullía al sol para alumbrarlo a de nuevo a la mañana siguiente. De igual forma, las estrellas seguían el recorrido del sol, y cubrían por entero el vientre de Nut, dando lugar a la noche. En otra de sus representaciones características, Nut adoptaba la forma de una vaca  por cuyo lomo circulaba la barca de Ra.  Pero, con buen criterio, los egipcios la representaron preferentemente bajo el aspecto de una hermosa mujer.


Así, en la tumba de Ramses VI en Luxor, la encontramos desdoblada y simétrica, en su doble condición diurna y nocturna, componiendo la bóveda y enmarcando escenas del Libro de los Cielos que cubren la cámara sepulcral. Contemplando la refinada belleza de la estancia, resulta difícil imaginar descanso más apacible que la contemplación eterna del vientre estrellado de una diosa.
Representación de Nut en la tumba de Ramses VI, KV9, Luxor

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De apagones y verdades


Cuando en 1879 Edison inventó la lámpara de incadescencia dio el toque de gracia a la noche tal y como el hombre la había conocido hasta entonces. Aunque hacía ya tiempo que se habían ido experimentando algunos sistemas de alumbrado público, con éxito variable, lo cierto es que debemos a la luz eléctrica una nueva forma de entender y vivir la noche. Desde su descubrimiento y en pocos años la vida nocturna en las ciudades se fue haciendo más luminosa y transparente, segura y desvelada.

Desde entonces, y ya hace más de un siglo, el hombre vive de espaldas a la noche. Nos creemos a salvo de su influjo parapetados tras un crepúsculo artificial de millares de incadescencias. Pero basta un fortuito accidente, sea un rayo o una sobrecarga en la línea de alta tensión, para que la noche, como un mar embravecido rompiendo diques, se cobre el territorio que la luz artificial le había arrebatado. Y nuestra reacción frente a esa noche desbocada tiene mucho del estremecimiento estupefacto con el que contemplamos la irrupción de una naturaleza salvaje en un espacio que creíamos domesticado. 

La ejemplaridad de este fenómeno es más evidente cuanto más luminosa es la cotidianidad nocturna de la población afectada. Sucedió en Nueva York en tres ocasiones, en 1965, 1977 y 2003.  Súbitamente los habitantes de una de las ciudades más tecnificadas e iluminadas del planeta se vieron abocados a vivir una noche a la antigua usanza. El primero de estos grandes apagones, debido a una sobrecarga en la demanda, dejó a los neoyorquinos a merced de sus terrores nocturnos. Aunque no hubo grandes problemas de orden público, se multiplicaron los avisos por avistamientos de ovnis, una modalidad de terror muy en boga por aquellos tiempos gracias a la popularidad alcanzada por la ciencia ficción a manos de autores como Ray Bradbury o Isaac Asimov.



Aunque suene a ironía, el apagón de 1977, sacó a la luz las tensiones raciales soterradas que habían ido creciendo a la vista de todos durante la década de los 70. En la calurosa noche del 13 al 14 de julio irrumpió la violencia en forma de saqueos en los barrios más desfavorecidos, llegándose a producir hasta 3800 arrestos.

En cambio, la gran fallida de 2003,  que dejó prácticamente a oscuras al estado canadiense de  Ontario y a toda la costa Este de EEUU (Casi 45 millones de afectados),  instauró un festivo estado de excepción al cobijo de esta noche inesperada. Bien fuera por imperiosa necesidad o por un lúdico sentido de la oportunidad, Nueva York vivió una noche insólita, con los bares transformados en improvisados asilos, gente durmiendo al raso en los parques e improvisadas actuaciones a cargo de grupos de animación. Sin querer obviar el innegable fastidio que supone un contratiempo de esta naturaleza, lo cierto es que aquella inesperada noche a la antigua fue en esta ocasión y por unas horas, la catalizadora de nuevas formas de sociabilidad y de una forma diferente de entender y emplear el espacio urbano.

La costa Este de Estados Unidos antes y durante el apagón de 2003
Un cariz mucho más dramático tuvieron los apagones del estado de Ledesma (Argentina) entre el 20 y el 27 de 1976, pues formaban parte de un operativo de las fuerzas represoras de la dictadura con el objetivo de realizar secuestros a gran escala entre estudiantes, militantes políticos y sociales, gremialistas y sospechosos de pertenecer a la guerrilla. Aquella noche cerrada sumó terror sobre terror en las víctimas a la vez que ofrecía cobijo y anonimato a los victimarios.

La lista de apagones memorables y de sus variopintas historias sería inacabable. Lo que  nos trae hasta ellos, lo que podemos intuir en esta brevísima antología de la oscuridad sobrevenida, es que a cada uno de estos apagones le correspondió una suspensión de las certezas y las máscaras que nos gobiernan durante el día y que la luz artificial artificialmente prolonga durante la noche.

No se trata simplemente de la manifestación de un miedo cerval hacia los peligros de lo oscuro, sino de un sentimiento más amplio en el que se conjugan instinto y anonimato: pues la noche cerrada es la mejor aliada para que aflore la otra verdad, la que entronca con nuestros temores y deseos inconfesables, la que se oculta a la luz del día. 

Una verdad nocturna más recóndita pero no menos cierta, que revela nuestros miedos ocultos, reales o imaginarios, que estalla en violencias vergonzantes y en venganzas criminales, pero que, de tanto en cuando, toma también el luminoso aspecto de la confesión imposible: la del secreto amor de Cyrano a una Roxana cegada por las veladuras de la noche.




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Un universo dual


Quien quiera adentrarse en los tesoros del pensamiento prefilosófico, deberá tener en presente que éste no se expresa nunca de forma directa sino que debe intuirse a través de los múltiples indicios que nos ofrecen sus mitos y supersticiones, sus símbolos y  sus emblemas. Es, desde luego, una vía más incierta pero, a cambio, recompensa al observador paciente con pasajes de gran belleza.

Así, por ejemplo, el poema sumerio de Gilgamesh (que bien merecerá su propia entrada) nos informa a través de una leyenda épica la forma en que los antiguos habitantes de Irak encararon el inevitable destino común de la muerte y su misterio. Las magníficas hazañas del gran rey de Uruk no esconden al lector atento su poso de fatalidad, el de la resignada convicción de que la única inmortalidad a la que puede aspirar el hombre es la del recuerdo imperecedero de sus obras y gestas.

 Los egipcios, en cambio, nos legaron un conmovedor símbolo que, aludiendo al ciclo del día y de la noche, lo era también de la resurrección de las almas. Se sirvieron para ello de la botánica, más concretamente del curioso comportamiento de la flor de loto: al caer la tarde, la flor del nenúfar azúl, o nenúfar egipcio, cierra sus hojas aumentando su densidad, y sumergiéndose en lo más profundo de las aguas... permanece así oculta a nuestros ojos hasta que, con los primeros rayos del sol, el loto emerge de nuevo radiante como un sol renacido, exactamente como debían renacer las almas después de transitar por las profundidades de la muerte. 


Pero, ninguna de estas puertas al pensamiento antiguo supera la extraordinaria convergencia entre concisión visual y riqueza interpretativa del logograma chino del Taijitu, que en occidente conocemos como el símbolo del Yin y el Yang o el del taoísmo. Su origen, sin embargo, es más antiguo que la enumeración de sus principios, y es que, no en vano, el Taijitu se expresa por sí mismo. Basta con contemplarlo atentamente para que su significado comience a hacerse evidente y podamos reflexionar sobre él. 


El Taijitu nos remite directamente a un universo dual. Tomado en su conjunto, este signo representa el todo fecundo, el principio generador de todas las cosas: el Taiji, la gran polaridad. Pero esta fuerza creadora parte de una confrontación de fuerzas iguales y contrarias: el Yin y el Yang. Se trata de dos principios que se oponen radicalmente pero que, sin embargo,  contienen algo de la esencia de su contrario. Además, los dos polos son interdependientes, se consumen y se transforman en su reverso en un ciclo sin fin, en el que la paridad de su oposición dinámica expresa el equilibrio de un mundo en constante movimiento.


El Yang es el principio activo,lo masculino, lo duro, el cielo, la luz y el día

El Yin es en cambio el principio pasivo, lo femenino, lo fluido, la tierra, la oscuridad y la noche.

Algunas de estas analogías parecen evidentes, como el hecho de relacionar oscuridad y noche, pero otras no son ni obvias ni directas. Por ejemplo, nada a priori justificaría la relación del principio nocturno del yin con el ámbito de lo femenino. Pero a poco que examinemos el resto de los valores que están asociados podemos relacionar fácilmente la noche con el valor yin de lo pasivo (pues es el tiempo del durmiente) y de ahí llegar al papel "pasivo" de la mujer (y que me perdonen las mujeres de espíritu guerrero) durante el coito.

Por otra parte, podemos comprobar como el esquema antitético del Taijitu relaciona polaridades atmosféricas (día/noche o luz/oscuridad) de género (masculino/femenino) dinámicas (activo/pasivo) geográficas (cielo/tierra), y, en algunas interpretaciones posteriores o foráneas, valores morales (bien/mal).


Lo que a nosotros nos importa es que a partir de estas cadenas de valores asociados se construyó, y no sólo en China, un imaginario de lo nocturno en el que lo lógico, lo biológico y lo cultural se confunden con frecuencia. Las cadenas de valores que se asociaron a lo nocturno y a lo diurno variaron o se repitieron en cada civilización, fueron explicitadas o bien formaron parte de forma inconsciente de la sensibilidad colectiva. En cualquier caso fueron determinantes a la hora de construir una cultura en torno los conceptos opuestos del día y la noche: cada uno con sus mitos y sus dioses, sus usos y costumbres, sus supersticiones y sus leyendas; configurando de esta forma una cosmogonía dual.

Esta forma de pensamiento, debió conectar a la perfección con el esquema del que el hombre se sirve para ordenar el mundo, pues este imaginario polar trascendió los márgenes culturales hasta el punto de que podríamos hablar, sin riesgo a exagerar, de un fenómeno universal. Basta una somera exploración a través de las civilizaciones por los conceptos asociados al ciclo del día y de la noche para descubrir ciertas analogías recurrentes: frente a una idea del día como un espacio masculino dominado monolíticamente por la luz de la razón y de la justicia se le opondrá la noche como un universo fluido, espacio del instinto y de lo femenino, morada del maligno...

La simple enumeración de las cualidades nocturnas emana el inconfundible aroma del misterio, la sensualidad y la aventura, y resulta toda una incitación para seguir adelante en nuestro viaje.